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La primera lluvia del otoño

El médico entró en el coche con apuro. El chubasco se dejó caer como si no tuviera mañana, apagó el calor del verano y concedió un suspiro de alivio a la ciudad. Hizo un gesto para prender el coche, pero la mano no encontró la llave, la llave no estaba en su lugar. Se distrajo viendo el chisporroteo a través del parabrisas. Las chispas empañaron el cristal y el agua barnizó la ciudad. Las fachadas cobraron un color gris brillante.

Me pregunto si el picoteo de la lluvia puede aliviar las penas humanas, reflexionó el médico. Enjuagar las partículas nocivas, salvar vidas. Aunque no llegue a sanar la mente del todo, acaso podría diluir la nocividad. En su afán por perfeccionar su mente, el ser humano transformó la memoria en una cloaca de materiales nocivos, y mira con qué nos quedamos, pensó el médico.

Tal vez les solicitaré que instalen unos rociadores en mi consultorio. Si las partículas picoteadoras no llegan a cumplir con la función de limpieza mental, por lo menos que enjuaguen mis muebles y los doten de brillo. La lluvia no es tan zonza después de todo, cumple con la necesidad de bañar al mundo y el afán del hombre por rodearse de cosas brillosas sin ensuciarse las manos.

¿Cómo es posible que haya perdido a dos pacientes en dos días? Cayeron como dos gotas de lluvia, una tras otra. Se esfumaron por la noche y solo dejaron dos reportes y dos camas blancas. Amaneció el dormitorio de pacientes con la quietud de sus muertos. El silencio lo dijo todo. Esos reportes de dos palabras, “muerte súbita”, tienen un efecto contrario a la lluvia. Llenan mi oído con un ruido que busca en vano la salida del túnel interior. Mientras ahora, bajo la cortina de la lluvia, me siento aliviado de ese zumbido del oído. Todo se disolvió y por el desagüe de la garganta se escurrió.

Pero, ¿habrá algo en común entre estas muertes súbitas? ¿Qué pasó con su sentido de buen juicio y continuación? ¿No han leído a Freud y su exposición sobre el propósito del ser humano de llegar al final de su hilo vivencial? Se apuraron como si no hubiera quedado suficiente hilo para hilvanar durante el siguiente día.

Ese paciente rumano, después de tantas cosas que sufrió y otras tantas que a los demás infligió, con la mente siempre clara y optimista, claudicó sin previo aviso. Pero, fíjate, fue sincero durante nuestras conversaciones, pensó el médico. Había momentos en los que mi pluma no sabía que cuadrito marcar, sincero o mentiroso. Cuando el hilo de la interacción profesional se prolonga tanto que se embobina sobre lo personal, se le hace imposible al médico ver la situación con claridad. Aunque uno ponga todo en la mesa y saque la barra de medición, la mesa gira y la barra se desvía.

El sufrimiento acecha, se oculta, se arrima, adormece y luego… Yo creía lo que él decía, pero mi pluma se resistía. La cautela profesional siembra dudas e inspira contemplaciones. El rumano descolgó y a su amigo llamó para que lo acompañe en sus últimos momentos. En lugar de la despedida, la llamada resultó una disculpa por haber fallado en lo planeado. Que ya no pudo más, que llegó a su fin. No había tiempo más que para unas palabras y el ruido que solo la caída del cuerpo humano puede ocasionar. Acaso entrevió otra opción en el momento de la desesperación, pero no consiguió la aprobación de su amigo. Este dejó de creer en sueños sin amarras, ya habían ido demasiado lejos y se perdieron en mar abierto. Jugaron con viento y mar hasta que se perdieron.

Tengo que entenderlo, pensó el médico. Hay que llegar a alguna conclusión. Es preciso encontrar la falla que ocasionó la desilusión y su consecuente disolución de la esperanza. Una vida de esfuerzos y sueños, sacrificios imperdonables aun para uno mismo, avanzadas pausadas. La mente se ha desprendido del presente y su proyección llegó a la cima de la mañana. La mente estaba arriba y el cuerpo abajo. Esto es el problema, se han separado. Una estiraba al otro hacia arriba y este luchaba, se debatía, hasta que, un día, dio la última patada.

La lluvia se puso a golpetear el parabrisas con más intensidad. La calle brillaba, el tamborileo aumentaba. En ocasiones clínicamente no comprobadas, pensó el médico nadando en hipótesis desbaratadas, una cosa tan absurda como la lluvia puede refrescar la mente y proveerla con una ilusión que la lleve al encuentro del día siguiente. El tacto puede dar con un ducto secreto que lleva a lo más profundo del ser humano.

Pero no fue la mente que se desprendió del cuerpo, y el médico negó con la cabeza. La materia culposa es la esperanza. Por todos apreciada, esa madrastra es la asesina en cuestión. De hecho, por sus propios méritos se convirtió en viuda negra. Primero, teje una telaraña de sueños en la que el hombre se enreda. Luego, la madrastra estira sus hilos, estos se tensan, la esperanza se suelta y el cuerpo desprotegido queda. Poco a poco, el aire del enredado se acaba y el cuerpo zafa las amarras.

Así que la esperanza que validó todo, resultó una farsa, una traidora del viajero de muchas andanzas. En los albores de la nada, la viuda negra montó una comedia de gala. Entre más mi paciente se empeñaba en cumplir con su papel, menos posibilidades tenía de zafarse de la red. Los recovecos de la esperanza no lo llevaron a la salvación, más bien a la perdición.

Pero, ¿qué pasó con esa madre que a sus hijos y al esposo abandonó? No salió en búsqueda de ningún sueño. No, su debilidad fue la falta de esperanza; anhelaba una madrugada con una sonrisa iniciada. El esposo y los hijos trataron de entregarle esa esperanza, pero sus manos no tuvieron la fuerza de sostenerla. Lo dejó todo caer. Los medicamentos no le caían bien, el agua no pasaba, la conversación en la cabeza zumbaba, pero dejaba que la nada le hiciera compañía en la cama.

La esperanza es definitivamente la culpable, sobra o falta. De todos modos, mis pacientes acabaron en la nada. ¿Qué debo hacer yo con tantas historias y vidas despedazadas? ¿Les pongo a leer a Aristóteles y les encargo buscar el punto medio? ¿Administrar una dosis correcta de la esperanza que nutre la vida y se niega a la viuda negra? Acaso, sería conveniente dar vuelta atrás al tiempo para que el rumano entienda que se equivocó, que una falsa esperanza lo desvió, que necesita borrar la memoria y reiniciar la grabación. Pero él dijo claramente a su amigo que no tenía fuerzas para tal cosa, que la fuerza y el sueño se acabaron. Acaso pude haberme ingeniado para convencer a la madre que se olvidara del pasado y siguiera la farsa de la vida cotidiana. Pero ella dijo que no podía olvidarlo ni perdonarlo, ni por sus hijos, ni por su esposo, ni por la salvación que el cura le prometió.

Ambos se dejaron ir. Uno porque su esperanza voló demasiado alto y la otra porque su esperanza no logró despegarse del pasado. Uno buscando lo inalcanzable, la otra anclada en el pasado. Ninguno quiso un cacho del presente que yo les prescribí con tantos medicamentos y sermones. Acaso la vista de esta calle lavada pudo haberles salvado de la nada.

El médico se fijó en una muchacha que cruzaba la calle. Andaba doblegada, empapada y con la ropa al cuerpo pegada. Mantenía un paraguas raquítico por encima de su cabeza. Doblado por el viento y abofeteado por la lluvia, el paraguas encaminaba un chorro de agua derecho a la espalda de la muchacha. El médico se preguntó si ella estaba consciente del estado y la función de su paraguas. Asintió y dijo para sí mismo, es mejor así, la confianza en su paraguas le da fuerza para seguir adelante. La lluvia no es ningún impedimento cuando uno se aferra a algo concreto y lo aprieta con firmeza, convencido de que es su amparo.

Por desgracia, no funciona siempre así. En ocasiones, el drama despliega sus alas cuando uno se aferra a la certidumbre de una ocurrencia que resulta falsa. Así es. El rumano estaba convencido de la ocurrencia de un desenlace más incierto que la llegada de los marcianos. Que un amigo le ayudará, que la lana necesaria en su bolsillo brotará, que la puerta de Sésamo se abrirá. El problema consistía en el hecho de que Ali Babá estaba ocupado con otras esperanzas, acaso con las suyas. Tal vez los anhelos ajenos no le interesaban en lo más mínimo y no tenía ningún interés en convertirlos en realidad. No es por descartar que el despliegue de tragedias en su derredor solazaba a Ali Baba y lo libraba de sus propias pesadillas. Acaso el fracaso ajeno le traía la sensación del éxito, había triunfado en los campos donde otros dejaron sus pellejos.

El médico miró por un lado del volante y la llave estaba allí. No supo si acababa de insertarla o si allí colgaba desde el inicio del chubasco. Ahora, llovía de a de veras. Hervía el parabrisas y el martillo de su tímpano batía al ritmo del golpeteo. El médico bajó la ventana, era tiempo de arrancar y ahogar la desesperanza en la primera lluvia del otoño.

Al soñador

Pol Popovic Karic, Serbia, México © 2024

pol.popovic@tec.mx

Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris

Pol Popovic Karic nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió en Marruecos, Estados Unidos y ahora radica en Monterrey, México. Es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, miembro del Sistema Nacional de Investigadores e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha escrito artículos académicos, libros y cuentos en serbio, francés, inglés y español. Sus autores favoritos de la lengua española son Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Gabriel García Márquez y Luis Martín-Santos.

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