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La foto

El turista acababa de bajar del micro en aquel desolado caserío de la puna. Tenía unos pocos minutos para pasar por el almacén de ramos generales e ir al baño antes de proseguir el viaje. Un grupo de aborígenes sentados en un banco al frente de una pequeña pulpería despertó su interés. Se dirigió hacia ellos lentamente, a medida que sacaba la cámara del estuche. “Esta sí es una foto que vale la pena sacar”, se dijo. A la vista del hombre el grupo se desintegró en un instante. Todos salieron disparados como ratas, como si hubieran visto al mismísimo demonio. El hombre se detuvo sorprendido, cámara en mano. Pensó que no podía ser que en pleno siglo veintiuno los aborígenes todavía temieran a la cámara fotográfica. Recordó relatos de miedos ancestrales, leyendas que contaban que la cámara les robaba el alma; pero le resultaba impensable que todavía lo creyeran posible. “¿Cómo pueden estar atados a semejantes temores?”, se preguntó fastidiado.

En ese mismo momento Jacinto salía desprevenido de la pulpería para averiguar por qué motivo sus amigos se habían ido tan apurados, sin avisarle. Sus ojos se redondearon de terror al ver que el turista lo tenía enfocado con la cámara. Nada pudo hacer para evitarlo. Se escuchó el “clic” del disparador. El turista murmuró un “gracias” levantando la mano antes de darse vuelta retornando al micro. Ya había obtenido lo que quería. Una vez allí se arrellanó en el asiento disfrutando el aire refrigerado del vehículo sin quitar los ojos del joven aborigen que aún estaba parado en la puerta de la pulpería como atontado. “Ha de ser el calor”, se dijo irónicamente el turista con la cámara todavía lista para ser usada.

Jacinto observaba con el rostro demudado por el espanto las caras de otros nativos que como él habían sido sorprendidos por el ojo maligno de la cámara. Eran como espectros que aparecían y desaparecían en medio de la oscuridad, en tétrica procesión. Quiso gritar, pero no pudo. Tenía la garganta cerrada, como si sus cuerdas vocales estuvieran enterradas en una tumba de arena. Le resultaba imposible establecer la naturaleza del lugar en el que se encontraba prisionero. De pronto, un punto de luz se hizo visible. Vislumbró a través de una especie de ventana redonda el paisaje que había admirado tantas veces. Quería llorar, quería expresar su desesperación de alguna manera, pero se sentía atenazado por una sensación de entumecimiento mortal.

El turista notó que el micro se ponía en movimiento. Echó un último vistazo de despedida con una siniestra sonrisa en los labios. Vio como varios aborígenes corrían para auxiliar a Jacinto, que todavía estaba parado en la misma posición que hacía unos instantes. Mientras el micro maniobraba, pudo ver que se lo llevaban, ayudándolo a caminar a duras penas, tropezando como un sonámbulo. El pueblo quedaba atrás. El turista intuyó que por algunos kilómetros no habría mucho que mereciera su atención. Guardó la cámara en el estuche con deliberada lentitud. Reclinó el respaldo de su asiento y se dedicó a contemplar el árido paisaje del norte a través de la ventana panorámica del micro, esperando con paciencia el arribo al poblado vecino, imaginando de antemano cómo sería su próxima víctima.

Jacinto comprobó con ojos horrorizados que la luz de la ventana se extinguía inexorablemente. Ahogó un último alarido silencioso mientras comprendía que perdía la noción de su existencia, mientras sentía que era devorado por la densa negrura del abismo.

Carlos Donatucci, Argentina © 2014

cfdonatucci@gmail.com

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