El sol caía a plomo sobre el pavimento, transformándolo en una incandescente cinta transportadora sin principio ni fin, que se extendía hasta la inseparable unión que consumaban cielo y tierra en el horizonte. A ambos lados de la ruta, el desolado territorio del sur se asemejaba a un interminable océano azotado por el viento, indómito y agreste, merecedor del mayor de los respetos por parte de los ocasionales viajeros. El automóvil recorría los kilómetros con la tenacidad de una bestia hambrienta persiguiendo una invisible presa, inalcanzable y esquiva. Dentro del habitáculo sonaba una música suave que el conductor escuchaba con deleite mientras su acompañante cabeceaba rendida por el sopor de la temprana tarde. Roberto miraba fascinado el ondulante espejo de agua que huía de ellos un poco más adelante, clásico ilusionismo de las carreteras recalentadas por el implacable rayo del sol. Cada tanto su mirada se dirigía a los costados para verificar que estaban totalmente solos en medio de la nada, librados a su suerte. Con cada mirada le resultaba más claro el calificativo de “ruta del desierto” que le aplicaban a ese extenso tramo del camino.
Al principio la soledad reinante le permitió disfrutar de un manejo tranquilo y distendido, ya que no tenía que sobrepasar a otros vehículos. Pero ahora sentía una leve inquietud al comprender que eran los únicos seres humanos en hectáreas a la redonda. A pesar de que iban a ciento cuarenta kilómetros por hora, le parecía que circulaban a paso de hombre. Lanzó una furtiva mirada hacia su esposa. Dormitaba ajena al universo que la rodeaba y cada tanto su cabeza se desplomaba hacia adelante, volviendo de inmediato hacia atrás. El abundante cabello castaño velaba su cara, cayendo sobre cada una de las mejillas. Él la amaba con ese entrañable sentimiento de ternura que ella siempre le había inspirado, que se había acrecentado con el correr de los años y el mutuo conocimiento. Ya era una parte inseparable de él. A veces se sorprendían de tener casi los mismos pensamientos, riéndose de las ocasionales coincidencias con franca complicidad.
Habían planificado el viaje con gran cuidado. Cada mínimo detalle había sido tenido en cuenta, esperando así poder disfrutar de una agradable estadía en esa hermosa región del país. Era una asignatura pendiente que tenían desde hacía mucho tiempo, postergada de continuo por otros asuntos de mayor prioridad o urgencia. Roberto volvió los ojos a la ruta en el momento exacto en que una mancha oscura se cruzaba ante la trayectoria del vehículo. Quiso esquivarla pero no pudo. El ruido lúgubre de las ruedas pasando sobre “algo” y el grito de sorpresa que brotó de los labios de su marido despertaron a Liliana.
—¡Qué pasa? Roberto, ¿qué pasó, qué fue eso?
—No sé, no pude ver bien, pero me parece que atropellamos algo. Un perro tal vez, no lo sé.
Ella miró hacia atrás a través de la luneta pero sólo veía la senda que se perdía en el horizonte y las marcas que los neumáticos del auto habían dejado pintadas en el pavimento debido a la brusca maniobra.
—¡Pará, pará! Tenemos que volver.
—¿Por qué, qué sentido tiene? ¿Qué querés hacer?
—Tenemos que asegurarnos de que no lastimamos a nadie. Roberto, por favor, volvamos. Son unos pocos metros, ¡por favor!
La voz de Liliana estaba cargada de angustia. Roberto pisó suavemente el freno hasta que el vehículo se detuvo a un lado del camino. Maniobró para tomar el otro carril y en pocos minutos estaban en el lugar del supuesto accidente. Bajaron del auto y miraron a su alrededor; pero no había señales de vida ni de muerte por ningún lado. Liliana revisaba frenéticamente los escuálidos matorrales en busca de algún indicio que les diera una idea de lo que había ocurrido. El sol contemplaba la escena impasible, ejerciendo el influjo de su reinado sobre ellos, sometiéndolos al rigor de su castigo por haber invadido sus dominios. Roberto dedujo que la búsqueda no tendría éxito alguno.
—Vamos Lili, acá no hay nada que hacer. Habrá sido un perro vagabundo, nada más.
—Revisá la otra banquina, que yo reviso ésta un poco más y después nos vamos. Por favor, ¿sí?; así me quedo tranquila.
Roberto obedeció a regañadientes, cediendo a la angustiada súplica. Se dirigió hacia una de las zanjas que bordeaban la carretera para ver si descubría algún rastro que pudiese dejar satisfecha a su mujer. Sabía que ella no abandonaría la búsqueda tan fácilmente, ya que la perseverancia era uno de sus atributos más fuertes. Le pareció divisar una mancha oscura unos metros más adelante y avanzó hacia ella. Al llegar se agachó y pudo verificar que se trataba de algún aceite o lubricante, espeso y maloliente. Después de unos instantes de intensa observación se volvió para dirigirse al auto. El reflejo del sol en el parabrisas lo deslumbró, cegándolo por completo. Al recobrar la visión y enfocar con normalidad descubrió que su esposa no estaba a la vista. Se acercó al vehículo comprobando que tampoco se encontraba en el interior del mismo. Escudriñó los alrededores buscándola, pero no logró verla. Estaba desconcertado, aturdido, sin reacción.
La misteriosa criatura que había cruzado la ruta había desaparecido sin dejar el menor rastro, en tanto que la inexplicable ausencia de su mujer lo trastornaba. La exigua vegetación achaparrada del lugar le permitía verificar visualmente que no había un alma en los alrededores. Comenzó a sentir esa particular y ominosa sensación paralizante que produce el miedo a lo desconocido, un temor visceral que lo invadía progresivamente. Fue hacia la banquina que ella había estado revisando y la recorrió con nerviosismo. El sol lo golpeaba sin misericordia. Puso la mano sobre su cabeza advirtiendo que el cabello ardía. Notó que la boca se le volvía pastosa, que la lengua le pesaba como plomo. Bajó a la zanja que bordeaba el camino pensando que ella podría haber sufrido un desmayo debido al intenso calor y que podría estar tirada entre los arbustos. Recorrió el lugar varias veces, como si su obstinada insistencia pudiera operar el milagro del regreso. Finalmente, retornó a la banquina quedándose inmóvil junto al auto con la mirada perdida, desolado. De pronto comenzó a llamarla a los gritos, a intervalos regulares, con la ilusoria esperanza de que ella respondiera al conjuro de su nombre.
—¡Liliana!, ¡Liliana!
El eco del llamado se apagaba a medida que se alejaba de él. Al cabo de un rato la garganta le dolía de tanto gritar y la voz se le enronquecía cada vez más. La situación era enloquecedora. El tiempo transcurría. Su mente se negaba a asimilar que su esposa se había desvanecido en el aire sin remedio. La angustia lo llenaba de un miedo irracional que amenazaba su cordura mientras caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado. En una de las tantas idas y venidas, un destello en el suelo hirió sus ojos. Se abalanzó sobre el objeto con ansiedad. El cintillo de Liliana yacía al lado de la banda blanca de pintura fosforescente que delineaba el borde del camino. Lo tomó y lo sostuvo entre los dedos, contemplándolo una y otra vez, como hipnotizado por la incredulidad. Lo que tenía en la mano era el único vestigio que le quedaba de su esposa, era la única prueba que verificaba que hacía tan solo unos instantes había estado junto a él, era el ancla que lo mantenía amarrado a la certeza de su existencia. Los ojos se le llenaban de lágrimas que velaban la imagen de la joya mientras la impotencia sacudía su pecho con sollozos entrecortados.
—¡Liliana!, ¡Liliana!, ¡Liliana!...
Un grito desgarrador rompió el ardiente silencio de la tarde. Roberto comenzó a internarse en el campo con el anillo todavía en la mano, caminando como un autómata, invocando cada tanto el nombre de su esposa en una incansable letanía. Todo a su alrededor se volvía borroso, irreal. El motor del auto parado sobre la ruta todavía ronroneaba cuando la silueta de Roberto se desdibujó en la lejanía, fundiéndose con el paisaje, perdiéndose en la inmensidad de aquel árido territorio azotado por el incansable viento del sur.
Los dos amigos se quedaron cavilando en silencio, envueltos en las intensas sensaciones que les había despertado el relato, con la mirada perdida en la inmensidad del salvaje territorio sureño, que podía ser impiadoso y cruel con aquellos que desconocían las estrictas reglas que lo gobernaban. Estaba atardeciendo. Las nubes tenían los bordes dorados por el reflejo de la luz crepuscular, mientras el viento las cincelaba recreando increíbles formas, como níveas esculturas en manos de un experto creador. La brisa peinaba los matorrales emulando los movimientos del interminable flujo de las mareas, allá lejos, donde el aire marino inunda de salitre el ambiente y la espuma del mar besa una y otra vez la silueta de la playa.
Carlos Donatucci, Argentina © 2014
cfdonatucci@gmail.com
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La ilustración de este cuento ha sido realizada por Enrique Fernández
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