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Las vidas de Guillermo Ariza

I

Guillermo Ariza es imbécil. Se podría pensar que con esta sencilla pero tajante afirmación, queda todo dicho, pero no es así. La estupidez humana, como Fantômas, adopta infinitos semblantes. Guillermo es mediocre y miserable; no le faltan una pizca de inteligencia y otra de cultura, pero nunca las ha empleado en nada que resulte verdaderamente útil para nadie que no sea él mismo. Engolado y altivo tiene, sin embargo, la rara habilidad de disfrazar su discurso vacío y pedante de profundidad moral. Es Guillermo Ariza, en definitiva, un auténtico majadero que ha conseguido pasar por la vida dando la impresión de ser todo lo contrario.

A fuerza de insistir, con mucha más suerte que talento y cuando ya desesperaba de conseguirlo, ha obtenido una plaza como profesor de secundaria en la especialidad de Inglés. No es la profesión a la que le hubiera gustado dedicarse, ni es especialmente eficiente en su desempeño, pero tampoco tiene Guillermo aptitudes ni actitudes que le sean útiles para otro trabajo mejor –o peor– que este. De modo que, como ha hecho siempre, se deja arrastrar por la corriente de la vida que acaba varándolo en un pueblito de la costa atlántica desde el que resulta muy difícil ir a parte alguna. De hecho, la única carretera que llega hasta la villa en ella muere y para salir no queda más remedio que desandar el camino hecho para entrar y esta vía no lleva a ningún otro lugar habitado a menos de treinta kilómetros de distancia.

Esta soledad obligada no importuna a Guillermo que jamás ha hecho amigos y que desconfía de encontrarlos a sus años. Su único plan consiste en ir cada mañana a trabajar al instituto del pueblo, volver luego a casa, comer, vegetar, ver la televisión e irse a dormir. Eso puede hacerlo en el pueblo solitario que le ha tocado en suerte de la misma manera que en la ciudad más bulliciosa del orbe.

Con lo que no cuenta Guillermo es con la idiosincrasia propia de las pequeñas comunidades. La existencia tranquila, solitaria y desapercibida que ha pensado llevar se ve alterada en cuanto entra al supermercado a comprar provisiones. Y eso sucede apenas dos horas después de instalarse en una casita desde la que puede verse el mar, hacia el oeste, y la montaña, hacia el norte. A Guillermo estos pequeños lujos le traen al fresco; ni el mar le inspira, ni la montaña le atrae. Ha elegido la casa porque le queda cerca del instituto, lejos del centro urbano y, sobre todo, porque se puede permitir el alquiler y la dueña le ha incluido los servicios de limpieza de la casa y lavado y planchado de la ropa en el precio. Todo lo demás le parecen bobadas superfluas.

Hace Guillermo su entrada en la tienda, una mezcla de colmado de barrio y supermercado elegante que ni gusta a los nostálgicos, ni alcanza para contentar a los urbanitas que abarrotan el pueblo cada verano, y nada más entrar comprende que algo no va bien. La dueña, única dependienta y cajera del súper es la primera en dirigirle la palabra, pero todos los clientes que en ese momento están en la tienda se vuelven hacia él y los que tienen a alguien cerca comienzan inmediatamente a cuchichear entre sí.

Guillermo, que, pese a su carácter ermitaño, gusta de ser el centro de atención, comienza, no obstante, a sentirse incómodo. No tanto por ser observado, como por ignorar el motivo del interés que despierta en sus vecinos.
–¿Es usted el nuevo profesor de inglés?

La voz suena a su espalda y es tan leve que a Guillermo le cuesta comprender que la pregunta se la formulan a él. Se vuelve, mira desde arriba –siempre mira desde arriba, incluso a los que son más altos que él. Es una de sus habilidades– a la mujer y contesta con la afectación que le caracteriza.
–Efectivamente, señora, Guillermo...
–Sí, Guillermo Ariza, –interrumpe la mujer –Aquí es usted muy querido y admirado.

Antes de que Guillermo tenga tiempo de reponerse y preguntar de qué le conocen en ese villorrio perdido en el que, hasta ese día, jamás ha puesto los pies, la mujer le tiende un volumen de unas cuatrocientas páginas que él toma entre sus manos sin entender nada.

El libro lleva por título “Vida en la Costa de la Muerte” y por la ilustración de la portada bien podría estar ambientado en el pueblo que le sirve ahora de hogar. Guillermo sigue sin entender nada y está a punto de preguntar algo cuando repara en el nombre del autor: Guillermo Ariza.

Haciendo todo lo posible por no parecer sorprendido, abre lentamente el ejemplar tratando de buscar una fotografía del autor en las solapas. Pero ni allí, ni en la contracubierta, ni en parte alguna, encuentra más que una pequeña reseña biográfica sobre el escritor que resulta ser más o menos de su edad, vivir en la capital y haber escrito varios libros de notable éxito de ventas y crítica.

Con una sonrisa forzada y pensando aún en qué decir, le tiende el libro a la mujer que rehúsa cogerlo mientras le hace a Guillermo un gesto que este tarda en descifrar.
–¿Quiere que se lo firme? –Dice cuando por fin comprende la intención del gesto.
–Ponga “Para Fermina”, si no es mucha molestia.
–¡Cómo no!

Y Guillermo estampa su firma bajo un “Para Fermina. Con cariño” pensando únicamente en lo que diría el auténtico Guillermo Ariza si apareciera algún día para reclamar a sus seguidores. Esta idea le hace sonreír al pensar que, después de todo, él es tan Guillermo Ariza como el auténtico Guillermo Ariza.
–Habrá muchos que le pidan que les dedique el libro, –dice la mujer, que quizá está barajando la idea de convertirse en su agente, al menos en lo que a los asuntos de firmas en el pueblo se refiere.
–Si, bueno, seguro que...
–Permítame que me presente, –le interrumpe una mujer relativamente joven a su lado– soy Enriqueta Pazos, alcaldesa. Me preguntaba si podríamos organizar una pequeña charla sobre su obra, tal vez una mesa redonda y una sesión de firmas al acabar. El pueblo es pequeño, pero tenemos una Casa de la Cultura que bien podría servirnos para un acto así.

Guillermo no sabe cómo salir de la situación. Al menos tendrá que pasar en el pueblo los dos próximos cursos escolares completos y tal vez más si no le llega el traslado. Comprende que ha cometido un grave error al firmar el libro y no advertir a los presentes de su equivocación. Lo único que puede hacer es ganar tiempo.
–Lo cierto es que acabo de llegar. Aún no he podido instalarme y...
–Por supuesto –dice otro hombre algo mayor que, como todos los demás, parece considerar de buen gusto interrumpir a Guillermo antes de que este se quede sin saber qué decir–. Habrá mucho tiempo para actos oficiales. Sin embargo, Enriqueta –mi esposa– y yo estaremos encantados de invitarle a cenar en nuestra humilde morada en cuanto usted lo considere oportuno.

Guillermo estrecha la mano que se le ofrece mientras su dueño pronuncia su nombre, Anselmo Varela, con notoria jactancia. Supone que debe ser alguien importante en el pueblo, más que su mujer, la alcaldesa, y por primera vez en su vida sonríe a un semejante como de igual a igual.
–Estaré encantado. –dice– Pero ahora, si me lo permiten, he de adquirir un par de cosillas necesarias para mi subsistencia.
–Naturalmente –sentencia Anselmo en nombre de todos–. Pero no olvide nuestra invitación.
–Desde luego que no la olvidaré.

¿Cómo podría olvidarla? Enriqueta lo ha dejado trastornado. Es, sin duda alguna, una mujer muy bella. Sus ojos, de color marrón-verdoso, transmiten una alegría que contrasta con el gris tristón del aire y los edificios del pueblo. Su pelo negro y corto enmarca un rostro de piel muy morena y facciones suaves. Y aunque comienzan a verse algunas pequeñas arrugas en su piel, el conjunto es de una belleza que, sin ser extraordinaria, si sobresale. Sin embargo, no es esto lo que turba a Guillermo. Lo que entrecorta su respiración y altera el flujo sanguíneo es que ella ha mostrado interés por él. No por el escritor que no es, sino por el hombre, que seguramente también resulta ficticio. Será una fantasía o la subida de tensión por el fenomenal embrollo en el que se ha metido, pero está casi seguro de que ella lo ha desnudado con los ojos. Y, lo que es más importante, que le ha gustado lo que ha visto.

II

Esa noche Guillermo no consigue conciliar el sueño. Ni siquiera lo intenta. Sus pensamientos, como jugando en un balancín, lo mismo se entretienen en la mirada de Enriqueta como, al segundo siguiente, retozan en un lodazal de culpa por la madeja de engaño que no ha sabido, podido o querido desenredar.

Pese a que no posee una mente analítica –ni sintética– piensa que debe hacer una lista de ventajas y desventajas de su situación y, en el caso de que los contras superen a los pros, urdir la manera de convertir aquellos en estos. La nómina de los aspectos favorables se acaba pronto: ha conocido a Enriqueta y se ha enamorado de ella. La de los desfavorables es bastante más larga e incluye desde el ridículo más espantoso, sobre todo entre sus alumnos, cuando se descubra la verdad, hasta una denuncia por usurpar la identidad de un escritor famoso y, seguramente, adinerado.

Sin embargo, a medida que la oscuridad va despidiéndose de su vigilia y esta saluda al alba, Guillermo comprende que, por lo que él sabe, Guillermo Ariza –el otro Guillermo Ariza– no ha visitado el pueblo desde hace muchos años, si es que alguna vez ha estado allí. De otra manera, sus vecinos no los habrían confundido. ¿Qué probabilidad hay de que vaya a hacerlo ahora? Seguramente muy pequeña. ¿Por qué no aprovecharse de la fama y la consideración que su nueva personalidad le otorgan?

Así es que, más bien tonta e irreflexivamente, y cuando por fin le va venciendo el sueño, decide estudiar mejor el papel y representarlo.

Se despierta a media mañana, momento en que el sol entra francamente esquinado por una de las ventanas de su habitación, la que no mira al mar ni a la montaña, barriendo su alféizar y un par de dedos del suelo. Haciendo el esfuerzo propio de su edad, se tira de la cama y pega su nariz a la cristalera. Apenas unos metros más allá de los lindes de su casa, las parras son una sábana entre verde y rojiza que cubre un lecho extendido hasta la misma línea del horizonte. Guillermo no suele reparar en esas cosas, pero ahora, enamorado como está, el color de las vides que dan riqueza paisajista y crematística a la región, le parece el más bello del universo entero.

Sin embargo, otros asuntos lo urgen a abandonar la bucólica contemplación del paisaje. Debe hacerse con todos los libros que hubiera escrito su homónimo y estudiar todo lo que pudiera encontrar sobre su personalidad. Si ha de robarle su alma, al menos lo hará con oficio.

Así que, tras un abundante desayuno –Guillermo no es exquisito, pero sí glotón–, el mínimo acicalado personal que la ocasión requiere y un rápido recuento de las tareas que tiene por delante, se pone en la carretera rumbo a la ciudad situada a más de sesenta kilómetros de distancia y que alberga los grandes almacenes donde supone que podrá encontrar las obras completas de Guillermo Ariza. Las suyas.

Atrás deja un pueblo por cuyas calles umbrías ha comenzado a salir el sol y a brillar una esperanza. Todos saben ya que el autor que muchos años atrás los había sacado del anonimato y la penuria y había despertado en todo el país la pasión por sus playas y por sus afrutados caldos, ha decidido regresar e instalarse, quizá para siempre, en la tierra que tanto amó y sobre la que escribió tan bellas y apasionadas palabras.

Y entre todos los vecinos, dos, Enriqueta Pazos y Anselmo Varela, parecen más esperanzados que nadie. Sus negocios e inversiones van de mal en peor y solo un milagro puede librarlos de la ruina económica y política. Parece que el milagro ha llegado y se llama Guillermo Ariza.

Ajeno a las expectativas que su llegada ha despertado, Guillermo pasa las semanas siguientes estudiando a su personaje y tratando de esquivar los solícitos cuidados que le prodigan sus vecinos, pero atento siempre a la posibilidad de tener un encuentro fortuito con Enriqueta. En las ocasiones que esto ocurre, Guillermo hace lo posible por desplegar su plumaje de la forma más ostentosa y grotesca posible. Enriqueta le sigue la corriente, finge estar interesada en las sandeces que le explica y, simultáneamente, se pregunta cómo aquel petimetre podría ayudarla.

El otoño llega y se va y Guillermo, entregado a la ocupación de absorber el espíritu que los libros adquiridos destilan, se aburre cada día más y se vuelve imprudente y descuidado. Lee cada párrafo varias veces para entender lo que el autor esconde entre metáforas, anáforas, paradojas, pleonasmos y perífrasis. Y cuando cree haberlo entendido, no comprende el interés que nadie puede tener en leer aquella prosa pesada y excesiva. A veces intenta emular el estilo del escritor y el resultado resulta siempre decepcionante. Guillermo es de los de llamar al pan, pan y al vino, vino. Para él la baguette, la chapata o las regañadas son ganas de marear la perdiz y perder el tiempo. Y, naturalmente, lo mismo le pasa con la literatura.

De modo que, cuando ha memorizado los cuatro datos básicos sobre la biografía del autor que considera imprescindibles, las anécdotas que le parecen más divertidas y los datos que lo relacionan con el pueblo que le sirve de hogar y en el que debe culminar el engaño, decide que ya está listo para ser presentado en sociedad. Da por sentado que nadie le pedirá que escriba nada más complicado que una dedicatoria e incluso para eso tiene solución. Ha encontrado una página de internet donde se ofrece gratuitamente un amplio catálogo de citas, dedicatorias, felicitaciones y, en general, composiciones breves para cada ocasión y lugar.

De este modo, en su siguiente encuentro con Enriqueta, fija una fecha y una hora para la firma de libros que tendrá lugar, según el acuerdo al que llegan, de allí a tres semanas, justo en la víspera de reyes, en el salón social de la Casa de Cultura. Hasta ahí, todo va bien. A lo que no alcanza su entendimiento es a advertirle de los preparativos que habrían de tener lugar en los días siguientes.

El pueblo, pequeño, pero muy vital culturalmente, tiene emisora de radio, periódico y televisión locales. En todos esos medios, y en algún blog de entusiastas vecinos, es entrevistado Guillermo. Sus compañeros, que no acaban de ver en él al prohombre que, según todos, es, organizan a regañadientes coloquios en clase sobre su obra, cada vez más convencidos de la insalvable distancia que suele separar a la persona del personaje.

Así, de la misma manera que la navidad llega a El Corte Inglés en octubre, la presentación en sociedad de Guillermo comienza mucho antes de que tenga lugar el acto protocolario, apenas unos minutos después de su entrevista con la alcaldesa. Guillermo no imagina las funestas consecuencias que eso tendrá para él.

III

La noticia de la mesa redonda sobre la obra de Guillermo Ariza y posterior firma de ejemplares de sus libros traspasa los límites de lo razonable. La sequía de noticias en tiempo navideño hace que algún periódico de tirada nacional se haga eco en su sección de breves. En internet, varios blogueros locales, amigos y amigos de amigos de dichos cronistas aficionados difunden la noticia, de modo que, a finales de año, y sin haberse convertido en una bomba informativa, quien se ha querido enterar, lo ha conseguido, lo mismo da que viva en el pueblo de al lado –treinta kilómetros al lado– o en una isla del Caribe.

Guillermo, ignorante de todos estos asuntos, se deja querer y solo piensa en la forma de estar un rato a solas con Enriqueta. Y para hacer honor a la verdad, ocasiones no le faltan. Para asegurarse de que todo transcurre al gusto de Guillermo y con cualquier excusa, esta lo visita en casa o en el trabajo, lo invita a comer o cenar, lo agasaja con pastelitos o lo provee de las últimas novedades editoriales. Salvo esto último, todo es de su agrado y le hace su estancia en aquel remoto rincón del planeta tan placentera como se pueda imaginar. Tanto que no es capaz de ver la tragedia cuando esta llama a su puerta.

Y, literalmente, llama el último día del año, cuando está dispuesto para salir a la fiesta que la alcaldesa y su marido organizan en su honor esa nochevieja. Guillermo no espera a nadie, pero se ha acostumbrado a las frecuentes, y no siempre avisadas, visitas de su amada, de modo que cuando suena el timbre acude a abrir sin hacerse preguntas y sin sentir la más mínima preocupación.

Al abrir se encuentra con un rostro desconocido que lo mira fijamente desde unos ojos mortalmente negros. El hombre viste una gabardina algo pasada de moda y un sombrero que jamás lo estuvo. Su rostro cuadrado y curtido no deja ver ninguna emoción. Su voz suena extrañamente melosa cuando pregunta:
–¿Guillermo Ariza?
–Efectivamente. ¿Y usted es...?
–Guillermo Ariza.

Le cuesta unos segundos comprender. Todo ha sido tan fácil, que ha llegado a olvidar que se trata de un engaño. Cuando por fin puede reaccionar, su visita se ha colado hasta la cocina. Hasta allí lo sigue sumiso, sin siquiera acordarse de cerrar la puerta, para ver cómo rebusca en la nevera y saca una cerveza, exhibiendo una sonrisa que lo mismo puede ser angelical que diabólica. O lo que es peor, ambas cosas a la vez. Sin darse cuenta de lo que hace, le ofrece un vaso y un abridor.
–Espero que no le moleste que me haya servido.
–No, por favor, está usted en su casa –Ni siquiera se da cuenta de la ironía que encierra lo que acababa de decir.
–Bien podría usted decirlo.
–Déjeme que le explique...
–No es necesario –Definitivamente, todos parecen disfrutar impidiendo que Guillermo acabe sus frases–. Imagino que todo le habrá venido rodado, usted se llama realmente Guillermo Ariza y al llegar aquí y encontrar el cariño de sus vecinos, le habrá resultado muy difícil resistirse.
–Eso es, pero estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera. Me marcharé del pueblo, me cambiaré de nombre, lo que haga falta, lo que quiera, ya le digo –tiene tanto miedo que está dispuesto a regalarle su alma con tal de mantener intacto su cuerpo.
–Pues lo cierto es que no quiero que haga usted nada. O para ser más preciso, quiero que siga haciendo lo mismo que venía haciendo hasta ahora. No más, pero tampoco menos.
–No lo entiendo.

Guillermo, el auténtico Guillermo, se lleva el vaso a los labios y bebe más de la mitad de su contenido de una sola vez. Mientras lo hace, se apoya en la mesa en la que Guillermo, el falso Guillermo, suele desayunar. Deja la cerveza en la mesa, dirige una mirada panorámica a la estancia y, como parece disgustarle lo que ve, clava la mirada en su anfitrión. Le sonríe de una manera que delata un cansancio infinito y cuando habla, su voz no desmiente a su sonrisa.

–Le confesaré un secreto. Yo no soy el auténtico Guillermo Ariza. De hecho, ni siquiera me llamo así.

Si hasta entonces Guillermo, que hora resulta no ser el falso, sino el auténtico Guillermo, no ha entendido mucho de lo que el otro, el que en realidad no es Guillermo, le dice, ahora su comprensión de los hechos es nula. Hace todo lo que puede por despertarse, pero, a su pesar, debe aceptar que ya está despierto. Aquello es lo más real que le ha pasado en los últimos meses.
–¿Entonces?
–Verá, Guillermo, ¿puedo llamarlo Guillermo? –ni siquiera espera a que le conteste–. Al contrario que a usted, a mí no me interesan la gloria, la fama, la inmortalidad ni ninguna de esas bagatelas mundanas. Lo que a mí me mueve, por lo que estaría dispuesto a matar, es por el dinero.

Guillermo encuentra en la mirada de su interlocutor la confirmación de sus palabras. Si se interpone en su camino, está seguro de que lo matará. Por eso, aunque quiere decir que el vil metal también resulta bastante mundano, opta por callarse y continuar escuchando la explicación que el otro tiene que ofrecerle.
–Guillermo Ariza, el auténtico Guillermo Ariza –¿Pero cuántos auténticos Guillermo Ariza puede haber?– me proporciona el dinero que necesito para llevar la vida que deseo. Sin grandes lujos –y al decir esto, parece señalar su indumentaria, prueba irrefutable que los grandes lujos no van con él–, justo lo preciso: tranquilidad, un techo, alimento y, lo más importante, sin tener que mover un dedo para conseguirlo. No estoy dispuesto a perder eso.
–¿El auténtico Guillermo Ariza?
–Guillermo Ariza era mi compañero de piso de cuando estudiaba en la facultad. Nos hicimos amigos porque los dos éramos especiales.

Pronuncia la palabra especiales arreglándoselas para que lleve un doble acento, en la primera e y en la a, donde corresponde. Sin necesidad de decir nada, Guillermo le pregunta qué quiere decir aquel “especiales”. Su interlocutor escucha la pregunta no formulada y la responde.
–A los dos nos unía una circunstancia. Él quería saber qué pasaba al otro lado de la normalidad y yo vivía allí. ¿Ha leído usted “Los perros, el deseo y la muerte” de Boris Vian?
–No.
–Pues debería. Bástele saber que un día Guillermo salió por la noche, cogió un taxi, degolló al taxista y se dedicó durante un buen rato a perseguir y atropellar a cuanta pareja encontró en su camino. Cuando por fin lo cogieron, había matado a diez personas, once si sumamos al taxista.

Guillermo conviene con su visita que el taxista debe ser incluido en el computo total. Mientras lo hace, abre la nevera y se sirve él también una cerveza, maldiciéndose por no tener algo más fuerte, como etanol absoluto, por ejemplo. El otro continúa con el relato.
–A mi amigo lo condenaron a treinta años de prisión, pero muy pronto dejó bien claro que donde debía estar era en un sanatorio mental, que además tiene la ventaja de no ofrecer permisos penitenciarios. No tenía familia ni otros amigos, excepto yo, de forma que muy pronto comencé a ser su único enlace con el mundo real.

Se detiene, bebe lo que le queda de cerveza y mete la mano en uno de sus bolsillos. Guillermo comprende que ha llegado su hora. Supone que lo que busca es la navaja con la que piensa quitarle el aliento y la última gota de sangre, hasta que recuerda que le ha dicho que lo único que quiere de él es que siga haciendo lo mismo que hasta ese momento. Además, lo que su compañía extrae del bolsillo es una fotografía. Las fotografías pueden ser muchas cosas, pero asesinas no son. Guillermo hace ademán de adelantarse para ver la fotografía, pero el otro no se la muestra. La ha sacado solo para su propio deleite. Así es que Guillermo se queda, por el momento, sin saber si la imagen es de su amigo, de él mismo, de su querida, pero perdida hija, o de alguna isla de los mares del sur donde tiene fijada su residencia. Cuando vuelve a hablar hay dolor y rencor en su voz.
–El mundo entero se olvidó de mi amigo. Encerraron su cuerpo y quemaron su alma. Los médicos que lo atendían hacían lo posible por aliviar su sufrimiento, y a fe mía que lo consiguieron. Hoy Guillermo es un hombre totalmente diferente de lo que fue. No me reconoce, aunque se alegra de verme, y no sabe nada de su existencia anterior salvo cuando escribe.

Por fin está llegando a algo que Guillermo puede entender y encajar en su propia historia.
–Uno de los médicos le propuso como terapia escribir la historia de su vida. A Guillermo le pareció bien, pero hizo dos versiones. Una, insulsa y torpemente escrita, se la dio al médico, la otra, llena de fuerza y poesía me la dio a mí. Yo, ignorando el verdadero valor de lo que tenía entre manos, pero sospechando que podía ser suficiente para proporcionarme un paréntesis de tranquilidad, se la envié a un editor que la publicó bajo el título de “Vida en la Costa de la Muerte” Le suena ¿verdad? Guillermo nació en este pueblo. Y todo lo bueno que le pasó en esta vida le ocurrió aquí. Yo gané una respetable cantidad de dinero con los derechos de la obra que se publicó con el nombre de mi amigo como si fuera mi seudónimo y conseguí un trato preferente en la editorial. Nunca me vería obligado a hacer publicidad de mis libros y mi foto no aparecería jamás en parte alguna. De hecho, nadie en la editorial me conoce. Yo les envío los libros que Guillermo sigue escribiendo y ellos me envían un cheque al apartado de correos que les proporciono.

Guillermo está cada vez más interesado en la historia que le está contando. Se siente fascinado por ambos personajes y por su relación pero, además, una idea está empezando a colarse en su pequeño cerebro.
–Así es que ahora Guillermo sigue escribiendo para mí. Sus historias las compone en sus pequeños intervalos diarios de lucidez. Cuando voy a visitarlo, hablamos de sus recuerdos, de su estancia en el sanatorio, de cómo va su libro, del dinero que ganará cuando se lo publiquen, de lo que hará cuando salga de allí y, si ha terminado algún texto, me lo entrega, yo lo envío a la editorial, cobro y hago lo que más me gusta hacer: nada. Comprenderá que no quiera alterar el orden natural de las cosas.
–Comprendo, claro que lo comprendo.
–Y ahora, usted puede ser mi tapadera perfecta. Usted puede ser la cara de Guillermo Ariza mientras yo soy su tesorero. Naturalmente, estoy dispuesto a pagarle un porcentaje de mis beneficios. Y, por supuesto, puede negarse, pero debe saber que aprecio mucho mi estilo de vida y me enfadaría mucho si algo lo trastocara.
–Lo que es por mí, no debe tener usted ninguna inquietud. Nada será trastocado. –En realidad, lo que Guillermo está pensando alteraría por completo el orden natural de las cosas tal como lo concibe el hombre que se sienta frente a él–. ¿Quiere usted algo para picar? ¿Otra cerveza?
–No gracias. Si ha quedado todo claro entre nosotros, mi permanencia aquí resulta ociosa. Además, me ha dado la impresión de que estaba usted preparándose para salir. Déjenos en buen lugar. Recuerde que ahora defiende usted el buen nombre de tres Guillermo Ariza.
–Lo haré, no se preocupe.

Ambos salen de la cocina, primero la visita y detrás Guillermo que aún lleva la botella medio llena –o medio vacía, según– en la mano.

En cuanto enfilan el largo y oscuro pasillo, Guillermo estrella la botella en la cabeza del otro. Tiene la sangre fría de sonreír levemente al fijarse en la marca de la cerveza: “Estrella de Galicia”.

La botella no se parte y le da la oportunidad de estampársela varias veces más antes de que el impostor caiga al suelo semiinconsciente. Aprovechando su posición ventajosa, Guillermo corre a la cocina y, para asegurarse de rematar correctamente la faena, toma un cuchillo cebollero y asesta varias puñaladas en el cuerpo de su víctima, hasta que esta deja definitivamente de moverse y un manantial de sangre negra y caliente comienza a brotar de su corazón.

Mientras el falso Guillermo le contaba la historia del verdadero Guillermo, comprende que lo que este hace, muy bien puede hacerlo él. No sabe dónde está ingresado el auténtico escritor, pero la fotografía, que ha podido mirar de reojo mientras el otro hablaba, está tomada a la entrada de un sanatorio que Guillermo supone debe ser el que recluye al escritor.

Por otro lado, nadie en la editorial conoce a Guillermo Ariza, ni al auténtico, ni al falso. Bastará con visitar al pobre enfermo una vez al mes, convencerlo de que es su amigo de juventud, abrir un apartado de correos y recibir un cheque cada vez que su nuevo amigo escriba un libro.

En estas se encuentra cuando de pronto siente un golpe seco que resuena en su bóveda craneal y una sensación húmeda que se desliza desde su nuca hacia la espalda. El siguiente golpe no es ni seco ni húmedo. El tercero, y los siguientes, no llega a sentirlos.

IV

Un par de semanas más tarde, alguien se persona en el sanatorio en el que está recluido Guillermo Ariza. Al salir, lleva bajo el brazo una carpeta que contiene el manuscrito de su última novela. En el libro de visitas firma como Enriqueta Ariza.

José Ignacio Sendón García, España © 2021

nachosendon@gmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2002

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