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Paramnesia

I

¡Estoy tan lejos de casa! Hasta ayer mismo tenía una vida, amigos, trabajo. Hoy no queda nada de la persona que fui. No sé dónde estoy, ni quién soy. Todo el mundo me trata con amabilidad. Me aseguran que no debo preocuparme, pero, si eso fuera cierto, ¿para qué decírmelo?

Una mujer vestida con bata blanca, que no ha dejado de sonreír desde que la he conocido, me ha pedido que ponga por escrito todo lo que recuerde de mi vida anterior y no encaje con la actual. El problema es que yo no tengo ni idea de cómo es esa vida. Apenas he salido de la habitación en la que me he despertado esta mañana. Desde luego, no se parece en nada a la mía. Empezaré por ahí.

Vivo —vivía— solo en una casa de campo en la montaña. Un pequeño chalé heredado de mis padres con un par de naranjos y otras tantas palmeras enanas. No cabe nada más. El pueblo más cercano está a diez minutos en coche. La capital, a algo más de una hora. Trabajo en un supermercado del que soy el encargado. No gano un gran sueldo, pero, como me suele decir Conchita, ¿para qué quiero más si no tengo esposa ni hijos? Y tiene razón. Ella está casada y tiene tres niños. Es la carnicera del súper. Su marido, electricista en la central. Y con lo que ganan entre los dos apenas llegan a fin de mes. Hace cuatro años que no se van de vacaciones y el último viaje que hicieron los cinco fue gracias a un pequeño premio que ganaron en la lotería de navidad.

Pero me estoy desviando. Quería decir que mi casa es bastante pequeña, pero suficiente para mí. Mi habitación solo tiene una cama, una mesilla a su lado, un ropero enfrente y una ventana desde la que puedo ver mis naranjos. Cuando llega marzo y aparecen las primeras flores de azahar, mi cuarto se empapa de su perfume y es como si la primavera tratara de enamorarme. Y lo consigue. Los domingos puedo ver amanecer desde la cama. El resto de los días, la salida del sol me coge yendo a trabajar, levantando la persiana del súper o atendiendo a los clientes más madrugadores. Pero los domingos, sobre todo los de primavera, soy un hombre enamorado que huelga en la cama posponiendo el momento de separarse de su amada. Esa es —era— mi vida.

Esta mañana me he despertado en una cama enorme con sábanas de seda o algo que se le parece. A mi lado yacía una mujer algo más joven que yo y casi tan bella como la primavera, pero, sin duda, más tangible. Cuando le he preguntado quién es me ha mirado como si estuviera loco.

Los sábados suelo salir a cenar con mi gente. Normalmente tomamos una cerveza antes, un par de vasos de vino con la cena y una o dos copas después. Esas noches, prefiero no conducir y me quedo a dormir en casa de un amigo. Tal vez anoche bebí algo más de la cuenta, perdí la conciencia y me llevaron a un hotel. Todo debe ser una broma. La mujer que está a mi lado incluida.

Pero ella insiste en que es mi esposa. Eso es imposible. Yo no estoy casado. Además, reconocería a mi mujer si la tuviera. Pero, lo cierto es que no tiene aspecto de prostituta. Tampoco parece alguien del pueblo. Y no puede ser clienta del súper. La habría visto antes y me habría fijado en ella. ¡Y parece tan inquieta! Es la primera que me dice que no me preocupe, lo que me intranquiliza mucho más. Coge el móvil de la mesilla que hay a su lado de la cama —al otro, el mío, hay una réplica idéntica de ambos objetos— y hace una llamada que dura apenas unos segundos. Después, intenta situarme. Según me dice, soy ingeniero nuclear y director de la central. Llevamos casados cinco años. Tenemos dos hijos, una parejita. Me enseña fotos en el móvil. En algunas de ellas aparezco yo, en otras no. En casi todas sale mi casa, que resulta ser una mansión en la que cabría entero mi pueblo. Como está tomada desde diferentes ángulos, me fijo en la terraza de la primera planta, la de mi habitación, y observo que rodea la casa entera de modo que ofrece vistas a los cuatro puntos cardinales. El problema es que ninguno de ellos me resulta familiar. En ninguno de ellos están mis naranjos. Al sur veo una playa que no parece tener principio ni fin; al este, otras mansiones como la mía; al norte, una autopista tan infinita como la playa; y al oeste, un calco de lo que veo al este: jardines, campos de golf, casas descomunales, terrazas imposibles y propietarios que se parecen a mí y a mi esposa, o lo que sea.

Esta nueva realidad, o realidad alternativa o como queramos llamarla, me está golpeando duro. Estoy a punto de tambalearme emocionalmente. Necesito sentarme. En mi habitación hay mucho más que una cama y un armario desvencijado. Entre otros muebles de los que ignoro el nombre y no sería capaz de describir, hay un sofá que en mi vida anterior no necesitaría, pero que ahora es justo lo que me urge. Me siento y mi mujer lo hace a mi lado. Me acaricia el pelo y debo reconocer que su gesto me agrada. No resulta amable. Es más bien amoroso. Pero tampoco como podría ser la caricia de una madre. Sin llegar a ser sensual, es estimulante. La miro y siento el impulso de besarla. Pero me contengo. Sería hacerlo con una desconocida. Sin embargo, ella, que parece leer mis pensamientos, posa suavemente sus labios sobre los míos, se retira unos centímetros, me mira fijo a los ojos y me susurra “todo va salir bien”. Pero ¿cómo podría ser eso cierto? Sigo sin entender nada de lo que está pasando. Solo quiero que me devuelvan mi vida.

II

La mujer de la bata blanca es psiquiatra. Me explica pacientemente que sufro una enfermedad mental, desajuste lo llama ella, denominado paramnesia. Seguramente es el fruto del estrés de mi trabajo. Mi mente ha elaborado unos recuerdos falsos; delirios que han sustituido a los auténticos. Mi vida real es esta, mi trabajo es ser director de la central, mi casa fantástica es la de las fotos, mi esposa es la mujer ideal que se despertó a mi lado, mis hijos son el niño y la niña que aún no he visto más que en el móvil y tengo dos perros, macho y hembra. ¡Con lo que a mí me gustan los gatos! ¿O eso también lo he inventado? No sé qué pensar, pero ¿qué puedo hacer? No veo manera de recuperar mi vida anterior, falsa o real, porque no encuentro el camino de vuelta. Y aquí todo el mundo se esfuerza por hacerme el reingreso, así lo llama la psiquiatra, más sencillo. Me dice que cuando haya descansado unas semanas los recuerdos falsos irán dejando paso a los auténticos. Y que no me preocupe. Trato de hacerle caso a ella y a todas las personas que voy conociendo, o reconociendo, y que me repiten el mismo mantra: no debo preocuparme por nada. Todo va a salir bien.

No es difícil vivir en esta realidad. Cada cosa parece diseñada para mi deleite. O para el de cualquiera. Echo de menos los naranjos, pero ¡ya ves! Si se lo pidiera, mi jardinero llenaría el jardín de naranjos de la China. Pero eso no serviría de nada. Yo quiero que la primavera entre por la ventana de mi habitación en marzo. En esta casa siempre hay una habitación en la que es primavera. Pero nunca es la mía.

Mi mujer se desvive por atenderme. Me ha dicho que el sexo llegará cuando esté preparado. Yo ya estoy preparado para el sexo. Para lo que no estoy preparado es para el amor. No sé cómo enamorarme de ella. Cuando se lo digo a mi psiquiatra, me dice que no me preocupe, que todo llegará. Empiezo a creer que eso no es verdad, que me acostumbraré a esta vida sí, pero nunca llegará a ser la mía. Será la de otro al que se la he robado. O quizá él me ha robado la mía. ¿Cómo se sentirá? ¿Sabrá llevar las cuentas del súper? ¿De qué hablará con Conchita? Supongo que todo será tan extraño para él como lo es para mí.

Se lo digo a mi psiquiatra y se pone muy seria para decirme que no debo pensar esas cosas, que no hay ningún otro, que solo existo yo y mi realidad actual. Y que no me preocupe.

III

Hoy he ido a la central. No me voy a incorporar todavía. Me han dicho que me lo tome con calma, que busque en mi interior. Me dan carpetas con informes, resultados de inspecciones, hojas de cálculo. No entiendo nada. Debo ir familiarizándome con todos esos legajos. Alguien me dice sonriendo que tampoco pasaría nada si no llego a recuperar mis recuerdos mientras sea capaz de imitar mi antigua firma. No le entiendo, pero le sonrío para hacerle ver que estoy de su parte. Sea la que sea.

Cuando llego a casa, mi mujer me coge las carpetas y me dice que no piense en eso ahora, que ya llegará el momento. Y me anuncia que mi madre ha venido a vernos. ¡Esto sí que es grande! Mi madre murió hace seis años. Bueno, la mía no, la de mis delirios, la de los recuerdos falsos.

Por un instante me rebelo contra esa idea. Puede que todo haya sido falso, pero ¿mi madre?

¿Cómo va a serlo ella? ¿Como lo sería su larga agonía, su anunciado fallecimiento que nos dejó a todos los que la conocimos huérfanos, aunque solo yo fuera su hijo? Pero esa contumacia solo me dura hasta que me presentan a la que, según todos, me ha dado la vida. Parece una buena mujer. Seguro que es madre de alguien. Probablemente la mía. Y no me dice que no me preocupe. Me estrecha entre sus brazos y parece sincera. Yo respondo a su abrazo, pero pienso en la otra, en la que ya no está. Y por un momento, dejo de ser huérfano y todo parece estar en su sitio. Pero el instante pasa y sigo siendo un extraño de mí mismo. No me reconozco. Y comprendo que nunca lo haré. Que siempre voy a vivir dos vidas. Mi psiquiatra me insinúa que no pasa nada si me acostumbro a la nueva sin haber perdido del todo los recuerdos de la otra. Me asegura que, antes o después, sentiré por mi esposa el mismo amor que ella siente por mí. Que aprenderé a disfrutar de mis lujos, de mis amigos, de mi terraza y sus vistas, de mis perros. Incluso de mis hijos. No le llevo la contraria. Quiero creer que es cierto lo que dice.

IV

Han pasado dos años desde que llegué. O desde que me aparecí. No sé cómo decirlo. Sigo con mis recuerdos. Sigo extraño, pero ya no lo parezco. Me río con mis amigos. Disfruto de mi casa. Hago regularmente el amor con mi mujer. Hace seis meses, llegamos incluso a pensar que se había quedado embarazada. Falsa alarma. Mi nuevo yo supo combinar las suficientes dosis de decepción y alivio como para resultar creíble. Mi antiguo yo estaba horrorizado con la idea de traer a este mundo otro niño al que, quizá, no podría reconocer.

En el trabajo, me pasan a la firma cientos de documentos cada día. Yo no entiendo lo que dicen, pero eso no afecta ni a mi rendimiento, ni a mis emolumentos, que multiplican por quince el sueldo que ganaba —o no ganaba— como encargado del súper. Apenas salgo de mi despacho. Solo trato con mi secretaría y las personas que me recibieron el primer día.

Llevo una vida sin sobresaltos, sin altibajos, predecible. Cada tarde, mi mujer y yo sacamos a los perros para que les dé el aire. Avanzamos cogidos del brazo por el bulevar de la playa contemplando el atardecer que cubre de naranja el cielo a nuestra espalda. Hoy, otra pareja pasea también como nosotros. Pero hay algo distinto en ellos. La mujer lleva la cabeza gacha, le cuesta caminar. Su marido la sujeta como si se fuera a caer. Vienen a nuestro encuentro y, justo unos pasos antes de que nos crucemos, ella levanta la cabeza y puedo ver su cara. Es Conchita, Intento pararme. Ella también. Pero ninguno de los dos consigue articular palabra. Mi mujer y su marido tiran de nosotros y de nuestros perros idénticos. Sin embargo, no pueden evitar que nos volvamos y que cada uno de nosotros vea brillar las lágrimas en los ojos del otro.

Epílogo

El desafortunado accidente del director de la central y la responsable del departamento de desarrollo y, sobre todo, las delicadas circunstancias en que tuvo lugar, nos han obligado a acelerar la puesta en marcha del programa de reemplazo de memoria.

En términos generales, podemos hablar de éxito parcial. Tanto las parejas de los dos fallecidos, como su entorno más cercano han asimilado la sustitución sin mayores dificultades. Naturalmente, en ellos el implante ha sido menos costoso puesto que en sus recuerdos solo ha sido necesario modificar el aspecto físico de sus seres queridos. Sin embargo, en los sujetos principales el resultado ha sido francamente decepcionante. No solo ambos conservan sus recuerdos anteriores, sino que se resisten a aceptar sus nuevas personalidades. La sustitución total de la memoria está resultando mucho más compleja en la práctica que en el papel. Y el último experimento, llevado a cabo en la tarde de ayer, consistente en hacer que los sustitutos volvieran a encontrarse fugazmente, ha demostrado que la técnica de reemplazo completo de recuerdos está muy lejos de ser eficaz.

El departamento que dirijo se plantea introducir cambios en los algoritmos que permitan mejorar los resultados y, eventualmente, proceder a una nueva sustitución y eliminación de las piezas defectuosas. Si estas fueran aprobadas, los candidatos han sido ya elegidos. Solo queda el visto bueno de su departamento y la liberación de los fondos necesarios detallados en la memoria económica que se incluye en informe aparte.

Atentamente.

Flora Santos. Directora del departamento de psiquiatría.

José Ignacio Sendón García, España © 2024

nachosendon@gmail.com

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024

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