La deuda con el banco me tenía con los nervios trastornados (hace un par de días me había llegado la penúltima notificación de embargo). Afligida, con una terrible jaqueca taladrándome las sienes, le imploraba al Altísimo venir en mi auxilio, pronto. Por las noches, en mi cama, victima de un insomnio irritante, me aventuraba en ideas que me ayudaran a conseguir el maldito dinero.
Sin embargo, eso no era todo. Para colmo, como para rematar mi molestia, el parque Bolívar (el que está justo frente a mi casa) se había convertido en un nido de encuentros lujuriosos. Cada tarde, parejitas presurosas de amor se sumergían en los jardines, se ocultaban en los refugios más impensados y daban inicio a sus malabares amatorios.
Yo renegaba nada más con verlos entrar, más de una vez reproché su comportamiento, incluso con frases subidas de tono, pero éstas no surtían efecto. Los muy bestias evadían mis palabras sin descaro. La calentura les tapaba los oídos.
Angustiada por semejante ola de libertinaje, no tuve mejor idea que contarle al Padre Ricardo Pérez Luna y a mi amiga Panchita Fernández los pecados que se cometían ahí dentro. Prometieron ayudarme. Panchita era íntima del alcalde y podía hacer algo.
Con sus influencias y mis reproches logramos que se enrejara el parque.
Triunfante, me acodaba en el alféizar de la ventana, en el segundo piso, y miraba como aquellos seres repudiables se alejaban, decepcionados, tristes. Sin embargo, la calma duró apenas una semana. Los calenturientos cortaron las rejas y volvieron a las andadas. Ahora eran más que antes, tantos que a todas horas estaba lleno. Para colmo, los policías se habían cansado de mis llamadas telefónicas y la última notificación de embargo me daba dos semanas como máximo para honrar mis deudas.
¿Qué puede impulsar a una mujer laica a cometer tan abominable acción? Muy simple, la necesidad. Confieso que en un primer momento me sentí sucia, indigna, coludida con el cachudo, incapaz de mirar al Todopoderoso de frente. Sin embargo, a pesar de mi actitud hasta entonces moralista, confieso que la idea me iba ganando. Aquella era una idea brillante. ¿Debía desperdiciarla?
¿Y por qué no? –pensé–. No me impulsaba la ambición ni la codicia, lo mío era algo menos mundano. Incluso, para darme ánimos y justificar mi mal proceder, cavilé en que a lo mejor era el mismísimo Creador quien me obsequiaba esa idea. ¡Qué diablos! dije, ya totalmente vencida ¡Vivir es sobrevivir! Mi precaria situación requería de una decisión audaz. Además, para apaciguar mis cargos de conciencia, me prometí que apenas cancelase la deuda con el banco abandonaría aquella acción perniciosa.
Esa misma tarde arreglé las habitaciones del primer y segundo piso. Puertas numeradas, mesitas de noche, camas y colchones nuevos. Toscos volantes fotocopiados en la esquina. Repartí la publicidad en la puerta de ese nido de amores sibilinos: “Muchachos, si quieren algo más privado y cómodo los espero al frente”, señalaba la casa, espetaba una sonrisa cómplice y me lanzaba sobre el próximo. El rumor corrió como río de marzo, los clientes fueron llegando de a pocos. Me convertí en el hotelito más popular (en realidad, el único) y caleta de la zona. La tía Julia, me decían. El precio era cómodo y el servicio era de primera. No sólo mocosos asediaban mi negocio. Jóvenes, adultos y hasta viejos merodeaban en la esquina.
Con las pingües ganancias pagué mi deuda al banco y me libré del embargo. Juro por lo más sagrado que poseo que pensaba abandonar el negocio ahora que mi situación estaba mucho más estable; sin embargo, una idea perversa había echado raíces en mi alma ¡Oh Dios! ¡Somos tan débiles! Viendo que la demanda de los parroquianos iba en aumento, mandé levantar el tercer piso. ¿Qué pasaba conmigo? El deseo de poseer más me gobernaba, era una sed insaciable. El padre Pérez Luna, indignado, me prohibió pasar a la iglesia, me dijo que Dios me quería lejos de su templo.
Una tarde cualquiera, un cliente habitual se acercó a mi oficina y luego de una charla jovial y vacía, me dijo: “…lo que aquí hace falta, doña, es trago. Un barcito sería estupendo”. La idea no me dejó dormir esa noche. ¿Y por qué no? me dije. Contraté un equipo de carpinteros para que construyeran la barra, vitrinas, mesas, sillas y todo lo necesario. Instalé el bar en el sótano. Por supuesto, el éxito tampoco se hizo esperar. En todo Mariano Melgar corría la voz, los comensales empezaron a llegar de otras partes, del Cercado, de Miraflores, de Selva Alegre, de Socabaya, en fin... Nadaba en dinero pero no me sentía satisfecha. Ambiciosa, compré la casa de al lado y comencé a construir más habitaciones.
Por las noches mis cargos de conciencia me arrinconaban, le pedía perdón al Altísimo por mis deslices, más al ver que esto no surtía efecto, comencé a guardar una botella de whisky bajo la cama para soslayar mis pecados.
Panchita me quitó el saludo y me entabló varios juicios. Sin embargo, los señores jueces, que también eran mis clientes, pusieron a dormir los papeles. A la tía Julia no la paraba nadie.
Con los días nos surgió la competencia, copias sinvergüenzas de mi negocio (necios de siempre que tienen las neuronas lisiadas), pero la fama era nuestra, nuestras chicas eran las mejores, de lejos. Esthercita desparecía de la ciudad por unos días y volvía con chicas de impresionantes grupas que eran el deleite de nuestros clientes. El lugar paraba repleto, yo tenía millones en la cuenta bancaria, pero quería más.
La fama de “La Tía Julia” era tal que el señor alcalde una noche nos honró con su presencia, pidió una reunión privada, dijo que no nos preocupáramos por los gastos, debía cuidar su imagen de impoluto frente al pueblo. Yo acepté gustosa todas sus exigencias. Brindó a la salud de las niñas e invitó varias rondas de tragos. Se encerró con cuatro chicas diferentes, era un toro de lidia. Al salir me dijo que no me preocupara, que la municipalidad estaba de mi lado. Me felicitaba por mi visionario emprendimiento, por mi audacia y dejó dicho que volvería cada quince días. Yo le prometí las mejores atenciones y así fue. Esthercita continuaba reclutando damitas. A esas alturas las amenazas de los vecinos me tenían sin cuidado.
Casi un año después, año electoral, el señor alcalde me ofreció hacerme parte de su lista de regidores a cambio de mi incondicional apoyo pecuniario a la campaña, “…así se manejan estas cosas, Julita, tú sabes como funciona el mundo”. ¿Y por que no? me dije, emocionada, saboreando desde ya mi futuro cargo.
Ahora que espero el desenlace de la campaña, me asaltan dudas y temores antiguos. Mis cargos de conciencia me arrinconan cada cierto tiempo, el whisky ya no surte efecto. Sin embargo, para paliar este tormento he puesto en práctica nuevas argucias que me engañen a mí misma. Cada fin de mes ofrendo de manera anónima una buena cantidad de billetes a la parroquia.
El Padre Pérez Luna, feliz de la vida, ha hecho muchas mejoras en la iglesia. Todos los días, sin saber que soy yo por quien reza, ruega a los santos interceder por mi alma caritativa, les pide que me reserven un cómodo lugar en el cielo.
David E. Cabana Huanqui, Perú © 2013
Jhan_ovi2@hotmail.com
David Cabana Huanqui, peruano, es licenciado en educación, estudiante de Derecho, melómano y aficionado a la literatura, especialmente en cuento y novela. Admirador de la obra de Vargas Llosa, Sábato, Ribeyro, Oswaldo Reynoso, López Albújar, etc. Gusta del buen rock y la trova. Escribe desde la adolescencia, pero recién este año se ha animado a presentar su obra y espera tener éxito.
Lo que el autor nos dijo sobre su cuento:
El cuento “Las malas acciones” nos muestra la transformación de una mujer honesta que, en su afán de conseguir dinero para honrar una deuda, muta en un ser inescrupuloso. Gobernada por la ambición de poseer más dinero, dedicará todos sus esfuerzos a erigir un negocio ilegal que le otorgará onerosos ingresos y poderosas amistades.
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