–Vámonos, José, vámonos. Aquí jamás seremos felices.
–¿A dónde? –preguntaba yo.
–A donde sea. A Europa, sí. A Italia. Ahí estaremos a salvo de todos.
Kike y yo ya estábamos hartos de llevar una vida de apariencias. En el colegio yo simulaba ser el macho brusco que todos admiran y Kike era el capitán del equipo de fútbol, pero en el fondo de nuestro ser, no podíamos contener más esa energía, ese espíritu libre y deseoso de amor. Moría por Kike y Kike moría por mí. ¿Podía haber algo más importante?
Cada tarde, al salir del colegio, enrumbábamos con la patota al billar del gordo Manolo. Dos horas de juego para desestresar el cuerpo y tres cervezas para despejar la mente. Yo me servía dosis muy pequeñas, el trago me llegaba rápido y temía despertar comportamientos “indebidos” frente a mis camaradas.
A eso de las cinco, la patota se deshacía, cada quien tomada su rumbo hasta la mañana siguiente. Kike y yo aprovechábamos las primeras sombras para dirigirnos al parque Bolívar. Ahí liberábamos nuestra verdadera esencia, nos ofrecíamos caricias mutuas. Abrazos, besos y manoseos. Cuando la noche obligaba a la ciudad a encender los primeros faroles, nos despedíamos con un beso y una promesa. Mientras aguardaba a que Brígida abriera la puerta de mi casa, yo me preguntaba cuánto podría durar esto.
Un día de esos, al salir de las duchas, Kike se me acercó con rostro serio y me dijo: “José, quiero hablar contigo”. Su petición apagó mi alegría. Una oscura sensación me hacía presagiar lo que sucedería. Me encaró sin contemplaciones.
–¿Crees qué no me he dado cuenta de lo que haces en el baño?
Tragué saliva. Me había descubierto, el miedo me consumía a pedazos.
–¡De qué hablas, huevón! –espeté exaltado, recordando aquella frase que dice que la mejor defensa es el ataque–. ¡Sé claro, a mí no me vengas con vainas!
–¡Eres un marica! Me he dado cuenta cómo se la miras al Loco Pinto.
Estaba acorralado. Tenía deseos de huir, de correr y no detenerme por años, como Forrest Gump. Kike, el macho de machos, capitán del equipo de fútbol, me tenía en sus manos.
–¡Y qué! –grité. Ahora todo estaba perdido– ¿Te jode?
–No.
–¿Entonces? –Kike bajó la mirada, como quien esconde su vergüenza.
–Es que… me dan celos.
Cada vez que nos reuníamos en el parque Bolívar los transeúntes nos lanzaban miradas de odio. No faltaba algún viejo que lanzara un escupitajo al piso y nos mentara la madre. Incluso, en cierta ocasión, una vieja vesánica nos corrió a gritos “Cochinos, cochinos. Pecadores, pecadores. Diosito los va castigar”. Nos exigía corregir nuestro error. Nosotros reíamos a la carrera, vieja loca. Como si fuese cuestión de ajustar unos cables y ya. La gente es muy necia a veces.
Ya nos habíamos acostumbrado al rechazo, hacíamos oídos sordos a la necedad de la gente. Pero lo que sucedió esa tarde jamás lo vi venir. Debí ser más cuidadoso. Estábamos recostados a la sombra de un frondoso ciprés con forma de gallo, una deliciosa lucha de labios y lenguas. Felices. Adormecidos. Entonces alzo el rostro en busca de aire fresco y me topo con el rostro de Guillermo, uno de los más patanes de la clase. Está al otro lado de la acera, tiene una sonrisa nerviosa, su enamorada lo arrastra de la mano. La sangre se me congela, el rostro se me pone pálido. Él le comenta algo al oído, ella mira en dirección nuestra y ríe. Se van corriendo.
“Nos jodimos, nos jodimos. Todos se enterarán con ese viperino”, dice Kike. Nos ponemos a discutir, una vez más, sobre lo mismo…
Cada sábado por la noche, aprovechando la intensa vida social de sus padres, tío Orlando se metía en su cama.
Faltaban apenas dos semanas para acabar el colegio y cada día era una prolongación de nuestra agonía. Cada mañana buscaba a Guillermo y con una dura mirada le recordaba que mi amenaza iba en serio. En el fondo yo sabía que su silencio no iba a durar mucho y tenía que preparar una puerta de emergencia.
Llegamos al último día de clases, el Gato Enriquez nos preparó una pichanga de despedida. Kike acababa de meter un golazo y todos lo abrazábamos con euforia. Cuando el círculo se deshizo, me acerqué a su oído y muy confidencial le dije: “Kike, el domingo nos vamos”. “¿A dónde?”. “No sé, ¿acaso eso importa?”. Sonreímos. Comprendí que nuestras vidas no consistían en planes de corto y mediano plazo, lo nuestro era la aventura. Quedó primero absorto y luego feliz.
Jugó con un ímpetu que no le conocía.
David E. Cabana Huanqui, Perú © 2013
jhan_ovi2@hotmail.com
David Cabana Huanqui, peruano, es licenciado en educación, estudiante de Derecho, melómano y aficionado a la literatura, especialmente en cuento y novela. Admirador de la obra de Vargas Llosa, Sábato, Ribeyro, Oswaldo Reynoso, Lopez Albujar, etc. Gusta del buen rock y la trova. Escribe desde la adolescencia, pero recién este año se ha animado a presentar su obra y espera tener éxito.
Lo que el autor nos dijo sobre su cuento:
El cuento “El domingo nos vamos” pretende mostrar las dificultades que atraviesa una joven
pareja homosexual que intenta vivir su amor en una sociedad prejuiciosa y machista. Las
puertas de la libertad parecen cerrarse para estos personajes, no quedándoles más alternativa
que la fuga, la búsqueda de nuevos senderos con la esperanza de hallar un rincón donde ser
felices.
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