Empezó a llover en cuanto llegó a la autovía. La lluvia se fue haciendo más intensa conforme avanzaba por la carretera, con poca circulación a aquellas horas de la mañana. Salió temprano, pues quería hacer unas cuantas fotografías por el pueblo en tanto amanecía.
Conectó la radio. Noticias insustanciales. Risas y bromas que siempre le sonaban a artificiales. La apagó. Tampoco tenía ganas de oír música. Condujo en silencio fijándose en lo que hacía, sobre todo en no exceder, ni por la mínima, la velocidad marcada en las señales puestas a derecha e izquierda de la autovía. No hacía mucho, y por eso mismo, por la mínima, captado por el radar, le habían puesto una multa que consideró injusta, y que lo retrotrajo a Sócrates, ni más ni menos.
–Las leyes están para cumplirlas. Al exceder la velocidad, por poco o por mucho, las has infringido. Escuece, pero no tienes razón al quejarte.
Pagó la multa, y se juró que nunca más le volvería a suceder. Estuvo muy atento a las señales de la carretera, y a su cuentakilómetros. En ningún momento rebasó la velocidad estipulada. Fueron muchos los coches que lo adelantaron a él.
Dejó de llover a los pocos minutos. Llegado al pueblo sin incidentes, aparcó, cogió la cámara, se abrigó –hacía fresco–, y se lanzó por las calles en busca de alguna que diera a las lejanas montañas. No tardó en descubrirla. Se entretuvo entonces en encuadrar árboles y farolas, el naciente sol y el esbelto campanario del pueblo. Luego, todavía con suficiente tiempo, se dirigió a la casa de una mujer, fallecida hacía muchos años, que le daba la comida y la cena cuando su madre estaba ocupada. Se llamaba María, y se apodaba la Gibosa. Tenía una fotografía de ella. Recordaba que la mujer, muy bajita, sempiternamente vestida de negro, tenía una puntiaguda joroba. De pequeño, cuando la conoció, le intrigaba aquella protuberancia.
–Seguro –se repitió en más de una ocasión mirándola atentamente– que en la escuela se burlaban de ella.
Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para atreverse a preguntarle cómo se había hecho eso.
–Me caí por la escalera – le explicó ella de mala gana un lejano día.
María no tenía luz eléctrica en su casa. De una pared pendía un candil negro. De una de sus esquinas sobresalía una requemada mecha. Bajo ese candil, junto a la ventana que daba a la estrecha calle, María le daba la comida o la cena cuando su madre estaba ocupada. Antes de hacerlo, en cuanto oía su vocecita llamándola por la escalera, María renegaba y protestaba. Luego se sentaba ante él, y, llena de paciencia, le iba dando cucharada tras cucharada.
Siempre que iba al pueblo pasaba por aquella casa, en ruinas ahora, tapiada. La ventana era un agujero negro sin nada que lo cerrara. Le hubiera gustado averiguar si todavía pendía el candil de la pared, sobre la pequeña mesa de madera donde María le daba la comida.
Varias veces se había propuesto fotografiar la puerta de la casa. Era una fotografía que juzgaba absurda, y que no decía absolutamente nada. Volvió a encuadrarla, pero no apretó el disparador.
Dejó de ver a María cuando se fue del pueblo siendo un niño todavía. La recordaba a través del tiempo por una vieja fotografía. Era en blanco y negro, por supuesto. Estaban él y su madre ante las andas de la Virgen del Niño Perdido, en la iglesia. Fue durante la fiesta de la coronación de la Virgen. María se halla en un extremo de la foto con expresión de no saber si debía estar allí o no, como si estuviera mirando por una ventana, y de un momento a otro la fueran a tildar de cotilla o de meterse donde no le importa. En las manos, recogidas sobre el regazo, lleva un breviario, medio envuelto en un pañuelo con puntillas. Lo aprieta con fuerza.
María no se casó. No tenía hijos ni parientes, al parecer. Las veces que preguntó por ella, nadie le supo dar razones. También su paseo por el cementerio fue inútil: había mucha tumba sin nombre, sin ni siquiera una cruz o una lápida. Y, además, nunca supo su apellido. Dejó de indagar, y se centró en su recuerdo, que se fue extendiendo, como la onda en un pequeño charco. No había mucho que recordar.
Una pequeña mesa renegrida, ante la cual se sentaban; el candil, que vio encendido alguna vez, y la entrevista cama, en un cuarto de reducidas dimensiones. Un día estaba apartada la cortina que cerraba el cuartucho, y vio la cama deshecha.
–María –le preguntó venciendo su timidez– ¿y tú cómo duermes?
–¿Cómo voy a dormir? –le respondió ella nerviosa–. Pues durmiendo.
Era una pregunta que, aparentemente, no tenía sentido. No insistió. Le daba vergüenza hacerlo. Recurrió a su madre. Esta, una y otra vez, noche tras noche, le decía que durmiera de memoria.
–¿Y eso qué es? –preguntó temiendo que le hiciera aprenderse otra tabla de multiplicar antes de dormirse.
–Durmiendo boca arriba –le explicó su madre–. Así todo el cuerpo se extiende y descansa. Si duermes de lado, puedes ponerte malo porque aprietas los pulmones o el corazón. Y entonces se malforman y vienen las enfermedades.
–¿Entonces –preguntó él– María está mala?
–¿Por qué tiene que estar mala? –le preguntó su madre a su vez sin entender la lógica de su hijo.
–Porque ella –le explicó– no puede dormir de memoria. La chepa le termina en punta.
–¡Anda! –exclamó su madre apagando la tísica luz–. No digas tonterías y duérmete.
Nunca entendió por qué su pregunta era una tontería. Si dormía de memoria igual luego no se podía levantar. Durante un tiempo observó a María con verdadera atención. Aprovechó un día que parecía que estaba de buen humor.
–María –le dijo entre cucharada y cucharada de arroz– ¿Tú estás mala?
–No, hijo –le respondió–. Por ahora no. Y quiera Dios que siga así durante mucho tiempo.
–Entonces lo que dice mi madre es mentira.
–¿Dice tu madre que estoy mala?
–No. Pero ella me dice que tengo que dormir de memoria. Y que si no duermo así, me pondré malo. Y tú no estás mala.
María tampoco acabó de entender la lógica del muchacho. O no quiso hacerlo.
–Anda, va –le dijo dándole otra cucharada de arroz–, termínate la comida que tengo faena.
Faltaban todavía cinco minutos para reunirse con Paco y Joaquina. Por el estrecho callejón donde está la casa de María, salió a la plaza. Vio la puerta de la casa donde nació. Y desde allí, pasando por el viejo convento de las monjas, se dirigió al lavadero, punto de encuentro. Hacía fresco. No tardaron en reunirse todos.
Con el coche de Paco, por la carretera de Montán, llegaron a una apartada explanada. Desde allí, dejado el coche, comenzó la excursión. Pese a alguna que otra pequeña conversación, no conseguía quitarse a María la Gibosa de la cabeza. Se preguntó entonces, caminando por la sierra, cerrando la marcha de las cuatro personas, de qué vivía María, y en qué pasaba sus días. En el pueblo, en aquellos años, ni en los posteriores, había fábricas. La gente o tenía alguna tienda, o bancales y animales o todas las cosas a la vez. No era el caso de María.
–Hay muchas cosas del pueblo que me intrigan, que me gustaría saberlas –se dijo–. Y por desgracia quienes me las podrían aclarar ya han fallecido. Los vivos no son muy dados a hablar. O sólo hablan de insulseces y tonterías.
Su prima y sus amigos iban delante de él hablando de si las ruinas estas o aquellas pertenecían al corral de este o de aquel vecino. Eran nombres que a él le sonaban, pero no recordaba rostros ni expresiones. Fotografiando las ruinas trató, una vez más, de hacer presente el rostro de María. Fue en vano. En su lugar siempre aparecía la fotografía a la que le tomó verdadera manía. La escondió en un hondo cajón, enfadado porque su imagen había desplazado el rostro de aquella buena mujer.
–De todas formas –se dijo– es el fin que nos espera a todos. Por eso –añadió– hay que ser muy cuidadoso con la foto que se pone en la lápida. O mejor aún, no poner ninguna. Ni lápida siquiera.
Comenzaba a hacer calor. Iban por un ancho camino, al pie de altas montañas y profundos valles, bordeado por plantas y flores. Algunas de ellas le gustaron mucho. Se detuvo para fotografiarlas. Al agacharse notó que le dolían las piernas. Le costó incorporarse. Pero aun así no tardó en alcanzar a sus amigos. Estos se habían detenido ante las derruidas paredes de un corral. Se estaban quitando ropa. Él hizo lo mismo. Metió la chaqueta en la mochila. Aceptó de buena gana un trozo de chocolate que le dio la amiga de su prima. A los pocos minutos se pusieron de nuevo en marcha.
No recordó haber estado nunca por allí. Estaban rodeados por altas montañas. Un maravilloso silencio lo cubría todo. Una enorme paz y tranquilidad se extendía por montes y hondonadas. Yendo el último vio otra flor que le llamó la atención. Sonrió. No se atrevió a ponerse de cuclillas para fotografiarla. Siguió caminando. Notaba las piernas un tanto pesadas. Respiró profundamente. Tomillo y romero. A los pocos pasos, notó que la senda se estrechaba. Siguiendo al grupo se metió por lugares intrincados en los que había que apartar ramas y brotes de aliagas, y fijarse en dónde se apoyaban los pies. Se quedó de pie, parado, ante una de esas pequeñas dificultades. Paco y su prima lo esperaban en la otra parte. Un pequeño salto en un camino empinado y lleno de ramas y matojos. Mirándolos se dio cuenta de que la tierra no lo sostenía. Tomando impulso para saltar, se fue hacia atrás irremediablemente. Se asustaron. Paco se lanzó a por él. Por la fuerza del impulso cayeron ambos. Tuvieron suerte. Rodaron sobre un montón de ramas. No hubo que lamentar ningún daño. No obstante, le costó mucho incorporarse. Tuvieron que tirar de él con fuerza. En cuanto el camino se despejó, en la ladera de una montaña, se detuvieron y almorzaron. Frente a ellos se levantaba la peña de Gallocanta.
Paco le había preparado un enorme bocadillo. Le supo a gloria. Almorzando volvió a contar una pequeña anécdota de sus respectivos padres.
–Estaban los dos en la banda de música –contó–. Y fueron a tocar a Valencia por fallas. Y allí se ve que echaron una cana al aire. Una titi se acercó a mi padre y le dijo que la invitara a una copa. "Yo no le pago copas –dijo este– más que a mi amigo Roque". "Y yo –contestó el otro ante la misma proposición– no invito más que a mi amigo Roca".
Con las risas sonaron unos lejanos truenos.
–Lo que nos faltaba –dijo Paco–. Está lejos pero, por si acaso, vámonos.
Se pusieron en marcha de nuevo. Joaquina se empeñó en llevarle la mochila con la cámara y el teleobjetivo. No quiso. Pesaba un poco. El estrecho camino seguía ascendiendo. Poco a poco se fue quedando el último. Joaquina se empeñó en que bebiera agua. Le metió un sobre de azúcar bajo la lengua. Se le hizo duro tragar aquello. No notó mejoría. Caminaron en silencio.
Caminando al lado de su prima, se acordó de una memorable clase de latín. Leyeron una epístola de Plinio el Joven. Aquella en la que cuenta que un fantasma se aparece todas las noches en una casa de Atenas. Un filósofo, Atenodoro, trata de descubrir lo que sucede. Se queda allí, por la noche, leyendo a la luz de un candil en espera del fantasma.
No recordaba ahora si Atenodoro leyó a la luz de un candil o de una antorcha. Pero sí recordó que aquella mañana, en la clase de latín, la escena lo retrotrajo a su infancia, a la casa de María la Gibosa. Ella tenía un candil.
–María –era su voz de niño– que dice mi madre que me des la comida.
–¡Tu madre siempre igual! –renegó María–. Anda, sube. Tu madre se cree que yo no tengo faena.
Siempre igual. Día tras día. Y luego, con una enorme delicadeza, le iba dando la comida, cucharada tras cucharada.
–Estaba bueno, ¿eh? –le decía invariablemente al terminar limpiándole los labios con una vieja servilleta–. Toma, llévate el plato y dile a tu madre que te lo has comido todo.
Y él, sin decir nada, cogía el plato y se iba corriendo, como siempre.
Ahora no podía correr. Ni casi caminar. Las piernas le pesaban cada vez más. Y así llegaron a una explanada. Paco se dedicó a recoger fósiles. Valvas y caparazones de hacía miles de años.
–¿Esto –estaban en un extenso valle– era antes un lago? ¿El mar llegaba hasta aquí? –preguntó con asombro.
–En línea recta –le contestó Paco– está a unos cincuenta kilómetros.
Le hubiera gustado conocer a algún entendido en la materia, llevarlo allí y que le explicara la formación de su pueblo. Otro misterio. A pocos metros, además, habían dejado a sus espaldas el corral que perteneció a su familia paterna. Estaba en ruinas. En más de una ocasión había dicho que le gustaría que sus cenizas fueran dispersadas bajo esas paredes vencidas por el tiempo.
El camino volvió a estrecharse. Al fondo ya se veía la carretera de Montán, y la explanada donde habían dejado el coche. El camino serpenteaba, con curvas muy pronunciadas y con piedras sueltas. En una de esas curvas se resbaló, cayó al suelo, y no pudo levantarse. Ni Joaquina ni Paco pudieron incorporarlo. Se quedó sentado, respirando profundamente. Su prima le mojó la cabeza. Lo despojó de la mochila y le dio una barra energética. No le gustó. Empezó a sentirse molesto: les estaba amargando la mañana. Tras unos interminables minutos volvió a intentar ponerse de pie. Su prima lo sujetó como pudo. Lo logró. Ella lo cogió por la cintura para evitar que se cayera por donde no debía. De allí no lo podrían sacar.
–Si te vas a caer –le dijo– tírate a tu derecha.
Y dicho y hecho. Pero no se tiró a la derecha. Cayó a plomo. Y sin poder moverse. No faltaba mucho, pese a lo pronunciado del camino, para llegar a la carretera. La tormenta había desaparecido. Paco se lanzó cuesta abajo. Fue a una masía a pedir ayuda. Pocos minutos después subió un chico joven y corpulento. Con una botella de agua fresca, que le supo a gloria. Pasados unos minutos eternos, entre el chico y su prima lo pusieron de pie. Caminando el uno delante y la otra detrás, sujetándolo por el cinturón, llegaron a la masía sin más percances. Subió en el coche, y lo llevaron al ambulatorio. Los niveles de azúcar estaban bien.
–Esto es un aviso –le dijo a su prima–. Se acabaron las travesías por el monte.
–Te tienes que cuidar –le dijo esta–. Y cuando salgas a caminar, no te tomes las pastillas: entre ellas y las caminatas, el azúcar la debías tener por los talones. Y esas bajadas son muy peligrosas.
Comieron en el bar de la plaza. Ni Paco ni la amiga de su prima se quedaron con ellos. Apenas terminaron de comer en la solitaria plaza, se puso a llover. Llovía con fuerza. Aun así entró en una casa a comprar cerezas. Y antes de salir de Caudiel, tras despedirse de su prima, detuvo el coche en la fuente de los Patos. De allí, como pudo, se encaminó a casa de María cámara en ristre. Llovía con intensidad.
–Me tiene sin cuidado –dijo a sus fantasmas mentales– que la foto sea buena o mala, tenga sentido o deje de tenerlo. Toda foto vale la pena, y todo camino, menos uno, es bueno.
Fotografió la puerta de la casa de María la Gibosa. Y en medio de una fuerte lluvia, caminando con dificultades, se dirigió al coche. No puso la radio ni música. No necesitaba enterarse de nada.
Vicente Adelantado Soriano, España © 2020
adelantado.soriano@gmail.com
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