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La Torre del Molino

No hay cosa más dulce ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que, aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo no la desea, porque el que de razón y seso carece, cuasi otra cosa no ama sino lo que perdió.
Fernando de Rojas, La Celestina
Hacía muchos años que no iba por aquellos caminos. Tantos que se perdió. Un labrador, más o menos de su misma edad, y el cual le resultó lejanamente familiar, lo orientó. Él recordaba aquel camino sin asfaltar. Era de tierra, manchado de hierbajos, con charcos y piedras. Los bancales, a derecha e izquierda, no estaban vallados. Y había árboles. Alguna vez, yendo hacia la vieja Torre, alargó la manó y arrancó alguna manzana. Le encantaban las conocidas con el nombre de verde doncella. Su padre tenía manzanos. No recordaba ya en qué bancales. Sí que recordaba que una mañana se fue con él, sería domingo porque no asistió a la escuela, y plantaron un manzano. Lo veía, desde el vagón del tren, cuando tenía que ir, de la mano de su abuelo, a la lejana capital.

Su abuelo, una tarde, le trajo una manzana de aquel viejo manzano. Era verde doncella. Recuerda que la partió con un cuchillo. Este estaba impregnado de sal. La manzana le supo a gloria.

Ya no había manzanos en aquellos campos. Y la acequia, que discurría paralela al camino, había sido encauzada por un lecho de hormigón y cubierta con grandes planchas de cemento. Ya no era posible ver el agua correr por entre la tierra. El agua. Viéndola, una tarde de verano, su primo José Vicente, unos años mayores que él, le hizo una pregunta que no olvidaría nunca:
–¿A que no sabes cómo se llama el río que hace las cataratas del Niágara?

Recuerda que se quedó pensando unos segundos. La lógica se abrió paso en su cabeza:
–El río Niágara.
–No –le contestó su primo raudo–. El río san Lorenzo.

Su primo no vivía en el pueblo. Tampoco había nacido en él. Vivía en la lejana capital. Venía por el pueblo en el verano o cuando era fiesta. Su primo había comenzado a estudiar el bachillerato. Y ese mismo día, el de las cataratas del Niágara, cuando regresaron al pueblo, tras estar en la Torre del Molino, se encontraron con un amigo. También había fallecido. Murió en edad muy temprana cambiando un cable de alta tensión. Los tres comenzaron a jugar en la plaza del pueblo. Y allí su primo José Vicente le preguntó al viejo amigo, no conseguía recordar su nombre, si sabía hacer raíces cuadradas. Recuerda que se le quedó la mente en blanco. Pero el otro muchacho, el fallecido en edad muy temprana, cogió un pequeño palo, hizo un cuadrado, más o menos perfecto, dibujó un árbol en una de sus esquinas, y llenó todo el cuadrado de unas rayas que, mal que bien, podían pasar por las raíces de dicho árbol. Ninguna de las caprichosas líneas se salía del cuadrado.

Nunca se olvidaría de aquella solución. Muy ingeniosa. Cuando comenzó a estudiar, siguiendo los pasos de su primo, las clases de matemáticas siempre tendrían para él un lejano sabor al terruño, a la Torre del Molino, y a aquel viejo amigo fallecido en una edad tan temprana. En vano se esforzaba ahora por recordar su nombre. Lo había olvidado por completo. No obstante, incluso lo evocó mucho años después, leyendo un libro en el que un joven estudiante muestra sus tribulaciones ante la raíz cuadrada de menos uno.
–Me he quedado con ganas de saber qué solución le hubiera dado él a ese problema. Ingenioso era, desde luego.

Se enfadó consigo mismo por haber olvidado su nombre. Y también su cara. Sin embargo, siempre lo veía, de espaldas, inclinado sobre la tierra, dibujando una raíz cuadrada con un palico. Luego, muchos años después, una tarde, acompañó a su padre al bancal, aquel donde estaba el manzano que él plantara. Allí se encontraron con el padre del muchacho. Y recordaba las palabras exactas que le dijo al suyo:
–Tenía un muchacho, y se me desgració.

Lo dijo estando montado sobre el macho. Los dos hombres pusieron cara de circunstancias. Luego lo vio alejarse por el camino paralelo a la vía del tren, en busca de sus bancales.

El mismo camino que estaba haciendo ahora, lo hizo, hacía mucho años, con su otro primo, Salva. También vivía en la capital. De vez en cuando, con sus padres, iban al pueblo a pasar unos días. Se llevaba muy bien con sus dos primos. Dejaron de verse por culpa de las riñas y peleas de sus madres. Por aquellas fechas todos se llevaban medianamente bien. Cuando venían sus primos de la capital, recorrían todos los alrededores del pueblo.

El carpintero, al que admiraba, y apreciaba, le hizo un columpio. Una simple plancha de madera, más larga que ancha, con cuatro agujeros en dos de sus laterales. Por ellos pasó una fuerte soga, acabada en sendos gruesos nudos, que él debía atar a los pinos a fin de poder columpiarse. Allá donde iba con su primo Salva, se llevaban el columpio. Una tarde, su tía, la madre de Salva, se fue con ellos. Y ella, riéndose, burlándose, le recordaría siempre lo que le dijo, sentado en el columpio, aquella lejana tarde a su primo:
–Agárrame de una garra y rempújame.

Las risas iban seguidas del calificativo de churro mala pata. Nunca, pese a su tierna edad, se tomó aquello como un insulto: para él era tanto como ofenderse porque lo llamaran por su nombre.

No recordaba tarde más triste que aquella en la que su primo Salva, junto con sus padres, cogió el tren para volver a la ciudad. Los acompañó a la estación llorando a moco tendido, preguntando, una y otra vez, entre hipidos y sollozos que “ahora con quién voy a jugar yo”. Las mujeres se rieron de su tremendo disgusto. Se separó de ellas. Y solo, alejado de todos, vio partir el tren con los ojos llenos de lágrimas. Y así, en tan lamentable estado, corriendo, recorrió aquel viejo camino evocando a su primo una y otra vez. Llegado a la explanada donde se levanta la Torre, acarició los pinos de los que habían colgado el columpio con una ternura digna de encomio. Se acercó luego a la Torre todo cuanto pudo. Desde allí, brillando a la luz del mortecino sol, vio las frías vías del tren. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas. Acarició la Torre, dio un par de vueltas en torno a ella, como si estuviera haciendo un ritual mágico, y se encaminó hacia casa.

En algún lugar del camino, recordó, había una gruesa y alta piedra. Se subió a ella para poder montar sobre la burra. Su padre se compró una burra para trabajar los bancales. Un día se la dejó a un vecino. Y él, sin encomendarse a dios ni al diablo, se fue al bancal y se la reclamó al vecino.
–Me ha dicho mi padre –le dijo– que me de la burra que le hace falta.
–Pero si tu padre me la ha dejado…
–Pues luego se la traigo, que me la ha pedido.

El vecino, crédulo, se la entregó. La cogió del ronzal y la llevó hasta la piedra; allí, subido en ella, se montó sobre la burra. La golpeó suavemente con los talones, y la burra echó a andar con paso tranquilo y sosegado. Pero a la entrada del pueblo, pasado el lavadero, lleno de mujeres a aquella hora, alzó la vara que llevaba sujeta de la correa del pantalón, se creyó un héroe del oeste americano, golpeó a la burra y la azuzó todo cuanto pudo. Y así, cual guerrero triunfante, entró en la plaza del pueblo tambaleándose sobre el espinazo del pobre animal. Había unos cuantos muchachos jugando, y al verlo de esa guisa y manera, también ellos empezaron a gritar y a golpear a la burra. Esta, perdiendo la paciencia, emprendió un histérico trote que tuvo la virtud de desembarazarla de su leve jinete. El cual, caído al duro suelo, se aferró del ronzal con todas sus fuerzas. Sintiendo un escozor terrible en todo su cuerpo, fue arrastrado por unas cuantas calles. Eran estas como el papel de lija que usa el carpintero. Pese al inmenso dolor, resistió. Hasta que no pudo más y se soltó. Tenía la camisa hecha pedazos y los pantalones en no muy buen estado; y las rodillas peladas y llenas de sangre. Le dolía todo el cuerpo. Le sangraba la cabeza y no tenía más que ganas de llorar. Un amigo había salido raudo tras la burra. Lo siguió como pudo. Aquel no tardó en calmar al bicho. Y él, roto y deshecho, sin osar montar, devolvió la burra a quien su padre se la prestara.

Siguieron horas y horas de soledad. Tuvo que pasar mucho tiempo para atreverse a entrar en casa. Pese a lavarse en una fuente, iba hecho, como diría su madre, un cristo muerto a cañazos. Sin reñirlo, lo lavó y le limpió las heridas.
–Y así comprendí –se dijo recordando aquella historia que nunca había contado a nadie– la gran distancia que hay de la realidad a la fantasía. O viceversa, que tanto da.

Por más esfuerzos que hizo fue incapaz de reconocer el bancal donde el vecino le entregara la burra. La piedra sobre la que se subió tampoco estaba. Lo único que quedaba, aunque ligeramente modificada, era la Torre del Molino. No había nadie por allí. Se acercó a la Torre. La acarició como lo hiciera aquella lejana tarde. Su primo Salva había fallecido hacía pocos meses. De nuevo volvió a sentir un hondo pesar. Vio de nuevo las frías vías del tren. Y recordó aquella lejana tarde en la que su madre, allí mismo, una tarde de pascua, le dijo que se iban a vivir a la ciudad. Tenía que abandonar el pueblo. No dio crédito. Pero sí, le estaban hablando muy en serio. Cuando así lo comprendió, una vez más, como haría siempre que se enfadaba, comenzó una alocada carrera por aquellos caminos. No hizo caso de los gritos de su madre. Corrió sin parar, sin tregua ni descanso. Se percató, al cabo de unas horas de carreras, lágrimas y vueltas, que se había perdido. No sabía dónde estaba. El corazón se le encogió. Hasta que a fuerza de caminar, por sendas y bancales, vio, en la lejanía, el campanario de la iglesia. Siguió caminando sin perderlo de vista. Y más destrozado que si lo hubiera descabalgado la burra, entró en la que muy pronto dejaría de ser su casa.

También el paraje de la Torre del Molino estaba cambiado. A pocos metros de esta habían montado un pequeño parque infantil, y columpios metálicos, con cadenas y sin cuerdas de esparto. Empujó uno ligeramente. Con el leve chirriar de las cadenas, sonó en su cabeza la frase que tanta risa le daba a su tía. Se acercó a la Torre. Y sin saber muy bien lo que hacía, cogió una rama y dibujó un cuadrado en la tierra. Y de golpe se acordó de su nombre. El corazón le latió con fuerza. Se incorporó con los ojos brillándole de alegría.
–Te llamabas Manolo –dijo en voz alta como si este pudiera oírlo. Pero no había nadie en los alrededores. Vio entonces las frías vías del tren y emprendió el regreso hacia el pueblo repitiéndose el nombre una y otra vez.
–Manolo, Manolo. Manolo. Te llamabas Manolo.

Vicente Adelantado Soriano, España © 2020

adelantado.soriano@gmail.com

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