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Mariposa dorada
(segunda versión, junio del 2000)

... Su recuerdo imperioso te conducirá amablemente de la mano a uno de esos rincones infantiles en que te aguarda, sonriendo malicioso, su fantasma condescendiente y trémulo. (Juan José Arreola)

A media noche, de una de las recámaras estalló un fuerte y helado viento aunado a los gritos de voces femeninas. Despertó. Desde la escalera miró a través de las ventanas. La casa era centro de inmenso campo cubierto de flores blancas que la rodeaban, separándola así del resto de la comunidad. Su hijo parecía escupido por la ventana, con exagerada intensidad, por una ferocidad desconocida. Conforme indagaba, flotando alrededor notó el alegre revoloteo de gran mariposa dorada con pequeños círculos blancos y negros decorando sus alas. Por un momento pensó que sonreía, que sabía lo que pasaba; al observarla con detenimiento tuvo oportunidad de constatar que se burlaba de sus esfuerzos por comprender lo que sucedía. El viento no cesaba y la mariposa sabía que el siguiente momento sería crucial. Antes de enunciar decorosa interrogación, ipso facto al sentirse descubierta desapareció. ¿Era ella la causa del percance? Sin mencionarlo, se dirijió al pueblo en busca de ayuda: jóvenes dispuestas a disfrutar la recolección de todas las flores del campo. Durante el camino repasó lo que había ocurrido. Su hijo había llevado esa mariposa a la casa sin que le hubiera prestado mucha atención ¿invitada, amiga, mascota? Sin conocer las virtudes que la interesante presa poseía ¿quiso conservarla, estudiarla y exhibirla pinchada e inmóvil para siempre con el alfiler de su admiración?, ¿cómo haber advertido el percance desenlazado? No había visto a la mariposa, solamente los escuchó hablando. Sin encontrar otra transgresión lógica cometida por ellos, así explicó la historia al reclutar las bellas doncellas para desflorar el campo antes del amanecer. Su recompensa sería conservar todas las flores que cortaran. Amparado con aquel ejército femenino se dispuso a encontrar la solución. Al llegar de regreso a casa, esposa e hija al principio no entendieron la estrategia; les dijo: "Venid, ayudadme con el campo de flores". La belleza de la casa, también lo sabía, desparecería; las flores le conferían su caracter especial, como si descansara entre nubes de espuma algodonada. Al fin de la noche, silbando y cantando terminaron su labor, no quedaba una sola de todas las rosas, azucenas, alhelís, geranios, gardenias, nardos y tulipanes que con alegría recogieron. Tristes, ¡alás!, al fin distinguirían el misterio entre los tallos. Tal como lo había supuesto, la causante del estrago al verse desprovista de alimento y cobertura partió con urgencia. Descubrió el cuerpo inerte de su hijo que yacía al pie de los tallos del lado izquierdo de la casa en desvanecida luz nocturna, vestido como el día anterior, la sonrisa durmiente en el rostro e ignorante de la confusión que su atrevimiento había originado. ¿Qué otra cosa debería haber intentado? Su esposa e hija lo condenaban doblemente, lamentaban la ruina del campo florido que había embellecido su casa y la pérdida de la furtiva alianza lepidóptera. ¿La ingrata lo abandonó para siempre, partió simplemente por falta de alimento o escapó precavida? Como si el recuerdo de otras primaveras hubiera sido borrado de su memoria, nadie quiso escuchar sus razones. Nadie.

Carlos Hernández, México, US © 2000

Carlos.Hernandez@us.wmmercer.com

Carlos Hernández abandonó ambición cinematográfica infantil y pretensión existencialista adolescente. Aborrece burocracias y abusos de poder pero todavía cree en las virtudes de la tolerancia. Sus influencias menos visibles se encuentran tanto en Domenico Scarlatti como en Bela Bartok. Lamenta no poder haber escuchado en vida a Italo Calvino. Actualmente prepara una colección de cuentos dedicada a Elenita Poniatowska. Su estancia en USA ha sido más llevadera gracias a Michael Brecker, algunos minimalistas y, sobre todo, Paul Auster... Sobre todo, Paul Auster.

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