Ha pasado mucho tiempo y la vida nos llevó por donde quiso y pudo. Sin embargo, mientras miro por la ventana de la cocina y me cebo un mate solitario, la cara del Gordo se me hace presente. Aquellos años nos quedaron lejos. Y tan cerca.
Todos los viernes, como contraseña indiscutida de pertenencia, nos reuníamos en el cruce de Mitre y Avellaneda a las ocho de la noche, o a las veinte como le gustaba decir a Pepe, siempre tan puntilloso con el lenguaje, siempre tan rata de escritorio, siempre tan rompepelotas. Éramos unos cuantos. Pepe, Juancho, el flaco Rodrigo, Gustavo, Aníbal, que caía cuando la mujer le daba permiso, Willy, los hermanos Llorente, Matías el menor y Richi el mayor, odontólogo para más datos, y yo. El Gordo llegaba tarde, luego de cerrar el taller mecánico que tenía con su viejo. Cuando aterrizaba en el boliche por lo general ya íbamos por la tercera vuelta de birra y nos habíamos trasegado casi toda la picada gigante que el Loco Mario nos preparaba especialmente. Solo quedaban algunos bocaditos y estábamos arrancando con las papitas, maníes y palitos con queso. Del resto ni las migas. El Gordo, que venía famélico, se tenía que aguantar las cargadas, aunque por suerte era más bueno que el pan. Si alguna vez se hubiera cabreado, con sus manotas curtidas de grasa nos habría producido amnesia de burlas y gastadas al primer cachetazo. Era bueno el Gordo. Se sentaba en una banqueta al lado de la ventana que da a Mitre, le hacía una sonrisa a Mario y, como por encanto, aparecían las viandas que a nosotros no nos servían ni bajo amenazas de pagadiós. Por lo bajo, el flaco Rodrigo siempre lanzaba su puteada mefistofélica contra todos los gordos buenos y dueños de talleres de este bendito país y sus alrededores. Gordos que se ocupaban de arreglar el auto del dueño del boliche donde comían su picada de los viernes.
En la mesa era tabú hablar bien de la esposa, novia, concubina, amiga y/o amante. Ningún ser del género femenino que pisara la tierra, merecía la menor compasión en ese ámbito delimitado por la imprudencia misógina y la incontinencia verbal. Sólo la vieja era intocable, pero también innombrable. Así la llamábamos. La innombrable que nos dio la vida. Nuestro tema preferido eran los deportes, las minas de los otros, los fierros, el asado del domingo, el casino, la quiniela, los sueños eróticos, en los que Aníbal era un maestro (pobre tipo, lo que hace el matrimonio), y punto. El temario estaba bien instituido y cuando alguno se iba de mambo siempre teníamos a mano la lista de las discusiones imposibles de sostener en una mesa de amigos bien amigos. Era eso o la expulsión inexorable.
Una noche el Gordo nos sorprendió llegando antes de lo habitual. A las siete y media ya estaba en su banqueta al lado de la ventana, manso, cabizbajo y mudo, como ausente. Se había borrado antes del taller, dejando al viejo con la incógnita, sin preguntas ni respuestas. Recién bañado, pelo corto con gel, camisa nueva, zapatos, cosa muy rara y, además, un aire como extraño, como que no era del todo nuestro Gordo Cordera. Cuando llegamos todos, el Gordo fue tema obligado:
––¡Che! ¡Gordo! ¿Qué carajo te pasa?–– le preguntó Pepe con su delicadeza de todos días. Había largado la única pregunta que todos teníamos en mente. Y el Gordo ni pío. Comía tranquilo y apenas nos tiró una mirada sorprendida, como diciendo ¿y yo qué he hecho? El guacho estaba tan raro que parecía menos mecánico. Como si de moscardón engrasado estuviera metamorfoseando a algo más digerible.
No nos dio ni pelota y al rato hablábamos de la fecha del domingo. Jugaban Boca y River en cancha de los bosteros y era tema obligado en cualquier mesa de amigos. Nos enfrascamos en las discusiones más boludas. Mientras, el Gordo leía tímidamente un papelito mugriento que había sacado del bolsillo de la camisa con un gesto pequeño, impropio de sus dedos. Lo leía y sonreía, indiferente a nuestras gansadas. Parecía menos el Gordo. Sus manos se afinaban. La cara delineada. Los ojos atentos. Más leía y menos lo reconocía. Pero me atraía extrañamente. Los demás no le daban bola. Continuaban la discusión como si les fuera la vida. Juancho, Rodrigo y Willy eran gallinas. Pepe, y los Llorente bosteritos, también el Gordo, pero esa noche no contaba. Mi juego era provocar a ambos bandos. Después de un rato de paz salpicada por las cargadas, la cosa se espesó. Para evitar mas despelote que el habitual propuse una apuesta y los demás se embalaron sin demoras.
––¡Vamos, maricones! Les jugamos el asado del domingo que viene. Yo pongo mi casa. Ustedes pagan todo, porque les vamos a hacer tres por lo menos ––Juancho arrancó enseguida con su modestia mientras los otros dos le hacían de laderos; como no recibió respuesta siguió con la gastada––. ¿Qué? ¿No se la bancan? Qué poca confianza se tienen. Cagones, van punteros y no son capaces de poner la firma. ¡Pechos fríos!
––¡Cállense, tarados !¿No saben hablar de otra cosa?¿No ven que estoy leyendo y ninguno deja de gritar? ––el Gordo ya no tan Gordo, ni tan mecánico, nos dejó mudos de la sorpresa. Nos había dicho tarados, en vez de pelotudos, o forros. Tarados es palabra de trolos, de minas, nunca de un mecánico. Y además, estaba leyendo. ¿Leyendo otra cosa que la página deportiva? ¿Leyendo a las diez de la noche un papelito mugroso? Las puteadas fluyeron con magia zen. Pero ninguna hizo blanco en la atención de nuestro ex mecánico, ahora casi intelectual de bar devaluado.
––¿No puedo leer un poema tranquilo? Si les jode, váyanse a la mierda ––eso nos tranquilizó, algo quedaba aún de nuestro Gordo mecánico y puteador.
––A ver, mostrá lo que tenés ahí. ¡Qué carajo te pasó por la nuez vacía que tenés por cerebro y te cambió de rata bostera a imitador de Borges! ¡Quién te pensás que sos! Yo no te voy a permitir que manches este sacrosanto rincón de machos con pelotudeces de mariquita.
El loco Mario estaba caliente y decía incoherencias. Si lo hacía calentar al Gordo iba a terminar mordiendo con las encías y cagando dientes por un tiempo.
––Nada, Mario, no pasa nada. Decile a tu bolsillo que no se asuste, no te voy a dejar sin la mesa de los boludos de los viernes. ¿Sabés qué pasa? mi primo me presentó una minita compañera suya de la facultad, y salimos, viejo, sí, la piba de la facultad y yo salimos. Charlamos de todo un poco y, cosas de la vida, no me vio como un gordo grasiento. Cuando se iba me prestó un libro de poemas, de un tal Neruda. A mí, viejo, a mí. ¿Me imaginás con un libro de poemas en la mano? Pero me gustó, mucho, y lo leí hasta en el baño. Mi viejo no entendía nada. Mientras laburaba con los fierros, relojeaba el libro, una llave, un párrafo, una tuerca, un poema. Lo engrasé un poco, pero me lo leí dos veces. Ahora quiero escribir poemas, y qué. Me salen horribles pero quiero hacerlo. Si no me muero de vergüenza voy a ir a aprender. No se rían, boludos, ninguno tiene huevos como para leer algo hermoso. Son unos cagones, todos. Tienen miedo de que los tomen por maricas.
Cuando terminó de hablar, estaba casi flaco, casi rubio, casi de ojos verdes, casi delicado, casi hermoso. No tuvimos más remedio que escucharlo leer el poema de su admirado Neruda, escrito con su letra infantil. Lo leyó con esmero, con su dicción penosa y la voz emocionada. Y nos cagó. Y nos gustó. Y lo envidiamos.
El poema era un soneto (y decía así):
Yo te amo para comenzar a amarte
para recomenzar el infinito
y para no dejar de amarte nunca:
por eso no te amo todavía.
Te amo y no te amo como si tuviera
en mis manos las llaves de la dicha
y un incierto destino desdichado.
Mi amor tiene dos vidas para amarte.
Por eso te amo cuando no te amo
Y por eso te amo cuando te amo.
Nos quedamos sin palabras. Un silencio cielo acarició el boliche. Sin buscarlo, Pablo nos había palpado el alma, nuestro Pablo Cordera. Desde ese último “te amo” mutamos a casi sensibles, casi lectores de Neruda y cuanto poeta pasara por la mesa en forma de libro. Casi socios de la biblioteca, casi escritores fervientes de poemas. Y cuentos, relatos, cartas de amor, de dolor, de penas y alegrías. El boliche pasó a ser en la noche de los viernes casi, casi, un café literario. Y todo por un poema. Un soneto de un tal Pablo Neruda.
Los años me han endurecido las rodillas, pero no los recuerdos. Cada tanto releo mi primer cuento publicado. Disfruto en la soledad de mi pequeña cocina, con el mate en la mano. Y me escucho la voz ya gastada leyendo:
Siempre lo quisimos mucho al Gordo Cordera. Era uno más de la barra de los viernes a la noche...
Gustavo Javier Araujo, Argentina © 2020
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