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Ni siquiera la muerte

Siempre fue así con ella. No importaba la distancia, nada se interponía entre nosotros. Podíamos sentirnos el uno al otro, saber si estábamos bien o no, si necesitábamos algo. No es fácil de explicar con palabras.

Puede que sea debido a que nos llevábamos once meses y que nacimos ambos el mismo año, yo en enero, ella en diciembre. Puede. No lo supimos nunca. Nuestros padres viajaban por entonces muchísimo y cuando vieron que iban a estar radicados en un mismo lugar por un tiempo, se apuraron en tenernos. Luego retomaron el ir y venir de sus vidas, arrastrando consigo, además de las maletas, a dos mocosos que descuidaban bastante, pero que por suerte se tenían entre sí para hacerse fuerte, para crecer juntos, en el desarraigo de quien tiene por patria un avión y la eternidad del cielo, siempre al alcance de uno, en cualquier instante del día o de la noche.

El uno para el otro, un juramento tácito, que quizá hicimos la primera vez que nos miramos a los ojos. Y que revalidábamos en cada carcajada, en cada abrazo, en cada secreto compartido. En la docena de colegios por los que anduvimos, en cursos separados, aprendimos juntos a cuidarnos, a estar pendientes del otro. Sentíamos el malestar en el cuerpo y sabíamos que correspondía a la misma sangre. Nos protegíamos, porque nos sentíamos débiles. Sin raíces, sin quienes nos guiaran.

Y crecimos, como todo el mundo. Nos acostumbramos a viajar, a no pertenecer a ninguna parte. La única pertenencia éramos nosotros mismos. Pero con el tiempo, siendo dueños de nuestras decisiones, hicimos lo que nunca antes. Nos asentamos. Primero por estudios, luego por amoríos. Nos fue llegando la vida. La verdadera vida, la que comienza con las responsabilidades. Y comenzó a jugar la distancia. Mi casamiento, mi familia, mi trabajo. Sus novios, su casamiento, su trabajo. Nos veíamos menos, pero nos sentíamos de la misma manera que de niños. Sabíamos si el otro estaba mal, si sentía angustia, felicidad, desazón.

Nos llamábamos a diario, nos contábamos cosas, compartíamos nuestras vidas a través de las voces, de los silencios, de las risas, de todo lo que podía valerse alguien con un teléfono cerca del rostro. Y llorábamos sin vernos, mientras nos moríamos por un abrazo, por una palmadita en la espalda, por esa caricia de hermano que vale más que todo el dinero del mundo.

Y pasaron los años, crecimos aún más, como así nuestros hijos, nuestros nietos. Arribamos a otra etapa de nuestras vidas. La del adiós. Del adiós propio. Porque despedidas, ha habido muchas. Padres, tíos, amigos, conocidos. Pero ahora el que se va es uno, el que arma las maletas para el viaje final, es uno mismo. Y lo he sabido recién, hace un par de minutos, al recibir su llamado, entre lágrimas. Es que ella lo sabía, lo presentía. Me dijo cuánto me quería, cuánto me iba a extrañar. Y no pude contener las mías. Mis lágrimas.

El tiempo corre, y escribo estas líneas rápido, porque la noche es inminente. Ya veo algunas estrellas. Solo estuve once meses en la vida sin ella, y ella siempre me tuvo en alguna parte del planeta, no importaba la distancia, pero siempre siempre me llevó en su alma, en su corazón. Ahora, me tendrá en esos dos lugares y en la memoria. Se lo dije y rompió a llorar con más fuerza. Solo hubiese deseado un abrazo más, tan solo uno. Con qué poco se conforma uno, de cara al adiós.

¿Qué sentirá ahora? ¿Podré decirle algo desde donde voy? Quiero creer que sí, que nuestra conexión no morirá. Porque siempre fue así con ella. No importaba la distancia, nada se interponía entre nosotros. Y, me gustaría poder afirmar, ni siquiera la muerte.

Ernesto Antonio Parrilla, Argentina © 2014

netomancia@yahoo.com.ar

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