Tres hombres corrieron desde la vereda a sacarlo del lugar. El hombre hablaba del fin del mundo, de la llegada del demonio, de lenguas de fuego que lloverían del infierno. Algunos transeúntes miraban con compasión la escena, la locura del desconocido, el peligro al que se había expuesto (y expuesto a otros, claro).
Del edificio donde había salido, aparecieron una mujer y un joven que dijeron ser familiares. Mientras el hombre se revolvía en su locura, la mujer lo abrazó pidiéndole calma. El muchacho se notaba compungido, triste. Se lo llevaron en medio de sus gritos, de sus profecías sobre el fin de la humanidad. La gente lo veía marcharse, casi a las rastras. Sentían pena por esa mujer y aquel joven. Solo unos pocos sopesaron el dolor interno de esa persona, el motivo de esa demencia, de esa realidad tan trágica y cruel. El colectivo de línea reanudó su marcha y siguió su viaje. Los coches siguieron yendo y viniendo como si nada. En un departamento de aquel edificio en cambio, seguiría el infierno. El de la esposa y el hijo, y el del hombre, tan personal como los pensamientos fatídicos que torturaban su mente. Allí, para ellos, aquello era el fin de mundo.
Y para muchos, en otras partes, acontece uno a cada instante, en forma de muerte, de separación, de decepción. Es que el infierno suele descender sobre nosotros en formas imperceptibles y, a veces, ni tiempo a gritar nos da.
Ernesto Antonio Parrilla, Argentina © 2012
netomancia@yahoo.com.ar
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