Apaga la videocámara. Se enjuga el sudor y pone la música. Cierra los ojos. Los arpegios lo envuelven. Se quita los guantes y se acerca al reptil. Palpa los anillos cartilaginosos de la tráquea. Tan flexible, tan elástica. La rodea con los dedos y se ríe, mostrando unos dientes pequeños. Luego, hinca sus uñas y aprieta. De un tirón, la arranca. Se lleva un extremo a la boca y, con los dedos ligeramente arqueados, toca. Allegretto. Tres por cuatro. Laa sol si la sol si laaaaa sool fa sol fa mi reeeee… Cuando se cansa, tira la tráquea al suelo y escruta el cadáver. Coge las pinzas que mueve como si dirigiese una orquesta. Detiene el brazo y, fijándose en la víctima, lo extiende como si blandiera una espada. Clava las pinzas en el hígado. Una y otra vez, hasta despedazarlo. Quedan trozos pegados a sus dedos que se limpia con el trapo. La melodía le deprime. Hay que seguir, seguir… Ahora agarra… las tijeras y trocea la vena cava. Se excita. Imposible parar. Mete los dedos en el estómago. Acaricia las paredes musculares. Aplasta con los nudillos la vesícula biliar, ese saco verde que le repugna. Extirpa ovarios, riñones, páncreas y bazo. Luego, taconea sobre las masas viscosas con zapatos grandes y negros. Oye los aplausos. Escucha los oles, que braman. Se debe a su público. Coge los instrumentos. En la mano izquierda, las tijeras; en la derecha, el bisturí. Acerca las manos y alza los codos. Se sitúa frente al animal. Con los pies juntos inclina el cuerpo hacia un lado, da un salto, y clava tijeras y bisturí en el tubo digestivo. Aplauden, gritan. Saluda a la afición. Sujeta el trapo por la espalda con ambas manos, da medio giro, y lo levanta deslizándolo por el lomo de la serpiente. ¡Olé! El hombre se pone de rodillas con el trapo extendido sobre el suelo. Lo alza pasándolo de izquierda a derecha sobre la cabeza del reptil. ¡Olé, olé! Se levanta y saluda. Gritan su nombre, lo quieren. Mientras remata una verónica, sabe que no puede retardarlo más. Coge el bisturí y se concentra. Mira a la serpiente. Le corre un sudor frío. El estoque de muerte. Se lo debe. A su público. Se lo debe. Segundos, apenas unos segundos, y el hombre atraviesa el corazón del animal y lo extrae. Oye los vítores, las ovaciones. Se pasea por la sala empuñando el bisturí con el corazón ensartado. La multitud agita pañuelos blancos. El presidente otorga la lengua. El hombre abre la boca aporreada de la serpiente, estira la lengua del reptil y le da un tijeretazo. Rodea la mesa de zinc alzando la lengua bífida. El público brama. Le tiran claveles, tangas rojos, negros, que coge y huele mientras piensa en la próxima disección.
Eva María Medina Moreno, España © 2017
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Eva María Medina (Madrid, 1971) es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid. Sus cuentos han sido publicados en revistas literarias, españolas y latinoamericanas, y en diversas antologías. Relojes muertos (Playa de Ákaba, 2015) es su primera novela.
Fotografía realizada por Teresa Moreno © 2017
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