Doña Lola recibió al muchacho con todas las de ley. Lo acomodó un cuarto en el fondo de la casa, le compró un escritorio, libros y un poco de ropa. Le dijo que allí tenía casa y que lo mandaría a la escuela para que fuera algo en el futuro ya que lo poco que pudiera hacer por el hijo de Finita, que era como mi hermana, de la misma sangre éramos, la pobre, lo haría. El muchacho flaco no decía nada y se quedaba viendo a los arbustos de mirto en el centro del patio que con nitidez se erguían, rodeados por los cuartos y salas de la casa.
Llegó febrero. Las calles gritaban a la vida con los cientos de niños de pantalones o faldas azules y camisas blancas que iban brincando o empujándose camino a la escuela. Tristán le preguntó a doña Lola a qué escuela lo iba a mandar, porque no le había mencionado lo de la escuela otra vez. La señora se sonrió un poco al principio y le respondió que lo había estado pensando. Que era mejor que esperaran un poquito porque no estaba segura que fuera buena idea que en tan poco tiempo volviera a la escuela después del susto de la muerte de su madre. Otro problema serio, añadió, mostrando unos dientes de oro grandes, era que el español de Tristán no estaba tan bueno como para desenvolverse en la escuela. Ella quería actuar responsablemente.
Tristán tuvo impulsos de protestar pero le pareció que las razones que la señora había dado no eran tan descabelladas. Además, la idea de no hacer nada en todo el día no le venía mal. La placidez de estar ocioso no le duró mucho porque doña Lola le dijo que debía colaborar en la casa porque a ella no le quedaba tiempo para ocuparse de tareas domésticas y las empleadas querían ganar mucho, trabajaban poco y muchas veces había que alimentarles hasta a sus hijos. Tristán se vio barriendo la casa y encerando los pisos rojos a los que después tenía que darles brillo.
Al año de haber llegado a la casona, a Tristán no le quedaba ni un cinco porque doña Lola le había dicho que necesitaba dinero, que se lo prestara, que no se preocupara porque se lo pagaría en poco tiempo. Primero fueron quinientos, después mil quinientos y otros quinientos otra vez hasta el día en que le dio los últimos dólares que le quedaban.
A Tristán no le había hecho mal ese año en el trópico, ni el ejercicio que hace el andar fregando el piso; qué bien se ve el hijo de Finita, sobre todo cuando anda con la camisa abierta por el calor. Una noche, era ése el tiempo de la guerra, hubo un apagón y la casa se quedó a oscuras. Doña Lola tomó una lámpara, buscó unas velas y fósforos y fue al cuarto de Tristán. Eran las nueve de la noche; a lo lejos se oían bombas y disparos. Algún camión que pasaba enfrente daba brincos por las piedras y hacía temblar la casa. Tristán estaba oyendo música en el “walkman” cuando vio que se acercaba una luz. Era doña Lola que se sentó en la cama; habló con voz agitada de la electricidad, esta situación, y fue pasando la mano por la pierna desnuda de Tristán. Después lo tomó de los hombros, le acercó su cuerpo perfumado y apagó la lámpara. A la mañana siguiente Tristán la vio caminando entre los mirtos, acariciando unos limones verdes que casi tocaban el suelo.
De la escuela ni del dinero no volvió a hablar doña Lola. Tristán seguía fregando el piso y oyendo música. Cuando las amigas que la visitaban le preguntaban cuándo iba a mandar a Tristán a la escuela, decía que lo estaba pensando, no era fácil, ella era una mujer sola, la situación económica no estaba tan bien. Alguna de las viejas salía con la idea de que doña Lola podía vender una de las casas que alquilaba, entonces ésta estiraba la boca hacia adelante y ponía el dedo índice en frente, haciendo señal que no dijera nada. Cuando Tristán pasaba enfrente de ellas para ir a hacer un mandado a la esquina, las viejas se reían nerviosamente. Doña Lola se sonrojaba e intentaba decir que entre el chico y ella no había nada.
A Tristán no le gustaba la vida que llevaba y trataba de rebelarse de la tiranía de doña Lola. Doña Lora, vieja nariz de pajarraco, se decía a sí mismo Tristán. Vieja loca, cree que me va a tener entre sus brazos para siempre. ¡Está loca! En una de las tantas salidas a la esquina, no tenía mucha libertad, podía ir a la tienda y a la iglesia, y eso era todo, Tristán conoció a Delia Clara, que vivía a cuatro cuadras de allí. Delia acababa de graduarse del instituto y se preparaba para entrar a estudiar en la universidad. Administración quizás, aunque me gusta también psicología. Tristán se quedaba pensando en su futuro incierto, sin poder volver a la escuela. Después de verse unas cuatro veces, Delia le pidió que la llevara a su casa; se fueron caminando por entre las luces amarillas que asomaban soñolientas por las hojas verdes y rojas de los almendros. El aroma de las hojas y la calle mojada agradaban a Tristán. Entraron a la casa, se fijaron que no había nadie. Se quedaron hablando en la sala, comiendo algo y tomando un refresco de tamarindo que Delia preparó. Delia le preguntó y Tristán le contó todo, acariciando el borde del vaso de vidrio que sudaba agua clara, y bajando los ojos por la tristeza.
Delia le aconsejó que se fuera, que se volviera a los Estados Unidos, que ella le podía conseguir el dinero para el pasaje, después de todo era ciudadano norteamericano. Tristán le dio las gracias y le dijo que lo pensaría. Regresó a la casa. En el camino vio que un bus grande y viejo venía frente a él y sintió fuertes ganas de lanzarse hacia él para que todo se acabara. Doña Lola lo estaba esperando en la mecedora, hacía que se interesaba en las noticias de la radio. Se levantó y fue hacia Tristán. Lo tomó de la mano y le dijo que había estado pensándolo, que debía regresar a la escuela porque el hijo de Finita se merecía un buen futuro y yo me voy a sacrificar. También le dijo que lo quería como a un hijo y como a un compañero, y que pensaba casarse con él. Tristán no contestó, pero sintió que el rostro se le incendiaba de la cólera al contemplarse reducido a eso, a juguete de la vieja cochina.
Delia y Tristán se volvieron a ver otras veces más. Verla era un descanso para él. Contemplaba la piel delicada y joven de Delia y se sentía feliz. Un sentimiento claro, como una euforia contenida, lo hacía sonreír; era la presencia de Clara; pero de repente volvía a su realidad y se ponía serio, furioso. Delia notaba el cambio y trataba de hablarle y de convencerlo de que se fueran, los dos juntos ahora, al norte, a donde fuera.
Ese día, después de haber hecho planes con Clara, iba Tristán camino a casa cuando se vio en medio de un enfrentamiento entre el ejército y un par de guerrilleros. Unos salieron corriendo, otros se tiraron al suelo. Tristán no supo cómo reaccionar y se quedó parado, como paralizado. Alguien le gritó que se quitara de allí, pero antes de que Tristán reaccionara, le cayó una bala en la pierna. El golpe lo doblegó y a los cinco minutos todo había pasado. Lo recogieron unos vecinos y lo llevaron al hospital. Tuvieron que amputarle la pierna, no había remedio.
A los tres meses regresó a casa. Doña Lola le compró una silla de ruedas y con el tiempo el dolor cesó, aunque la amargura se había apoderado de Tristán. Se sentía mal, un inútil, y siempre estaba de mal humor. Doña Lola le dijo que la vida aún no se le había terminado, que había un futuro esperándolo. Pero Tristán no decía nada; por lo menos ahora ya no tendría que darles brillo a los pisos de la casa. Al poco tiempo comenzó a ir a la escuela. Doña Lola lo puso a estudiar computación, para que se defendiera en la vida. Tristán no mostraba ningún interés en nada. A Delia Clara la había visto un par de veces, pero le había dicho que mejor ya no volviera a su lugar de encuentros, ningún futuro le esperaba con un lisiado. Delia lo tomó de la mano y le dijo que nada entre los dos había cambiado. Pero Tristán no era el mismo y sólo dolor se veía en su rostro. Delia no volvió.
Doña Lola tenía sesenta años y Tristán veintinueve cuando se casaron. Tristán había cambiado mucho, nadie lo soportaba, en cambio, doña Lola era cada día más cariñosa y comprensiva. Después que regresaron de la ceremonia de bodas, a la que el novio asistió sin una expresión en el rostro, Tristán se encerró en su cuarto a oír música y no salió hasta la mañana siguiente. Doña Lola estaba dolida. Hacerle eso en la noche de bodas.
La computación no fue a ningún lado, en cambio Tristán se quedaba en el cuarto oyendo música y levantando pesas. Cada día estaba más fuerte. Para demostrarle su cariño, Doña Lola había vendido las cuatro casas que tenía y le había dado el dinero a Tristán. Tristán lo tomó y dijo algo inaudible. La casona en que vivían también se la había traspasado a Tristán.
Los años habían comenzado a hacer estragos en doña Lola. Si no padecía de una cosa era de otra; la artritis hacía que caminara con dificultad. Una vez que venía de la iglesia, un ladrón le arrebató la cartera que traía bajo el brazo y salió corriendo. Doña Lola se tambaleó, perdió el equilibrio y cayó en la calle, frente a un bus que venía rápido. El motorista trató de frenar, pero golpeó a la pobre señora en el pecho, no pude hacer nada, no tuve tiempo; después cayó al suelo. La llevaron al hospital, pero al llegar ya había muerto.
Chepe Toño, el ladrón que había esperado ansioso para que le pagaran por el “trabajito,” se presentó a la casona una semana después para devolverle la cartera a Tristán. No quiero esa porquería, le dijo éste, aquí están los doscientos dólares, y que no te vuelva a ver nunca más, le espetó. El ladrón tomó los billetes sucios, y Tristán dio la vuelta en la silla de ruedas y entró a disfrutar de la frescura de los mirtos.
Julio Torres-Recinos, El Salvador, Canadá © 2008
julio.torres@usask.ca
Julio Torres-Recinos nació en Chalatenango (El Salvador) en 1962. Es poeta, narrador e investigador literario. Estudió filología española en la Universidad de Costa Rica, y se graduó de la Universidad de York, en Toronto, Ontario, Canadá. Además de una licenciatura por la Universidad de York, tiene una maestría y un doctorado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Toronto. Reside en Canadá desde 1988, habiendo vivido primero en Ontario y después en Saskatchewan, en la ciudad de Saskatoon, en el corazón de las praderas canadienses. Es Profesor Asociado de la Universidad de Saskatchewan, donde enseña lengua y literatura española e hispanoamericana. Su poesía y cuentos han aparecido en antologías como Nueva Poesía Hispanoamericana (publicada previamente en Lima, Perú, pero ahora en Madrid), Boreal (Ottawa), Índigo (Toronto), Anaconda (Ottawa), Ciencia,ergo sum (México), International Poetry Review (Greensboro, Carolina del Norte), Canto a un prisionero (Ottawa), Iguana: Escribir el exilo / Writing Exile (Montreal), Más allá del Boom: Nueva Narrativa Hispanoamericana (Lord Byron, Madrid), así como en varias publicaciones electrónicas tales como Poetas.com, Palabravirtual.com, El gato con botas.com, y el Registro de Autores Creativos de la Asociación Canadiense de Hispanistas. Julio Torres ha dado muchos recitales de su poesía en varias ciudades de Canadá. También ha leído sus poemas en Alemania, Italia, los Estados Unidos, Costa Rica y El Salvador. Tiene publicados los libros de poesía Crisol del tiempo (2000), Nosotros (2000), Una tierra extraña (2004) Fronteras (2005), edición al cuidado del poeta y editor chileno Elías Letelier, y Hojas de Aire, (2008) En 2004 salió publicado Creuset du temps / Nous autres en Francia, por Editions L’Harmattan, edición que contiene la traducción francesa, realizada por la profesora Marie-C. Seguin, y el original en español de los libros Crisol del tiempo y Nosotros. En 1992 ganó el Primer Premio de Poesía en el certamen convocado por la Celebración Cultural del Idioma Español en Toronto, el evento cultural y literario en lengua española de más importancia en Canadá. El año 2003, el Consejo Académico de la Accademia della Cultura Europea di Roma lo nombró Accademico D'Onore.
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