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Versión de Octavia

Como se lleva un lunar
todos podemos una mancha llevar…

Del bolero “Como se lleva un lunar” de Álvaro Carrillo
Ya casi no pensaba en Octavia. Después de tantos años la imagen se le fue borrando. Se fue acostumbrando a vivir la vida sin ella. Sin proponérselo el ajetreo de la vida lo fue envolviendo y sólo en ciertas ocasiones se acordaba de su rostro, de su voz o de algún gesto. En esos días en que preparaba la boda de Carmencita se decía que le habría encantado que Octavia la hubiera visto qué linda estaba. Le habría gustado también preguntarle sobre algunos detalles, como la lista de invitados, el vestido, la comida y la elección del local para la fiesta. Le habría pedido también que le dijera de una vez, sólo por simple curiosidad, si Carmencita era hija suya. Pero Octavia estaba muerta y Samuel nunca estaría seguro cien por ciento si Carmen era hija suya como su otra hija, o era hija de otro. Para Samuel el tema de la verdadera paternidad de Carmencita había sido un poco incómodo, aunque no al extremo de hacerle perder el sueño. Por un lado estaba su hombría, que había salido afectada, aunque ahora que lo pensaba llegaba a la conclusión de que por más que hubiera querido, y quiso, no habría podido cambiar el rumbo de los acontecimientos. Por otro lado, estaba su amor a Octavia, y a su hija Carmencita, a quien había criado y querido tanto como a su otra hija, Verónica. Y también estaba el hecho de que todos los compañeros de Octavia sabían que entre ella y Edmundo había habido algo, aunque habían guardado el secreto.

Samuel revisó la lista para asegurarse de que no se les había olvidado nada: los invitados, la iglesia, el local para la ce lebración, la comida, las bebidas, las invitaciones, la persona que iba a tomar las fotos y el video –-güevadas–-, pensó. La verdad es que todos esos formalismos pequeño-burgueses lo aburrían y sólo lo hacía por Carmencita, porque si de él o de Octavia se hubiera tratado, habría sido la boda más simple, o casi ni boda, como había sido entre ellos, que sin pensarlo mayor cosa ni decírselo a muchas personas comenzaron a vivir juntos. Pero ésos habían sido otros tiempos que habían quedado atrás, tal vez en otro mundo, ahora que lo pensaba.

Octavia y Samuel habían entrado en el movimiento revolucionario cuando aún eran estudiantes en la escuela secundaria. Ingresaron porque era lo que casi todos los compañeros de escuela hacían. En un principio era como si todo hubiera sido un juego: reuniones en la noche o en lugares alejados en las que se discutía la situación política del país y se leía los periódicos mimeografiados que las organizaciones publicaban, participación en alguna protesta estudiantil contra algún abuso del gobierno... La década de los 70 finalizaba y la situación política del país se polarizaba, especialmente en los días en que derrocaron al General Romero en octubre del 79. Las organizaciones de izquierda no tenían mucho tiempo para madurar política y militarmente y tenían que darse cambios drásticos en el accionar político que exigía más de sus militantes. Entre Samuel y Octavia, ésta fue la que se mostró siempre más dispuesta a avanzar en la organización, llegando a sobresalir a nivel político y, poco tiempo después, a nivel militar y de liderazgo. A Samuel no le atraía el aspecto militar de la lucha revolucionaria y nunca se mostró deseoso de participar en actividades que incluyeran ejercicios físicos o manejo de armas de fuego. Tampoco le gustaba la cultura casi militar de las organizaciones, con un énfasis en obedecer al superior. Samuel era de espíritu libre y todo lo que oliera a autoridad no le sentaba bien. Casi en broma, y ya cuando Verónica había nacido y a Samuel le tocaba quedarse en casa cuidándola, él le decía a Octavia que él no veía nada malo en esta división natural del trabajo, donde la mujer participaba en la guerra y el hombre cuidaba de la casa. Octavia sólo sonreía, le decía que no importaba qué género desempeñaba qué labor porque en la lucha todos éramos iguales, a lo que Samuel asentía sonriendo.

Octavia y Samuel preferían no hablar del futuro, que siempre se les aparecía con la muerte enfrente. Samuel entendía el deseo de Octavia de tener hijos, aun cuando todavía era muy joven. Él había visto cómo muchos de los compañeros de las distintas organizaciones revolucionarias también habían decidido empezar a tener hijos con el objetivo de dejar una simiente y de disfrutar los pocos años que sabían que seguramente les quedaban. Así había visto a muchas compañeras convertirse en madres a los diecisiete o dieciocho años, como Octavia. Samuel entendía esa necesidad y cuando Octavia le manifestó que quería quedarse embarazada, él no le preguntó ni le respondió nada. Se entendía que Samuel cuidaría a la niña y que Octavia seguiría con su trabajo dentro de la organización, el cual le requería más entrega y responsabilidad. A Samuel no se le hacía fácil la vida tampoco, teniendo que mudarse frecuentemente para no despertar sospechas y para dar la apariencia de una familia de estudiantes jóvenes o profesionales de clase media.

Samuel nunca sospechó nada de Octavia porque no era su carácter y confiaba en ella. Por eso no supo cómo reaccionar cuando Eduardo, su hermano, se le acercó y le echó el hombro para preguntarle cómo estaba. Poco después le preguntó si sabía que en el campamento se rumoraba que había algo entre Octavia y Edmundo. Te lo digo porque eres mi hermano –le dijo Eduardo–. Creo, Samuel, que mereces saber la verdad. Lo siento –le dijo Eduardo, ahora buscándole la mano a Samuel. Los dos hermanos caminaron un rato sin decirse nada. Después Samuel le agradeció que hubiera venido a contárselo y le pidió que no le dijera nada a nadie, que no quería que eso anduviera de boca en boca, y que conversaría con Octavia. Yo no sabía nada, Eduardo –le dijo.

No podía saber nada Samuel de cuando Octavia y Edmundo se separaron del grupo que había ido a hacer un operativo militar y tuvieron que salir huyendo de las fuerzas del gobierno que rastreaban la zona en busca de subversivos. A ellos no les quedó más remedio que tratar de llegar a uno de los escondites que la organización tenía. Era un túnel muy bien camuflado que les daría refugio hasta que las fuerzas militares del gobierno se fueran. Llegaron a la cueva cuando ya anochecía y se acomodaron, asegurándose de borrar cualquier rastro de sus pasos y de disimular la entrada. La cueva no tenía nada, pero era segura. Aún a esa hora se oían los helicópteros. En la cueva no había nada, ni comida ni agua ni cobijas. Tendrían que pasar quién sabe cuánto tiempo con lo poco que llevaban consigo. Después de descansar y de corroborar que estaban a salvo, decidieron que uno de ellos haría guardia mientras el otro dormía.

Octavia y Edmundo se conocían desde hacía mucho tiempo. Habían asistido a la escuela secundaria juntos, pero nunca habían sido amigos, ni aun cuando entraron a la organización, ni después de que habían participado juntos en las mismas actividades. Edmundo era muy respetuoso con ella y sabía que tenía compañero. Pasaron una semana en la cueva sin poder abandonarla porque sabían que el cerro estaba rodeado y que no había posibilidad de salir de allí hasta que se fueran. Fue tal vez el aburrimiento, se diría Octavia más tarde, lo que hizo que comenzaran a conversar, a saber más de sus vidas, a tocarse las manos, a acercar los cuerpos en la oscuridad sorda de la cueva que sólo dejaba entrar los trinos de los pájaros y el cacareo de algún gallo a lo lejos en la madrugada. Fue tal vez, se diría en otras ocasiones Octavia, la sensación de que para ellos la vida sería corta y cada día tenía que contar. Pero Octavia le dijo a Edmundo que eso que había pasado durante esos días no se podía volver a repetir.

Salieron de la cueva una semana más tarde. Regresaron al campamento viajando de noche y por lugares apartados. Una vez en el campamento trataron de integrarse a la vida normal, tratando de que sus acciones no delataran que había habido algo entre ellos. Pero les fue difícil ocultarlo porque había acciones involuntarias que parecían un poco raras, tal vez un gesto, un tratamiento especial, algo que indicaba a los otros compañeros que entre Edmundo y Octavia había algo o había pasado algo. Nadie en el campamento se atrevía a sugerir nada ni en broma. Respetaban a Edmundo y temían a Octavia, quien era dulce pero de un carácter que habría puesto en su lugar a más de uno, sin importar si era hombre o mujer. Nadie dijo nada enfrente de ellos, pero los rumores no pararon.

Después de la conversación con Eduardo, Samuel intentó preguntarle algo a Octavia, quien siempre se mostraba muy dulce con él y muy preocupada y cariñosa con Verónica, la niña que apenas tenía un año y tres meses. Cada vez que se disponía a preguntárselo dudaba y no lo hacía. Se decía que en realidad Octavia lo amaba a él como él a ella y que él no tenía el derecho de juzgar nada. ¿Qué sabía él de la vida en el campamento, de los sacrificios que la gente tenía que hacer, de jugarse la vida en cada operativo, de no saber si el siguiente operativo sería el último? ¿Qué sabía él de los pensamientos más íntimos de Octavia cuando llegaba la noche y estaba con hambre, frío y cansancio en la montaña? ¿Qué sabía él de los miedos de Octavia, miedos sobre los que ella nunca hablaba porque siempre se presentaba como una mujer fuerte y porque no quería preocuparlo o desperdiciar el poco tiempo que les quedaba para estar juntos? Se decía a sí mismo que ella estaba haciendo un sacrificio muy grande, mientras que él vivía una vida segura, agitada y ocupada con la niña y el trabajo, eso sí, pero sin correr peligros ni riesgos. Nunca le preguntó nada.

Cuando tiempo después Octavia murió en una emboscada, dejando a Carmencita de tres meses, Samuel quedó más convencido de que en realidad no valía la pena perder el tiempo ni mortificarse con cuestiones y preguntas tontas. Su convicción creció todavía más después de que Edmundo murió en un enfrentamiento un poco después. Samuel se quedaba pensando en los muchos amigos y compañeros de escuela que habían muerto tan jóvenes, sin haber formado familia, sin haber vivido mucho, sin haber viajado y conocido otras ciudades, sin dejar descendencia, alguien que hiciera recordar a la gente de alguna facción, de un gesto, de una manera de hablar o de sonreír. Carmencita era hija suya, se decía a sí mismo, porque Octavia sólo lo había querido a él. Y, si en algo contribuyó Edmundo, Samuel sabía muy adentro que también sería un orgullo criar ese poquito de hija que Edmundo pudo dejar. Después de todo, Edmundo nunca fue un mal tipo, todo lo contrario, nunca fue su amigo, pero era un hombre de convicciones firmes y había dado la vida por un ideal en el que había creído.

El día de la boda Samuel se le acercó a Carmencita, la tomó de la mano y le dijo que estaba muy feliz de que ese día se casaba. Luego le dio la llave de una casa que había estado construyendo desde que Carmencita le dijo que Elías y ella se iban a casar. Le explicó que sus abuelos por parte de madre le habían dado el lote y que él había puesto el dinero de la construcción. Felicidades, hija –le dijo–, y que tengan muchos hijos.

Julio Torres-Recinos, El Salvador, Canadá © 2015

julio.torres.recinos@gmail.com

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