Regresar a la portada

Un viejo amor

Se subió en uno de esos autobuses de cercanías y pensó, como en el tango, que veinte años no es nada y también que es un soplo la vida. Y se dejó llevar hasta la parada final, allá en la costa abrupta con la playa abierta en el remanso, una playa tranquila y el pueblo dormido un poco más arriba con las casetas de verano de estilo inconfundible, cerradas todavía a cal y canto esperando dueños encogidos en sus trabajos de invierno en ciudades inhumanas de ruido y polvo.

Imaginó seres amargados repletos de ansiedad esparcida por sus carnes pálidas, deambulando como náufragos en el asfalto y durmiendo en camas de hormigón. Seres soñando -al caer de la tarde todavía esa capacidad inextinguible- con la casita desconchada y acogedora del risco en la arena. Seres escuchando, entre coches y peatones y pitidos y máquinas, el sonido cálido del mar lavando los pies hinchados de la rutina de la ciudad. Imaginó que ese mar ponía seda en las almas petrificadas.

Acomodada en su asiento se prometió aprovechar todos los recodos del camino para revivir el tiempo ido y quizá demasiado perdido. El conductor repartía los billetes, conocía a la mayor parte de los parroquianos del trayecto y bromeaba con campesinos, estudiantes y mujeres mientras ella meditaba. No le molestaban las paradas ni las charlas, iba concentrada y confortable y el acento cerrado y duro de la tierra estallaba de pronto en risa llana, poniendo en las caras curtidas una mueca risueña que les venía de atrás, de los momentos de juventud y romería, antes de la fábrica y los hijos, del tiempo del calor de los abuelos, de la siega y las mozas…

Ese día la única extraña en un mundo de conocidos y cotidianeidad era ella y en las miradas de los más atrevidos se adivinaba curiosidad (no era tiempo de turistas aún) pues ella les parecía una pasajera salida de la lluvia y el pasado, un poco misteriosa, un poco fría, rara, un todo lejana en el contexto de sus días iguales más o menos.

Un rato aceptó la conversación tímida y sincopada de su vecino de asiento, hombretón de manos trabajadoras que indagó sin mucho interés aparente su origen y destino. Complació con naturalidad las infantiles preguntas con sencillas respuestas, sin otro ánimo que ser amable, pero no dejó de observar el paisaje ensordecedor del exterior.

Sí, eso le parecía: árboles le saludaban, cantaban pájaros y arroyos mecían sus sueños antiguos. Toda la naturaleza era un grito alborozado y ella deseaba imaginar que ese revuelo era para ella, que sucedía porque regresaba. En un momento dado su vecino se despidió y bajó en la parada siguiente.

Ella se quedó sola y aprovechó para estirar mejor las piernas. De modo difuso le llegaban retazos de historias médicas, muertes, conversaciones cortadas y ajenas, pero ella se instaló en su propia alma, pasajera surgida de la lluvia y el pasado. Esperó. Esperó sin más destino que la parada final donde nadie la esperaba.

Esperó en busca de Proust, del tiempo perdido, de todo y todos.

Y más tarde tuvo el cuerpo blanco y salitroso del paseo por la orilla del agua lamiendo sus pasos enérgicos y luego esos mismos pasos se le hicieron indecisos hasta enderezarlos hacia el bar del puerto.

Era el mismo local de antaño, pero abandonado ya el aire y sabor de la aventura. Mientras reconfortaba el estómago con unas almejas en salsa verde y una caña ante la completa indiferencia de cuatro hombres acomodados en su partida de cartas, entró un viejo. Se quedó clavado como por los pies junto a la barra de mármol ajado. Alzó el marinero el vaso de vino peleón y saludó en su dirección. Ella sonrió con ojos y boca, entera. Él se desprendió a cámara lenta del suelo sucio de la taberna y se llegó junto a ella. Se saludaron como viejos conocidos y ella bebió la historia particular y única del mar en todos sus estados.

Los tiene el mar esos estados, aseveró él: líquido, sólido y gaseoso. Los ojos del hombre estaban reteñidos de todos los soles y matices de la mar y eran tan pronto impenetrables como transparentes.

Le explicó primero los estados líquidos de un mar en la furia del invierno, olas de varios metros y el malecón barrido hasta las casas por toneladas de agua helada y batida y las barcas -como de papel- alternativamente volando y hundiéndose en un vals loco y las gargantas de las gentes secas, anestesiadas.

Ella seguía bebiendo las palabras y el mundo se abría en canal.

Él, animado por el vino y embriagado por la atención de la extraña, pasó a disertar sobre el estado sólido del mar con el entusiasmo de un profesor ensimismado.

Sí, la calma chicha, los veleros estáticos y fantasmales en su inmovilidad en medio de aguas plomizas, pesadas y lentas, y las quillas incapaces de abrir brechas en una masa suntuosa y sin hender que ponía a los hombres el desánimo y la mala palabra en la boca, y entonces el mar y el cielo parecían colocados del revés, dados la vuelta sin sentido, un mundo azul arriba y abajo, a sotavento, por barlovento, confundidos babor y estribor hasta que una brizna de brisa se colaba por los cuerpos cobrizos y las velas se hinchaban anunciando la esperanza.

Con un último vaso en la mano callosa a la que ella le invitó, se lanzó a rememorar el estado gaseoso de su mar, ese mar que aparecía como por sorpresa, nieblas deshilachándose en mechones canosos cercando los barcos, cegando y cortando el paso al sol y, entre los dedos abiertos de la marinería y el vigía, se escapaban tiras de algodón, navajas romas que no levantaban resquicios para ver el horizonte tan conocido, vacío y libre. Entonces todo el deseo de los hombres se instalaba en sus ojos escudriñadores, en instantes vanos para intuir y añorar y esperar que los tules de esa novia se deshicieran y los acantilados que esperaban despojos para vapulearlos y abandonarlos en la playa inhóspita, se quedaran mudos sin su ración de marineros rotos...

Cuando más tarde se sentó en el muelle con los pies colgando en el vacío y empezó a balancearse, pensó por fin profundamente en él. Pensó en el hombre que la abandonó cuando la vida estaba tan lejos de parecerse al tango.

Y le escribió un poema sordo y mudo y definitivo.

Ya no le hablaba de los besos húmedos ni de manos amplias amparando soledades. Ahora él era un sueño y toda la utopía estaba desdibujada y oscurecida, teñida en ocres, abandonada. Su amor benéfico y todopoderoso era ya un pilar apolillado que yacía hecho mil pedazos, añicos entumecidos en un suelo de cascotes de obra antigua y su inmovilidad ya no le causaba espanto pues hubo una tarde en ese muelle y se perdieron y la estela que quisieron dejar había desaparecido en el intento de eternizar su pasión, y zozobrar había sido inevitable y abismal.

En el pasado y con él en el malecón, había desplegado sus invisibles alas para atarle a su piel, pero vio que él no estallaría en besos y alegría.

Las campanas que adivinaba cercanas y musicales se alejaron y dejaron de tocar y el cielo brillante de la tarde se entoldó con el fracaso.

Descubría, en este final de trayecto, que el paisaje valía por sí mismo. El color de sus ojos, de los ojos del hombre que la abandonó, lo había sentido en mil mundos lejanos y tampoco eso era lo importante si los ojos no vivían el color ni el calor.

Quería romper el molde del amor enorme y tierno pero no conseguía ver en su total desastre los restos del ídolo y -aún hoy- debía huir despavorida del abrazo sinuoso de su juventud.

Cuando el disciplinado disco incandescente se metió entre cielo y agua, cansada al fin del paseo y del balanceo inútil, se volvió al autobús. Se fue por el mismo camino de la mañana, dejando en el pueblo costero un nuevo pasado.

Acomodada en su asiento, la extraña pasajera surgida de la lluvia y del pasado, cerró los ojos.

Y se juró no volver jamás.

Ana María Lezcano Fuente, España © 2020

anagun@gmail.com

Ana María Lezcano Fuente nació en San Sebastián en 1950. Es diplomada en Turismo (T.E.A.T), habla algunos idiomas y ha vivido en diferentes países.
Cultiva la narración y la poesía desde la juventud. Ha conseguido diversos premios y, además de ávida lectora, ama la fotografía, participando también en certámenes. Así mismo ha colaborado en páginas web “colgando” relatos de viajes y artículos de opinión. Otros gustos son los viajes y la música. También le interesan las nuevas tecnologías.
Su primera publicación fue en 1985 y sigue escribiendo y publicando. En la Biblioteca Municipal de su lugar de residencia tienen un monográfico con su obra.
Le gustan mucho el relato corto, los haikus y tankas y las poesías de rima libre. Tiene mucho material sin publicar. Sus publicaciones están dispersas en antologías o libros publicados fruto de resultado de concursos e invitaciones a colaboraciones. Sigue escribiendo para diferentes certámenes y por placer. También gestiona algún blog personal.
Acaban de aceptar su inscripción como autora en la Sociedad Cántabra de Escritores (SCE). Forma parte de REMES (Red Mundial de Escritores en Español). Sus derechos de autor están protegidos por CEDRO.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:

  • No debéis venir a visitarme
  • Me olvidé de vivir

    Regresar a la portada