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El Espejo

El hombre se miró en el espejo y no se reconoció. Parecía más viejo, con arrugas en los sitios donde no iban y con verrugas que jamás había tenido. Definitivamente, la culpa debía ser del espejo. Los espejos, al igual que los instrumentos musicales, pensó, se desafinaban con el uso y empezaban a reflejar imágenes equivocadas. No siempre se podía confiar en los espejos. El último espejo que había tenido le mostraba a un hombre gordo, pero él era flaco; uno narizón, pero él tenía la nariz corta; uno semicalvo y él tenía abundante pelo.

Ya no hacían los espejos como antes. Ahora todos provenían de la China, y simplemente reflejaban las cosas a su manera, a grado tal, que en vez de invertir las imágenes, las enderezaban, obligándolo en ocasiones, paradójicamente, a verse tal como era. Por ejemplo, el lunar que siempre le había aparecido en el espejo en la mejilla derecha, ahora le aparecía en la izquierda y más de una vez le había dicho al dentista que le dolía la muela equivocada.  

Definitivamente, debía deshacerse de ese espejo, aunque no sería asunto fácil. Se lo había regalado una amiga; medía dos metros de alto por uno de ancho, estaba empotrado en la pared y debía pesar no menos de 20 kilos.

Miró el espejo con ojos de venganza y el espejo le devolvió una mirada de compasión. ¡Siempre llevándole la contraria, el muy maldito! Incluso sospechaba que el espejo espiaba sus momentos más íntimos, para grabar todo lo que él hacía en el disco duro de sus cristales, para después pregonarlo de espejo en espejo por todo el mundo. Y no era solamente que el espejo se hubiera vuelto mentiroso, sino que además reflejaba lo que le daba la gana. Cuando iba afeitarse, en vez de su rostro, aparecía una anciana gruñona o un perro aullando en medio de la noche. Eso era absolutamente intolerable, ¿cómo le podía recortar el bigote a una anciana o peinarle el mechón de la frente a un perro salchicha?

Tenía que planear cómo deshacerse del espejo sin que el espejo se diera cuenta. Uno nunca sabe qué vengativos puedan ser los espejos. Podría desprenderse de la pared y del golpe mandarlo a la sala de urgencias. Podría incluso robarse su imagen y hacerlo desaparecer para siempre de  esta tierra. Tendría cuidado. Empezó a tratarlo hipócritamente, como si nada anormal estuviera pasando. Fingía que le podía cepillar los dientes a un león y hacerle el nudo de la corbata a una tortuga. ¡Ya vería aquel bandido quién era el que mandaba en esa casa!

Lo primero que hizo fue ir a un sitio de antigüedades para buscar un espejo sencillo que no tuviera ninguna maña. El dueño, un señor de largas barbas y gruesos lentes, lo recibió amablemente y lo llevó a la sección de espejos. Los había de todo tipo, pero él tan sólo se atrevía a mirarlos de reojo por temor a que los espejos reflejaran lo que no debían. Al verlo tan medroso, el dueño le señaló un gran espejo de baccarat.

“Es uno de los espejos más finos que se ha hecho en el mundo. En su superficie se reflejaron reyes y deliciosos banquetes. Fue hecho en 1820, en la misma fábrica de Baccarat, en Francia, y dicen que perteneció al último zar de Rusia…”

“¿No tiene algo menos ostentoso?”, preguntó el hombre tímidamente.

El dueño le señaló un espejo más pequeño, con un marco realmente extraño. Dos mujeres desnudas con sus cabelleras cubiertas de flores, una rubia, en la parte de arriba y otra pelirroja, en la parte de abajo, yacían exhibiendo sus cuerpos. La pelirroja parecía dormitar, pero la rubia lo miraba fijamente. Apartó de inmediato su vista de ese espejo. Sabía que si lo compraba, aquella mujer estaría observando cada acto de su existencia, cada segundo de su vida, y eso sería completamente insoportable.

El dueño, con paciencia, le mostró varios con marcos adornados y cristales brillantes, y de sólo verlos presintió cuán vanidosos serían al ver su reflejo. No, no quería ninguno de esos. Después de mucho buscar, encontró el espejo perfecto: era pequeño, tan sólo se veía su cara y tenía un marco blanco, nada ostentoso. Había pertenecido a una anciana y ninguna otra cara se había reflejado jamás en su superficie. El dueño se lo empacó con cuidado y él se lo llevó a casa, oculto debajo de su abrigo para que el espejo espía no notara nada.

Ahora vendría la siguiente parte de su plan. Entraría al baño por la noche sin prender la luz y con un martillo haría trizas todas sus burlas, sus desplantes, sus inocentadas. Después lo empacaría en una bolsa negra para que jamás volviera a ver la luz del día y lo arrojaría desde un puente para que se hundiera para siempre en las entrañas del río.

Planeó todo minuciosamente. Bolsa de plástico, cinta adhesiva para cerrar la bolsa herméticamente, martillo de buen calibre… se taponaría los oídos para no tener que escuchar las plegarias ni los quejidos desgarradores del espejo.

No aguantaba un día más, lo estaba enloqueciendo con sus caras de hombre lobo, con sus rostros surcados de cicatrices, con los rasgos mutilados… en verdad se había pasado de la raya, convirtiéndose en un espejo verdaderamente sádico. Y, ¿qué había hecho él para merecer todo eso?  Limpiarle las manchas, despejarlo con una toalla cuando  el vapor de la ducha lo empañaba, apretarle los tornillos cuando se aflojaba de la pared, cuidarse de no salpicarlo cuando se cepillaba los dientes…

La decisión estaba tomada. El espejo se había convertido en un extraño con el que no podía ni quería compartir su vida. Por una semana seguida aplazó para la noche siguiente el momento de la verdad. Sentía una mezcla de miedo y de fastidio por tener que hacerlo, pero no había caso, o era él o era el espejo. Finalmente, una noche se armó de valor, reunió todos los implementos y se dirigió descalzo al baño para no hacer ningún ruido que lo fuera a delatar.

Sería una cuestión de segundos. Su vida volvería a la normalidad, y él volvería a ser él, ya no sería el esclavo de un espejo ni de esos seres extraños que lo contemplaban con miradas siniestras y ojos brillantes pretendiendo ser su reflejo.

Entró en perfecto silencio en una oscuridad total. Había contado los pasos que lo colocarían exactamente al frente del espejo. Levantó el martillo y se dispuso a lanzar su primer golpe. Echó el brazo hacia atrás y con toda la fuerza de sus músculos, le propinó el primer martillazo. Sintió cómo los cristales rebotaban contra el piso del baño, y a pesar de los tapones en los oídos, dentro de su cerebro retumbó el grito más desgarrador que hubiera escuchado en toda su vida, como si en verdad estuviera matando a un ser vivo.

Los médicos que practicaron el levantamiento del cadáver no tuvieron ninguna duda en declarar que se trataba de un suicidio. Allí, a su lado, estaba el martillo ensangrentado. El hombre se había partido con él en dos el cráneo. Cientos de pedazos de espejo rodeaban su cadáver, de la cabeza a los pies. Lo que no lograron explicar los médicos en su informe fue por qué el hombre se había ensañado primero de manera tan brutal contra un inocente y simple espejo.

Mario Lamo Jiménez, Colombia © 2009

Cosongo@aol.com

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