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Flores amarillas en una siesta de lluvia

La última vez que la vieron estaba en una calle céntrica, parada junto al cordón de la vereda. Apenas había dejado de llover y el ramo de nomeolvides amarillas que llevaba en las manos era la única nota de color en el gris de la siesta. No parecían importarle las salpicaduras que los vehículos dejaban en su ropa: era evidente que esperaba a alguien.

Dos días después, los canales de televisión difundían la noticia: junto a la foto de la mujer desaparecida estaban los datos personales y el pedido de colaboración a la ciudadanía para brindar cualquier información útil. Se trataba de Lidia Tejada, de 50 años de edad, enfermera del Hospital Regional. Era de baja estatura, muy delgada, con ojos azules y el cabello muy corto.

En el hospital informaron que ese día no había ido a trabajar.
—La señora Tejada tuvo desde el principio un desempeño irreprochable –manifestó el doctor Raúl Otero, director del nosocomio.
—Ella no es de faltar –dijo una de las enfermeras– y avisa si se va a demorar o no va a venir.
—Lidia no se lleva mal con nadie y siempre tiene una palabra cariñosa para los pacientes –declaró otra de sus compañeras.

Cuando entrevistaron al marido dijo:
—Recién a la noche me di cuenta de que se había dejado el celular. Cuando la quise llamar para ver por qué tardaba tanto, el teléfono sonó acá en la casa. Cada tanto le pasa de dejárselo olvidado.

Los vecinos también estaban ansiosos por dar su testimonio; no todos los días tenían la oportunidad de aparecer en la televisión.
—Ella nunca se iría así, de improviso…
—No es una mujer de salir si no es con su marido…
—Colabora mucho con una ONG ecologista y con un grupo que hace salvataje de perros vagabundos. Aparte de eso, va siempre del trabajo a su casa y de su casa al trabajo…

El comisario Acevedo fue puesto a cargo de la investigación. Durante los tres días siguientes recibió innumerables llamados de personas que creían haber visto a Lidia: el pasajero de un micro; un peatón al que le había llamado la atención el ramo de flores amarillas; algunos que pasaban en sus coches dijeron que la habían visto subir a un auto, aunque no podían precisar el modelo ni el color. Muchos más daban versiones incompatibles con los rasgos de Lidia o el lugar de la desaparición.

No parecían importarle las salpicaduras que los vehículos dejaban en su ropa: era evidente que esperaba a alguien. Poco después, un Audi estacionó frente a ella. El conductor bajó la ventanilla y le dirigió unas palabras. La mujer asintió con un gesto y subió al vehículo.

Con el paso de los días sin que surgieran noticias de Lidia, el comisario Acevedo intensificó la investigación al marido. Buscó antecedentes de violencia, denuncias, algún indicio que hiciera pensar que él la había asesinado. Siempre había tenido la convicción de que cuando una mujer desaparece o es encontrada muerta, su pareja es culpable. La mayoría de los casos lo confirmaba. Por eso, interrogó a las amigas y compañeras de la mujer desaparecida.
—¿Alguna vez vio en ella marcas que pudieran ser compatibles con golpes no accidentales? ¿Alguna lesión o moretón? ¿Señales de quemaduras de cigarrillo? –le preguntó a una de las enfermeras.
—Nunca. Lo único eran las heridas en las manos causadas por una ampolla de medicamento que se rompió al intentar abrirla, algún pinchazo cuando un paciente se resistía a que le colocara un suero, nada más que eso. A todas nos pasa.
—¿Y una relación extramarital? –preguntó el comisario.
—No, estoy segura. A mí me lo habría contado. Somos íntimas, nos contamos todo. Aparte, en esos casos hay indicios. Lo único fue que, en este último mes, al terminar su turno, empezó a pasar tiempo en la biblioteca del hospital, conectada a Internet. Una vez le pregunté y me dijo que estaba mandando unos e-mails desde ahí porque tenía rota la computadora.
—¿Y a usted no le pareció extraño? –preguntó Acevedo.
—No. No me dijo a quién le escribía y yo no le pregunté, pero no me llamó la atención para nada. Muchos de nosotros usamos la computadora del hospital, es muy común.

Los expertos ya habían accedido al correo electrónico y al celular de Lidia y no habían encontrado correos o llamados sospechosos.

Nada en la vida de Lidia hacía esperable su desaparición, ya fuera forzada o voluntaria. Sin embargo, Acevedo encontró una pista: un año antes, la mujer había declarado como testigo en una causa por homicidio. Un conductor alcoholizado había atropellado a un ciclista y éste había muerto. Lidia había presenciado el hecho y había tomado nota del número de patente antes de que el auto se diera a la fuga. Su declaración fue clave para condenar al hombre, aunque por el delito cometido le correspondía una pena excarcelable.

La mujer asintió con un gesto y subió al vehículo.
—Por suerte ya no llueve más. Si no, te dejaría mojado el asiento de esta joyita que te compraste. Todavía tiene olor a nuevo.
—Ese sería el menor de los problemas. ¿Y se puede saber qué hacés con esas flores? –dijo él.

Tenía alrededor de 50 años, ojos marrones y vestía ropa azul de cirugía debajo de un impermeable negro.
—Una vez me dijo que le gustaban las nomeolvides amarillas y quiero que se las llevemos. Podemos hablar delante de él; es un lugar como cualquier otro.
—Estás loca. No, loca no. Sos perversa.
—Apurate. A las 16 hs. empieza mi turno y sabés que soy muy puntual.
—No creo que haya mucho que hablar. Y esas flores están fuera de lugar.

El comisario Acevedo interrogó al hombre contra el cual Lidia había declarado. Su versión fue que después del juicio no había vuelto a verla y que había sabido de su desaparición a través de la prensa. Contó también que había ingresado a un programa de rehabilitación para personas con alcoholismo y que estaba agradecido a Lidia por lo que había hecho. Acevedo no creyó en esas palabras, pero la coartada del individuo para ese día era sólida.

La prensa, acuciada por noticias más urgentes, le dedicó cada vez menos espacio al suceso hasta que desapareció de los noticieros.

—No creo que haya mucho que hablar. Y esas flores están fuera de lugar.
—¿Te parece? –preguntó ella con ironía–. Yo creo que se las merece.
—No quiero perder tiempo.
—No lo vamos a perder. Lo que tenemos que hablar se soluciona rápido. Los dos sabemos cómo.
—Sos cínica. Tus mensajes desde una dirección de e–mail que no es la tuya…

Ella lo interrumpió:
—No soy tan tonta. No me subestimes.
—¿Y qué pasa si me niego?
—No sería lo mejor para vos. Tampoco es exagerado lo que te pido.

La investigación había llegado a un camino sin salida. De mala gana, el comisario Acevedo tuvo que considerar la hipótesis de que Lidia se había marchado en forma voluntaria. No había nada potencialmente peligroso en su pasado ni en su relación de pareja; no existía un amante; no había un historial de trastornos mentales que hicieran pensar en una amnesia; no había acudido a un centro asistencial para pedir ayuda; no había en la morgue un cadáver sin identificar.

—¿Y qué pasa si me niego?
—No sería lo mejor para vos. Tampoco es exagerado lo que te pido.
—Creo que sos vos la que me está subestimando –respondió Raúl–. Es ridículo que quieras venir al cementerio a traerle flores a este hombre.
—En realidad, se las tendrías que traer vos.
—Sabés que estaría acá de cualquier modo. No le quedaba mucho.
—Pero vos lo ayudaste, doctor... ¿Te sigo llamando doctor Raúl Otero o preferís que te diga doctor Eutanasia? Sabés que te vi. No puedo quedarme de brazos cruzados a menos que me convenzas de que lo haga.
—Libré del dolor a un hombre en condición terminal, ayudé al Estado a disminuir el gasto público y alivié las finanzas del hospital. Nuestros impuestos tienen que ir a fines más útiles, no a prolongar la vida de los que ya están casi muertos.
—Las finanzas del hospital y tu Audi 0 km. Vos dirás lo que quieras. Yo sé que antes hubo otros, pero en este caso fui testigo... no será la primera vez que doy testimonio en un caso de homicidio.
—Y si cedo a tu chantaje, ¿quién me asegura que no lo vas a seguir haciendo? De acá en adelante, creo que no me vas a dejar en paz.
—Podría prometerte que será la única vez, pero ¿me vas a creer?

El expediente de la desaparición de Lidia Tejada quedó bajo una pila de carpetas y al comisario Acevedo le asignaron otros casos. Sólo el marido y los allegados siguieron reclamando que Lidia apareciera. Querían saber qué le había sucedido.

—Podría prometerte que será la única vez, pero ¿me vas a creer?

El cementerio estaba vacío. La lluvia reciente parecía haber disuadido a los visitantes; ni siquiera se veía cerca al guardián municipal.

Los dos estaban delante de una tumba que se notaba reciente. Alrededor, en las desparejas veredas de adoquines, habían quedado algunos charcos.
—Claro que no. Detrás de esa apariencia de mujer dedicada a causas humanitarias se esconde una corrupta como cualquiera.

Lidia se inclinó y dejó el ramo de flores sobre la lápida.
—Te vi hacerlo y te estoy ofreciendo un trato más que generoso –dijo–. Nos conviene a los dos.
—No lo creo. Sé que no vas a dejar de chantajearme nunca. Por eso tengo que solucionar esto de raíz –dijo él, mientras sacaba un bisturí del bolsillo de su impermeable. Lidia no tuvo tiempo para incorporarse. Raúl era cirujano; sabía cómo provocar una herida grave y lo hizo sin dudar. Después de asegurarse de que estaba muerta, la arrastró sin esfuerzo hasta el sector más antiguo del cementerio, donde aún quedaban panteones fastuosos, con ornamentadas escaleras y ángeles con miradas compasivas. Todos estaban abandonados, carcomidos por los años, con las puertas que colgaban de las bisagras o abiertas de par en par. No quiso dejar huellas ensangrentadas en los senderos empedrados; las malezas y el barro disimularían las marcas. Con suerte, volvería a llover.

Raúl introdujo el cuerpo en uno de los panteones y lo acomodó en el hueco destinado a un ataúd. Pensó que pasaría mucho tiempo antes de que la descubrieran; el olor de la descomposición no llamaría la atención.

Envolvió el bisturí con un pañuelo y lo introdujo en el bolsillo del impermeable. Cuando llegara al quirófano lo esterilizaría y no quedarían rastros; la prenda negra disimularía las manchas de sangre que pudieran haberle quedado.

Lo de Lidia era una advertencia para ser más cuidadoso en adelante, porque no lo dudaba: seguiría ayudando a los que sufrían, al Estado y a las finanzas del hospital.

Fue a la tumba que habían visitado, recogió el ramo de flores amarillas, volvió al panteón y lo arrojó sobre el cuerpo de Lidia. Después, subió al auto y regresó a su trabajo.

Liliana Fassi, República Argentina © 2022

lilianafassi@hotmail.com

https://lilianafassi.wixsite.com/misitio

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2021

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