Eso me decía Pilar cuando éramos adolescentes y yo estaba tan segura de mi vocación.
—Cuando seas doctora vas a decidir sobre la vida y la muerte de las personas.
—Sobre la muerte, no. Esa decisión la toma Dios, Pili. Yo voy a hacer lo posible por salvarles la vida.
Pilar y yo crecimos juntas. Nos hicimos amigas cuando su familia se trasladó a dos casas de distancia de la mía y empezamos cuarto grado en la escuela del barrio. Al finalizar el secundario, yo insistía en estudiar Medicina. Como mis padres no quisieron que viviera sola, alquilaron nuestra casa y nos trasladamos a la Capital. Pilar deseaba ser maestra y se quedó en la ciudad.
Sufrimos al separarnos. Éramos dos adolescentes que disfrutábamos debatiendo sobre temas tabúes: la primera relación sexual, el aborto, la eutanasia. Nos esforzábamos por encontrar los mejores argumentos. Las dos queríamos cambiar el mundo, pero de maneras distintas: yo había hecho mías las opiniones de mis padres y, como ellos, era partidaria de tener mano dura. Sin embargo, Pilar siempre sabía cómo acorralarme con mis contradicciones:
—Lauri, vas a ser médica, pero estás a favor de la pena de muerte. A ver, explicame eso.
—Es que hay criminales que no se van a curar nunca. Sueltos son un peligro porque siguen haciendo daño y si están encerrados los tenemos que mantener nosotros.
A esta altura de mi vida, tengo más dudas que certezas. Durante estos años vi muertes injustas y vidas desperdiciadas, pero en todos los casos luché para arrancarle sus presas a la muerte. A los médicos también nos gusta sentirnos dioses. De todos modos, sigo pensando que hay personas que no merecen vivir. Acá donde estoy parada en este momento, estoy más segura que nunca. Pilar me diría que sigo siendo incoherente.
Un día, me preguntó:
—Si en una urgencia te toca atender a un delincuente y a la víctima, ¿a quién atendés primero?
—Eso ni lo dudo: la víctima está primero.
—¿Y si el delincuente es el que está más grave?
Ya aprendí que es difícil tomar una decisión así. Hasta hoy, pude respetar mi juramento como médica y mantener a distancia mis sentimientos y mis creencias. Me pregunto si mañana podré decir lo mismo.
Cuando recién nos mudamos, Pilar y yo nos escribíamos todas las semanas, pero de a poco, absorbidas por nuestros estudios y algunos novios ocasionales, nos fuimos alejando. Sin embargo, siempre extrañé aquellas largas horas que pasábamos deliberando.
—Te pongo como ejemplo a Fabián —dije una vez—. Ese es un futuro delincuente.
Fabián era la pesadilla del barrio. Le gustaba maltratar a los demás; por supuesto, a los más débiles. Se divertía tirándoles petardos a los perros callejeros, haciendo caer a los nenes que aprendían a patinar en el club o salivando en las tazas de sus compañeros durante la merienda. Una mañana llevó un encendedor y le quemó un mechón de pelo a una chica de la escuela. Lo expulsaron, pero tres días después regresó más soberbio que antes. Su padre era amigo del director y quién sabe por qué favores hechos y recibidos lo reincorporaron como si nada.
—Esto pasa por culpa de la familia, Lauri. Si lo educaran como deben, en vez de pedirle al director que haga la vista gorda, él sería diferente.
—Pero ya está perdido, Pilar. ¡Si a los 15 es capaz de prenderle fuego a una chica, no quiero ni pensar lo que va a hacer a los 30!
Al madurar me fui dando cuenta de que las cosas no son tan simples como pensaba cuando aún era idealista.
Mi padre iba ocasionalmente a la ciudad para resolver asuntos de la casa y siempre traía noticias. Una vez lo hizo con una bomba que explotó en medio del comedor: Pilar había dejado de estudiar y se había casado.
—¡Con Fabián! ¡No puede ser!
Me enojé, pero no me sorprendí; era evidente que seguía pensando lo mismo que cuando teníamos 15 años. Intenté de muchas maneras comunicarme con ella, pero no lo conseguí. De todos modos, ya era tarde.
—Pilar está loca. Debe pensar que él va a cambiar por amor a ella.
La última vez que papá viajó, contó que habían tenido mellizos; eran dos varones. Muy poco después, mis padres murieron en un accidente. Sin ellos, no me sentía a gusto en la capital; no tenía una pareja estable; no sabía cómo continuar mi vida. Por eso decidí regresar a mi ciudad. Había conservado la casa y logré que me trasladaran al hospital local como especialista en Terapia Intensiva.
Lo primero que hice fue visitar a los padres de Pilar, que seguían viviendo en la misma cuadra.
—A los chicos los tenemos nosotros, pero él no lo soporta. No nos deja en paz —dijo don Lalo. En su voz se notaba que ya no era el hombre jovial que había conocido en mi infancia.
—Creo que no lo va a hacer nunca —dijo Ester—. A veces nos parece ver a algunos de sus amigotes dando vueltas por el barrio. Él no puede aparecer por acá, por supuesto, pero manda a esos mafiosos.
Así era Fabián: seguía sintiéndose tan poderoso como en la adolescencia.
Me instalé en mi vieja casa y empecé a trabajar en el hospital.
Hace un rato, tomé la guardia por las próximas 24 horas. Mañana, cuando me vaya, nada será igual: ingresarán unos, se irán otros. Haga lo que haga, dentro de 24 horas ya no seré la misma.
Susana, la médica que había estado ese día, me dio el parte médico antes de irse.
—Los de la 1 y la 3 pasaron al piso. Alberto sigue igual.
Alberto es un anciano con cáncer terminal, que está internado desde hace una semana. Con su espíritu, nos ha conquistado a todas. Nos dolerá cuando se vaya. Sabemos que no tenemos que involucrar nuestros sentimientos al tratar a los pacientes; sobre todo a los de Terapia Intensiva, pero no siempre es posible. Somos médicos, pero ante todo somos humanos y falibles.
—Los chicos están mal —me había dicho Ester cuando volví—. Lo que vivieron es demasiado difícil para unos nenes tan chiquitos.
—Y si la madre no está, ¿con quién se van a quedar ellos? —dijo don Lalo—. Los padres de él no quieren ni verlos, como si Pilar les hubiera transmitido alguna peste.
—Él nos odia; siempre dijo que desde que eran chicos le llenábamos la cabeza a Pili en contra suya —agregó Ester—. Y ahora el tiempo nos demuestra que teníamos razón.
—No queremos que piensen que la madre los abandonó.
Hoy soy para ellos la hija que había sido antes. Hablamos durante horas, como lo hacíamos con Pilar; es una forma de catarsis. Los nenes aprendieron a quererme como si fuera una tía y yo los amo como si fueran míos. Me alegra no ver al padre en sus caritas. Entre sus abuelos y yo tratamos de darles la educación que su madre soñaba. Con la ayuda de una terapeuta y con nuestro amor, van superando sus traumas. Aun así, el miedo no nos abandona. Ese también es el poder de Fabián.
Mientras leo las historias clínicas del día, Susana continúa con el parte:
—En la 2 hay un preso que trajeron anoche. No sé si viste al policía afuera. Fue una pelea entre varios, pero este sacó la peor parte.
—¿Y por qué lo trajeron acá? ¿No lo podían atender ellos?
—Necesitaba una operación urgente. El neurocirujano estuvo cinco horas tratando de salvar a esta basura. No tendría que haberse esforzado tanto.
—¡Susy!
—¿Sabés por qué está preso? Este animal mató a la mujer a puñaladas. Le dieron 25 años, pero eso no les devuelve la madre a esos nenes ni la hija a esos padres.
Antes de ver la historia clínica supe quién era. En mi mente resonó la voz de Pilar: —Lauri, ¿qué harías si un delincuente…?
Me acerqué a la cama y miré a Fabián: la cabeza vendada, los moretones en la cara, los nudillos ensangrentados. Esas manos que mataron a Pilar.
Hace un rato tomé la guardia por las próximas 24 horas. Hoy podría desempeñar la misión de Dios. Tengo la oportunidad y los medios.
Liliana Fassi, República Argentina © 2021
lilianafassi@hotmail.com
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Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2021
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