Poco a poco, empezaron a llegarle imágenes, nombres, recuerdos. Supo que se llamaba Nicolás, que tenía 43 años y que estaba en el hospital donde trabajaba desde hacía siete. Unos minutos antes había tomado la guardia por 24 horas.
Le daba indicaciones a Daiana, la enfermera que coincidía con él esa noche, cuando dos personas irrumpieron en la sala. Uno de ellos, un hombre de unos cincuenta años con una cicatriz en la mano derecha, arrastraba a un adolescente herido en el abdomen. El mayor les apuntó con un arma y dijo:
—Le sacás la bala y lo cosés. ¡Ahora! Si se muere, sos boleta. Si llamás a la yuta, sos boleta. ¡Y vos cerrás el pico y hacés lo tuyo! —le dijo a Daiana.
Nicolás se preguntó cómo habían podido llegar hasta la sala de guardia sin que el vigilante los hubiera detenido en la entrada. ¿Qué estaría ocurriendo con los pacientes en la sala de espera y en las otras alas del hospital? ¿Cuántos cómplices habría afuera?
—Yo estoy obligado a llamar a la policía cuando llega un herido de bala.
—Si llamás a la yuta sos boleta —repitió el hombre.
Nicolás no necesitó mucho para reconocer el grave estado del joven.
—La bala dañó tejidos importantes. Necesita una transfusión y una cirugía con urgencia. “Éste seguro que tiene SIDA, lo único que me falta es contagiarme… y el olor a vino no se aguanta…”
—Entonces hacela, matasanos.
—No soy cirujano. Tengo que llamar a uno.
—Lo curás acá y me lo llevo.
—Si se lo lleva, no vivirá mucho más.
“Qué estoy haciendo? ¡Discutiendo con un criminal! ¡Y, por si fuera poco, armado!”
—¿Adónde tenés para ponerle sangre?
—Al final del pasillo, pero le repito…
El agresor miró hacia la puerta y gritó:
—¡Colorao! Decile al Momo que entre acá adentro.
Cuando el cómplice llegó, el de la cicatriz le apuntó a Daiana y le dijo:
—Vas a buscar la sangre y volvés. Y que ni se te ocurra hacer nada raro.
Miró a Momo y le dijo:
—Ya sabés, la boleteás.
—¡Oiga! —dijo Nicolás—. Por si no lo sabe, no se le puede poner cualquier grupo de sangre. Y ya le digo, con la sangre solamente…
El hombre le apuntó a la cara y le dijo:
—¡Te callás y se acabó!
Mientras esperaban, el delincuente abrió el armario de los medicamentos y empezó a guardarlos en los bolsillos.
—¡Espere! Necesito algunos para ponerle al chico. Antibióticos y calmantes, los demás se los puede llevar, pero no nos lastime...
En ese momento, Nicolás tomó conciencia de un sonido que llegaba desde afuera. Nunca lo había escuchado y no se le ocurría qué podía ser.
—¿Qué hiciste, hijoputa? ¿Tocaste una alarma o qué?
—¿Qué puedo haber hecho? Usted vio que no me moví de acá.
Las voces de los atacantes en la entrada le llegaban con claridad. Reconoció una jerga carcelaria, pero otra voz sonaba diferente: culta, cuidada, la de alguien que pertenecía a su propio mundo. Parecía luchar con alguna dificultad, pero no con la angustia de quien corre peligro.
“Esto va mal. ¿Por qué se demoran tanto?”
“No me interrumpas... termino esta idea… no quiero olvidarme…”
“Yo entro a ver qué está pasando”.
“No. Vos te quedás acá.”
“Callate, así no me dejás pensar.”
“No, Nicolás, me parece que no, no me convence…”
“Bueno, ¡ya basta! Se terminó por hoy.”
—¡Vos hiciste algo! —gritó el malviviente y le dio a Nicolás un culatazo en la cabeza. Todo se volvió negro.
Cuando Leo abrió los ojos vio que su bata y la de Daiana, la enfermera que coincidía con él en la guardia de esa noche, estaban teñidas de rojo. Ovillos de gasa sucia se amontonaban en un recipiente de acero. Frente a él, un hombre con una cicatriz que zigzagueaba por su mano derecha le apuntaba con una pistola. En la camilla, se desangraba un joven con una herida de arma blanca en el abdomen. El pulso era casi imperceptible; su palidez anunciaba el final inminente.
—Lo cosés y me lo llevo.
—Con coserlo no voy a solucionar nada. Necesita una transfusión y una cirugía cuanto antes. Si se lo lleva, no vivirá mucho más. “Éste seguro que tiene SIDA, lo único que me falta es contagiarme… y el olor a vino no se aguanta…”
—Ponele la sangre, entonces.
—Acá es imposible. Esto es una sala de primeros auxilios. Hay que trasladarlo con urgencia a un hospital. Le digo que necesita una cirugía. “Estos tipos son todos unos drogadictos, la pelea debe haber sido porque alguno se quiso quedar con la blanca que no era de él. ¿Por qué no me habré ido de esta covacha? Estoy desperdiciando mi vida y mi carrera atendiendo a estos piojosos que, encima, me amenazan…”
Junto a él, Daiana presionaba la herida con compresas que se empapaban de inmediato. Lloraba, pero sus manos estaban firmes. “Y esta tonta que cree que va a salvar al mundo. Cuando se recibió pidió expresamente trabajar en este barrio, ¡qué estúpida! Si yo salgo de esta, juro por Dios que me voy de acá. Aunque no sé si este tipo nos va a dejar vivos. Tiene la cara descubierta y eso no pinta para nada bien.”
En ese momento sonó el celular de Leo. El delincuente se lo arrebató, lo arrojó al piso y lo destrozó con el pie.
—¡No! ¡Va a llamar la atención que no atienda!
—Si estás durmiendo no contestabas.
—¿Y si viene gente a pedir atención?
—No te preocupés. Mis amigos de afuera saben lo que tienen que hacer.
—Pero…
—¡Vos hace lo tuyo!
Desde afuera llegaba, insistente, un sonido que no podía identificar, aunque le parecía que lo había escuchado antes. Era un tableteo que a veces aumentaba; otras, se hacía más lento y por momentos se detenía.
—¿Qué hiciste, hijoputa? ¿Qué tocaste?
—No hice nada. Usted mismo vio que no me moví de acá…
Leo escuchaba varias voces; algunas hablaban una jerga carcelaria, como la del malviviente que tenía enfrente, pero otra era la de alguien de su propio mundo. Sonaba frustrado; parecía desear algo que no lograba; angustiado, pero no en peligro.
“No, esto no funciona.”
“Acá hay algo que va mal. ¿Por qué se demoran tanto?”
—¡Vos hiciste algo! —gritó el atacante.
—¡Le juro que no! Usted vio que no me moví de acá en ningún momento.
“No, no… yo no puedo discutir así… alguien me está metiendo ideas en la cabeza…”
“¿Leo? ¿León? No, de león no tiene nada. Lio… no, no… ¿Ignacio? ¿Andrés?”
“Falta algo… estoy en blanco…”
A Andrés le preocupaba cada vez más lo que podía ocurrir. Como si hubiera convocado a la muerte, el herido dejó de respirar.
—¡Mierda! —dijo—. Es un paro cardíaco. ¡Daiana, el desfibrilador!
Cuando la palabra salió de su boca se preguntó cómo sabía él qué era lo que necesitaba y cuál era el nombre del instrumento. Segundos después tuvo la certeza de que había salvado muchas vidas gracias a ese aparato.
A medida que el tiempo transcurría, iban apareciendo en su mente imágenes nítidas: sus años en la Universidad; su primer viaje a Europa; los rostros y las voces de su mujer y de sus tres hijos. Hasta ese momento ignoraba tenerlos y surgieron así, de pronto.
“No, no, no, no me cierra”.
—¡Dale! ¡Traelo de vuelta! —gritó el de la cicatriz—. El pibe lo tenés que salvar. Si se muere, ya sabés. Mirá que yo ya tengo dos finados y el refrán dice que no hay dos sin tres.
—No soy Dios. Ya le dije, necesita una cirugía urgente. Si no, no va a sobrevivir. Ya perdió mucha sangre.
—¡Traelo de vuelta!
“Al menos hay que reconocerles que entre ellos se cuidan, ya que no les importa de los demás. Son capaces de salvar a un perro antes que a cualquiera que se le cruce por la calle.”
A pesar de sus esfuerzos, Andrés no pudo reanimar al joven.
“¿Reanimar? ¿Esfuerzos? Podría ser…”.
“¡Sentí! De adentro vienen los gritos del Marcao. ¿Qué será?”.
—¡Hijoputa! ¡Lo dejaste morir!
Uno de los atacantes se asomó por la puerta de la sala de guardia y dijo:
—¡Dale, Marcao! Boletialos y nos vamos. ¡Rápido!
Andrés oyó las voces, el habitual tableteo y el sonido del disparo. Al mismo tiempo llegó el dolor quemante en el pecho.
Su último pensamiento fue un reproche: ¿por qué no había dejado ese trabajo cuando todavía estaba a tiempo? Ahora ni siquiera podría despedirse de sus seres queridos.
Cuando Andrés abrió los ojos, escuchó el sonido estridente de la sirena de una ambulancia. Experimentó un déjà vu: un hombre con una cicatriz en la mano derecha le apuntaba a un médico en una sala de emergencia. ¿Le había pasado a él o se lo habían relatado?
Supo que algo malo le ocurría; el dolor en el pecho era insoportable. No necesitaba que le dijeran nada. Las miradas de los médicos que lo atendían hablaban por ellos.
—¡El desfibrilador! dijo uno.
—¡Lo perdemos!
Antes de cerrar los ojos por última vez, alcanzó a ver, como si mirara a través de un vidrio, la silueta de un hombre con barba y bigotes. Tenía un ojo entrecerrado por el humo del cigarrillo que colgaba de su boca. El tableteo se había vuelto vertiginoso. Luego, se sumergió en la oscuridad final.
Cuando Andrés abrió los ojos vio que las luces del techo se deslizaban a la velocidad de la camilla en la que estaba acostado. El dolor en el pecho era insoportable. Una voz detrás de su cabeza decía:
—Tranquilo, flaco. Vas a estar bien.
Cómo médico, sabía que su condición era crítica. Muchas veces le había dicho esas palabras a alguien que estaba muriendo. Sin embargo, el miedo lo abandonó cuando oyó la voz que ya le resultaba tan familiar:
“¡No hay caso! ¿Por qué nunca puedo escribir un relato en el que el protagonista se muera?”
Liliana Fassi, República Argentina © 2024
lilianafassi@hotmail.com
https://lilianafassi.wixsite.com/misitio
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2024
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