Regresar a la portada

Palabras

I

Me hace tanta falta La tienda de palabras. Quizás porque ese era el lugar donde encontraba siempre las palabras justas para hacer volver a Irene. La llamaba urgente para decirle que por fin ya nos había llegado el borogobio, que habían amanecido florecidas las zamarenas, que su madre no cesaba de mugiflarme, que nos estaban creciendo váparas en las ventanas.

Las palabras eran como magia en tabletas. Ella dejaba al instante cualquier cosa que estuviera haciendo, fuera una canción, un diseño, alguna carta anónima para el presidente, una línea más en su lista de razones para desintoxicarse de mí. Llegaba corriendo a la casa, se abrazaba a su biblioteca, buscaba la palabra de ese día, contenía su leve guiño de felicidad angustiada-cómplice, guardaba el libro y me daba un beso.

Aprendí incluso a inventar mis propias palabras: que se nos estaba despintando la bardulia, que habían venido los bromarios a llevarse las govias del piano, que qué quería que hiciera ahora con las invitaciones de la logia de los cornucopistas. Y aunque casi siempre lograba adivinarme el truco, nunca podía evitar hojear el libro; a veces, en desesperación, algún otro, algo de Romaña o de Salarrué, que ayudara pronto a sacarla de la duda. En estas ocasiones el guiño llevaba siempre algo de furia entre ojos, pero igual volvía y me daba el beso.

Luego se apartaba, me miraba la punta del zapato izquierdo, con la cabeza ladeada como tratando de alinearse con alguna constelación. Bajaba mi mano de su cuello, distantemente entrelazada en sus dedos, y me preguntaba una vez más cuándo pensaba dejar de fumar, con olor a leve guiño de desilusión.

Y cuidado responderle que no pasaba de la próxima fiesta de brancatémulas. La única vez que lo hice, ella dejó caer mi mano como se deja caer una cebolla podrida en la basura, y salió exactamente a la inversa de como había venido, dejándome en un estado de abandono abrumador que me tuvo una semana llamando a don Jesús Marchamalo a todas horas, para rogarle por alguna palabra que se hubiera quedado por fuera del libro. Yo sabía que ninguna que ya ella hubiera leído, o que sonara sospechosa de obra mía, sería suficiente.

Al borde de un sobregiro telefónico pude localizarlo en misión académica por Israel. Don Jesús se apiadó de mí durante un descanso de cinco minutos a media disertación, con esta esdrújula inefable, que no puedo publicar porque es secreto de nosotros tres y sigue guardada en un sobre, en la contracubierta de la tienda.

Cómo es posible que una palabra así se haya vuelto nuevamente tan necesaria. Sólo se podía usar una vez. Yo no me atrevo a importunar por lo mismo al señor Marchamalo y que la cosa luego se le torne círculo vicioso de amantes disfuncionales en llamada transatlántica de vida o muerte. Y a mí qué me importan, desde el otro lado del auricular, un pelapapas que se gasta las palabras de amor como si crecieran en naranjales, y esa mujer demente que vive haciendo equilibrio por la cuerda floja de su soledad y se desquita abrazando bibliotecas.

Me hace una falta enorme Baudolino, que me ayudó tanto para convencer a Irene de que yo no era el ser más mentiroso de la historia. Es que ninguna infidelidad podría compararse con correr por la tierra de los elfos en pos de una mujer que llevaba las corvas por delante. Yo, si acaso, robaba ceniceros de los bares, candeleros de los restaurantes o inservibles miniguías de autoayuda en supermercados. Jamás un Grial, un Santo Sudario o cualquier otra cosa venerable y digna de mencionar en semejante novela.

Yo si acaso le juraba que ya no volvía a dejar el trabajo, que muy pronto iría al doctor, que ya casi ni tosía. La semana que viene empezaba a correr, me sacaba un perfil profesional de alguna manga que no tiene ninguna camisa mía y conseguía que Aquiles nos devolviera el Manuscrito Carmesí. Todo meticulosamente anotado en el cuaderno que Irene me regaló, destacado en color rojo, verde o azul, según la prioridad. Y mira que ya tengo dos cosas tachadas de la lista. En la de menos esta vez sí me publican lo que estoy escribiendo y con las ventas del libro ya podemos sacar un préstamo para irnos a pasear a Italia. A ver museos…

Me hacen falta todos los artistas. ¿Por qué tenía que llevarse a los artistas? Yo nunca recuerdo cuál es cuál. Sólo puedo repasar a ciegas los nombres y saborear como un cigarro rancio la melancolía de lo que nos hacían sentir: Klimt, Klee, Degas, Van Gogh, Monet, Mondrian, Modigliani. Escher, Munch, Vermeer, Fromet, Durero, Miró. Sobre todo los pintores con M de mañana, miseria, malabar, mientras tanto, mirá, mentiría si te dijera, me muero por vos, mejor si volvieras, mostrame lo último que hiciste.

En diciembre discutimos duramente con muchas des y muchas emes también, menos tus, varios vos y algunos ustedes, sobre la cena de Navidad, que fue ya cada uno por su lado. Yo sin regalos porque estaba desempleado otra vez. El Año Nuevo en que nos hacíamos tanta falta, pero sin palabras nuevas. Y a mediados de enero era claro como el verano que yo no hacía por dónde cumplir ninguna de mis estúpidas promesas.

A principios de febrero Irene decidió ahorrarme las excusas de San Valentín. Guido nos prestó su camioneta y nos pusimos a cargar libros. En la caja A van los de arte, que no ves que estás arrugándoles las puntas, y otra caja más con A que no caben. Con N van las novelas, pero también cuentos y poesías. Yo no entiendo cómo ordena Irene las cosas; casi me golpea el día que vio que yo acomodaba mis libros por orden de tamaño y no por apellido. Salen otras dos cajas con N. Aparte van más de lo mismo pero con C de costarricenses, una caja pequeñita. “¿Por qué no los acomodamos en el espacio que sobró de la segunda A?”, y un ceño bien fruncido. “Yo puedo sola con esta caja. Dejame en paz. Mirá si podés desarmar el librero”.

Para las otras tres cajas, ya no me interesa cómo sea la lógica. Ella acomoda y yo cargo. Por fin logré desarmar el librero. No creo que pueda quedar igual cuando lo armemos de vuelta. “Cuidado que no se raye ese lado de la madera que es el que se ve. Ya lo rayaste. Bueno, no importa. Esto no está bien atado. ¿Estás seguro de que no se va a caer?”

¿Y cómo quiere que yo sepa? En mudanzas sí es cierto que nunca he trabajado.

Finalmente, un par de nudos en la garganta. Subir a la camioneta sin hablar tanto. Que no se sienta cómo tiembla la voz y no sé cuál teoría de la tensión y las cuerdas vocales. Cabe un silencio de cinco mil redondas desde Jibares hasta Otoya. “Despacio para que no se muevan mucho, pero rápido que ya va a llover. ¿Te imaginas qué tragedia si llueve?” Claro que sí, qué tragedia. Un guiño de preocupación compartida. En la siguiente cuadra podíamos dar vuelta en U. ¿Por qué demonios mejor no me diste un beso?

Me hace tanta falta La tienda de palabras.

II

Pero sobre todo extraño el Cosmologea Nautilearum, de Ademir Valencia, PhD Honoris Causa en Astronomía de la Universidad de Cambridge. Una edición especialmente rara y valiosa. No tengo idea de cómo hizo Irene para conseguirla.

El doctor Valencia era inicialmente un entusiasta pintor, pescador y cocinero de la costa caribe de Colombia. Pero resultaba tan mal pescador que sólo conseguía caracoles, y tan mal cocinero que sólo sabía hacer una especie de sopa de caracol con coco, aguada como un río y huérfana de especias. Como pintor mejor ni hablemos, era como el anticristo de Gauguin, desbordado en una mezcolanza inextricable de sonrojadas caritas pecosas, cipreses y sandías.

Pero gracias a su tremenda desorientación profesional, disponía de miles de millones de horas para atisbar el cielo nocturno, mientras lamentaba sus decepciones amorosas y esperaba las mareas de los caracoles. Su dominio de los cuerpos celestes llegó a ser tan profundo que podía calcular mentalmente el tamaño, la distancia y la trayectoria de cualquier cosa luminosa que se le señalara al azar cualquier noche de la vida.

Y aunque sus sopas sabían a un demonio y sus lienzos no servían ni para tapagoteras, los turistas no cesaban de llegar a su destartalado restaurante, a comprarle todo con tal de verle nombrar y dirigir las estrellas como si fueran un rebaño de ovejas. Una noche estrellada a más no poder, acicateado por su inesperada bonanza financiera, decidió escribir el libro. Pese a su incipiente fama, topó con grandes dificultades para publicarlo, debido a que, en su cándida condición de fracasado pescador asprillano, no lograba nunca contener el impulso de confesar, ante editores y catedráticos, que seguía sin entender lo que significa la palabra cosmos. Pero por fin Prentice Hall se interesó en él, haciendo caso omiso de todos los estudios de mercadeo que luego dejarían la edición en apenas mil exquisitos ejemplares de colección. En el prólogo se explica muy clarito cómo y por qué la academia se decidió a perdonarle su inaudita confesión.

Quisiera recordar de memoria la segunda ley de Ademir, pero nunca he podido. Según él mismo explica, tiene que ver con la conservación del giro de las cosas y, hasta donde me da el entendimiento, creo que va más o menos así:

“Cuando dos cuerpos caen mutuamente el uno hacia el otro, en virtud de alguna gran fuerza de atracción y en ausencia de cualquier otra que interfiera, se aproximan siguiendo siempre una trayectoria espiral elíptica, nunca jamás una línea recta.”

A alguien impaciente le puede sonar un tanto anodino, pero la pura verdad es que así es como se forman las galaxias, los sistemas solares y en general todas las parejas de todas las especies. Y sí, todo eso puede tardar millones de años.

Luego, para gente un poquito más cartesiana que yo, el doctor escribió esta primera exclusión de Ademir, que no sé por qué la recuerdo tan bien si ni siquiera la entiendo:

“No hay nada en el universo que no esté girando.”

Al pie de esa exclusión agregó una explicación supuestamente redundante para absolutistas y relativistas que dice:

“Si para algún observador alguna vez pareciera que algo no está girando, es porque tanto el observador como ese algo están girando juntos.”

Por último quisiera citar el quinto corolario de esta ley, que dice así:

“Cuando dos cuerpos se alejan de sí a gran velocidad, no será porque se repelen, sino por la gran aceleración que experimentaron al aproximarse en espiral, bajo el efecto de una enorme atracción.”

Esa sí la entiendo y la recuerdo perfectamente al mismo tiempo. Debe ser porque a veces imagino que será la razón por la que sigo orbitando en torno a la biblioteca de Irene. Aunque ella no es tanto como un cometa o una galaxia. Es más como un caracol. Quizás con unas alas enormes, pero principalmente caracol. Ella va por la vida sin más casa que su biblioteca a cuestas. Se queda un tiempo con alguna amiga, mientras consigue apartamento para alquilar; nada definitivo porque no está construido específicamente para el bodegaje literario. Despliega sus libros y sus postales como el caracol cuando asoma sus antenas, pronto siente que se va a quedar y al cabo de unas semanas está tratando de que no se rompan las cosas que había pegado en la pared.

III

En lo que terminaba de escribir esta parte y pensaba si encendía otro cigarrillo, me llamó Irene. Dice que necesita urgentemente una palabra y yo me quiero desmayar. Le digo qué más quisiera yo en este mundo para ella, pero no tengo nada. Hace mil años que no se me aparecen palabras nuevas. Mi biblioteca es una mierda de escritor deslibrado, y yo no tengo corazón para robarle su guiño con un jeroglífico de tiempos de los egipcios.
–¿Y “deslibrar” no sirve?
–Pues, supongo que sí.

Tiró el teléfono sin darme tiempo de pedirle que buscáramos algo menos mediocre. Una hora después estaba redoblando a puños sobre la puerta del apartamento, del que otro día en un acceso de furia había tirado la llave. Le abrí. A falta de su biblioteca, me abrazó a mí y me dio el beso. Ahora tenemos que llamar a Guido por lo de la camioneta, a ver cuándo podemos empacar los libros.

El retorno de la biblioteca no es nada urgente. Nos tomamos varios viajes, un fin de semana entero con almuerzos, cenas y cafés, todo a cubierto porque estamos de lluvias. Tuvimos que conseguir nuevas cajas. Ella no pensaba que las fuera a necesitar así tan pronto desde que alquiló aquel cuartito solitario y diminuto, pared de por medio con un violinista insoportable. Con razón te querías marchar. Esta vez van más grandes las de arte y, ¿ves?, así no se arrugan las puntas. Pero también son más libros y quedaron que pesan como un demonio. Mejor cada una entre los dos. Nos vamos así, volvemos más tarde.

Entre los libros y la luna de miel, todavía el miércoles quedaban cosas por traer. Ya Guido estaba entrando en furia. Tuvimos que tomar taxi. Igual no era para tanto. Pero sí me parece que podríamos haber sido mucho más eficientes. Lo mismo piensa Irene, si bien a estas alturas no tiene mayor importancia.

Excepto que el final de la luna de miel ya viene con sabor a realidad. ¿Será que voy a tener que empezar a buscar o inventar palabras otra vez? Que mi nuevo jefe me tiene entre ojos; seguro no paso de agosto. Luego no sé para dónde voy con esto de que ya nadie programa en Pascal. Te juro que le hice lo que pude con tus amigos del bar, pero hay que saber hacer como quinientos cocteles diferentes en quince segundos. Además, de primera entrada quebré dos botellas. Cuestión de dotes, dexteridad, qué se yo.

A Guido no le gustó para nada la idea de invertir en el taxi carga: Bibliologística s.a., expertos en mudanza de libros, con nuestro propio centro de investigación y desarrollo. Leve guiño de fracaso rotundo. Fue un alivio porque la última pasada de biblioteca me dejó agotado. Lástima el dineral que nos gastamos inscribiendo la sociedad y registrando el logo.

Irene paga el alquiler este mes. Vamos a medias con la comida, excepto vino y aceitunas. ¿Cómo que vos no gastás electricidad, y que el agua se calienta sola, si parece que estás incendiando la ducha? Claro que puedo salir a correr en estas fachas, ya ves que si no voy es porque te da pena. Entre el yoga y el tabaco, la casa huele a campesino francés. Si no dejo de fumar, por lo menos puedo ir al parque. Claro que sí, cómo no, con semejante aguacero.

Maldita la hora en que botamos las putas cajas. Lo que estoy pensando es que por lo menos podrían ser todas iguales y no tan hondas. ¿Qué importa si algunas quedan un poco vacías, se apilan sobre las que van llenas, y se rellenan con un suéter? Luego se les puede desengrapar el fondo para doblarlas y que Irene las guarde detrás del librero o debajo de la cama. Digo yo, por si acaso. Yo sé que la idea no es andar… Nunca le diste mucha importancia al Cosmologea Nautilearum. Se cierran con cinta de correos y luego nada más se corta la cinta. Con eso se van reforzando.

Esa partida –y el regreso seis semanas después con una palabra para el olvido– y la siguiente partida, casi inmediata, fueron más o menos rápidas, sin dolor, y eso que la tía Doris vive como a cuarenta kilómetros. Pero como sigamos así, esta faena del amor caracolar nos va a partir la espalda. La próxima vez mejor dejate una reservación donde el violinista. Leve guiño de mejor no me hablés. Igualmente, yo con esta ventanilla me llevo de lo más bien.

El mal humor nos deparó una logística de corte alemán. No me puede reclamar pero ni un rasguño de nada. Ese se lo hiciste vos. Las cajas con cinta de correos y etiquetas plásticas quedaron impecables. Asiente impasible. Sin hablarnos, conduzco más rápido. Sábado por la tarde ya devolví la camioneta.

Lunes en la mañana la gente de Univer está desesperada con esa plaga de Alpha Micros del cretáceo, que sólo yo sé cómo era el código fuente para reinstalar inventarios, planillas, y el integral en la nueva red. Windows o Linux, ¿qué prefieren? Igual va a tomar meses y necesito dos asistentes. Automóvil de la compañía porque si no cómo voy a andar por todas las sucursales.

Ni falta hace contarle a Irene. Yo sé que se va a enterar por Laura la de Financiera. Pero voy a comprar barniz y lija. El próximo fin de semana le arreglo el librero para que vea que no hay resentimientos. Ya está destramado de tanto viaje y no le queda una cara presentable. Bueno, mejor la llamo para avisarle que no desempaque todavía.

Entre más pronto mejor, antes de que empiecen a perderse cuentas. Pero qué culpa tengo yo si fue Moisés el de Recursos Humanos el que pidió que el operario de préstamos de la asociación tuviera acceso a Planillas. Vaya y se entere Auditoría, que Reportes de Gerencia es un shareware de hackers estonios. Eso fue el asistente, y con la fortuna que le pagamos –otra vez– a este malamansado de Bibliologística, ¿cómo fue que acabamos llevando activos en una hojita de Excel? No habrá por dónde empezar a explicarles que aquí también aplican las leyes de Ademir.

Jueves de la semana pasada tomamos café. Yo llevaba “amberanía” doblada en un sobre. Ella me contó que tenía toda una nueva técnica estructurada para pasar los libros del librero a las cajas y viceversa. A como vienen de uno, encajan en la otra, se hace en un tris. Si llega un libro nuevo nada más se corre la división. Las cajas se consiguen regaladas en El Imperial, de los pisos de cerámica italiana. Dan el peso y la medida perfecta. Llevamos registro de los libros con el sistema de inventarios de Univer, y acordamos que las mudanzas se programan por lo menos con dos semanas de anticipación, copia por escrito a Guido, le cubrimos la gasolina.

En la pared de costumbre mandé poner unos expansivos roscados de acero para fijar el librero. Nada de clavar, ¿ves? Queda firme y listo para cualquier eventualidad, pernos de cabeza hexagonal, arandelas inoxidables. Con cubos de trinquete se sueltan en un segundo, sin golpes, ni ruido, ni raspones. Irene me regaló una nueva edición de La tienda de palabras y una gran litografía de Utamaro, para tapar los agujeros cuando ella no está.

Mauricio Ventanas, Costa Rica © 2018

mventanas@mac.com

Mauricio Ventanas (Ciudad Quesada, 1967) ha publicado los cuentarios Las muertes normales (1997), Del delirio, las botellas y las flores (2000) e Ideología de los Vertebrados (2017). Varios de sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés e italiano, y publicados en diversas antologías como Latido generacional 1990-2000 (Círculo de Escritores Costarricenses), Zur Dos: Última poesía latinoamericana (Madrid, España), e Historias de nunca acabar: Antología del nuevo cuento costarricense (Editorial Costa Rica). Medios internacionales como el World Public Library Consortia, educActiva, El Café del Foro, Logos Library, Proyecto Sherezade y Letralia también han incluido textos suyos. En el 2000 obtuvo el segundo lugar en el II Concurso Literario del Tango (Argentina) con “A través del ruido”, así como el primer lugar en el concurso de cuentos de Navidad del Proyecto Sherezade con “Nochebuena Nochevieja”, posteriormente publicado en la revista Entorno universitario de la Universidad Autónoma de Nuevo León, México. También obtuvo el primer premio del concurso Terra Ignota (México) con “Náufragos”. Su cuento “Las muertes normales” fue grabado para el proyecto leerescuchando.com y seleccionado por la Universidad de Rennes, en Francia, para la enseñanza del español.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Tiempo
  • Las muertes normales
  • Fagia
  • Nochebuena, Nochevieja
  • Crustáceos

    Regresar a la portada