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Nochebuena, Nochevieja

Era la Nochebuena en Chicago. O quizás era la Nochevieja en Nueva York, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el niño que estaba en la parada del autobús era hispano y parecía asustado, de eso estoy seguro, y de que hacía frío también. Me costó tanto trabajo dejar de mirarlo y supe, ya de espaldas, que él mantenía también su mirada fija en mí, como si fuera yo quien le preocupara, hasta perderme de vista al dar vuelta en la esquina, hacia la pequeña plaza… que si hubiera sido verano habría estado llena de mesas y manteles de los cafés de enfrente.

Y ahora que doy vuelta hacia la Friedensplatz, también desierta de frío, no puedo evitar el déja-vu: que este día hiela igual, hasta que el aliento se me hace nieve en los anteojos y no me deja ver nada… que igual acabo de dejar el autobús y trato de ubicar los gritos del guía agitando su banderín verde, tratando de reunir al errático grupo. Igual de incontenible me parece la necesidad de parar por un gran chocolate caliente y volver lo más pronto adonde el niño aquel para darle ese fugaz escudo contra el viento glacial de Bonn en Navidad.

Pero no era aquí ¿o sí? No. Era la Nochebuena en Chicago. O quizás era la Nochevieja en Nueva York… no recuerdo. Y -¡demonios!- igual que tantas veces, ya me dejó atrás el grupo. Apuesto a que el guía me mira ahora mismo con su cara de frustración sempiterna, que desde aquí ni en sueños la distingo, pero así es: "Oootrra fez rezagato. Me prrregunto zi algúun día yegarrás a fer el Beethovenhaus" eso me va a decir, como siempre, estoy seguro. Pero al paso que puedo dar ya no los alcanzo, ni para qué intentarlo.

Pues que se pierda con su manada de ovejas de colores seniles, que lo van siguiendo en zig-zag como autómatas temblantes. Y de por sí que ya me han contado, desde Marya hasta Ximena, lo que es la casa esa de Beethoven, con todos sus cuadritos biográficos colgando y sus instrumentos decrépitos y sus aparatos para oír… y que es una cosa interminable de escaleras para arriba y para abajo como tres pisos, entre esos cuartos centenarios… que crujen tan dolidamente, que a cada paso no se sabe ya si es uno o si son ellos los que se están desarmando de viejos y de recaminados.

Hoy también es Nochebuena. Ya sé lo que voy a comprar. Voy a comprar una de esas bolas de vidrio con una ciudad adentro, que cuando les das vuelta cae nieve, para acordarme del niño asustado. O tal vez algún día lo veo y se la doy, tengo una corazonada latiendo grande como un campanario de que nos vamos a volver a encontrar. Las venden aquí nomás, las bolas esas, en la tienda de relojes de Sternstrasse que tiene buena calefacción, y así con suerte hasta me libro de mandarme a pie toda la zona rosa, como los otros, como si anduvieran entrenando para una maratón. Aquí es… aah! la calefacción. Ahí están, como siempre, en el mostrador de la derecha, a la par de los relojes de mesa y los demás recuerdos para turistas.

—Guten Tag, kann ich Ihnen helfen?
—Ja, danke, wieviel kosten diese...
—Die Souveniers aus Bonn? Fünfzehn Mark.
—Ja, aber ich wollte… uh... Haben Sie nicht welche von Chicago oder New York?
—Nein, tut mir leid, nur von Europa, aber schauen Sie sich mal diese an, die sind gerade angekommen... die sind was besonderes, es gibt sie von Paris, London und Moskau. Der Schnee ist aus Goldblättchen gemacht! Gucken Sie mal! Schauen Sie, wie die leuchten!

Dependiente incauto, no sabe que después de diez palabras ya no entiendo ni jota de alemán… Pero sí que están más elegantes estos otros.

—Und wieviel kosten… ?
—Achtzig Mark.
—Oh... Danke.

¡Ochenta Marcos! ni que fuera de oro la nieve esa. Mejor le compro uno de los de a quince al chico, que total ni le va a importar mucho que sea nieve de otra ciudad, ni de la barata. En alguna bolsa debe andar el dinero, diablos, estoy seguro de que nos dieron por lo menos como cincuenta Marcos a cada uno al salir… ¡ah! ¡sí! ¡sí! aquí está… diez… veinte…

—Danke, danke schön.

Y está bella la bola, ¡no parece ni que fuera de Bonn! ¡Ja! Le va a encantar, yo sé que le va a encantar al chico… le hubiera encantado… lo que sea, y bueno, ahora que de verdad un chocolate caliente no nos va a caer mal mientras regresa el tropel de zombies cabizblancos tras el guía, el sargento Shultz… aaatención! ún! dos tres cuat… ún! dos tres cuat… hmmm… vamos a tomarnos un chocolate. Por aquí, por esta ventana de cafetería con cortinejas bombachas de vuelos italianos los voy a ver pasar… como ver el frío transfigurarse en una caravana de sacos de recuerdos, colgando de tiendas ambulantes de escuálidos puntales, tan escasos de calcio y rebosantes de artritis, mirándome con envidia porque saben que estoy aquí de rebelde, tomándome mi chocolate caliente y me da tiempo de pedir la cuenta y dejar cinco Marcos, que con eso sobra, y mientras suben y arranca el autobús, yo ya voy llegando a tiempo para la regañada de Herr Shultz.

Me pregunto que pasará si de verdad nunca nos volvemos a ver, el niño y yo, y sigo guardando bolas de nieve y bolas de ciudades nevando de tantas veces que venimos a Bonn, a tratar de que no me quede de camino en la cafetería o en la relojería, cuando todos llegan al Münsterplatz o al Marktstrasse o donde sea que los llevan de reos cada vez… y yo sigo nada más comprando y comprando bolas, con sus hojuelas que relumbran y ruedan y caen por todo mi cuarto, sobre la colcha, la alfombra peruana, sobre el trinchante o la cómoda, el mueble ese que nunca recuerdo cómo se llama, y miro nevar y nevar incesante sin saber qué hacer, más que irle dando vueltas a todas las ciudades para que siga nevando sin parar, sea verano, lluvia o sol, me voy a llenar de bolas de cristal y me voy a morir tan ocupado haciendo nieve… y la nieve se quedará toda aquí conmigo, paseando luego su blanco turismo sobre mí como si yo me hubiera convertido en ciudad… si alguien viene y me da la vuelta de vez en cuando… de cara al sol, de cara al mundo, de cara al sol… y si no me consigo rápido un abogado y un albacea y no pongo en orden mi testamento… ¡al pobre niño no le va a tocar nada!

Ahí van, se acabó el paseo.

—Bitte, die Rechnung…

De pronto, al salir de la cafetería, salió el sol del cielo conmigo. Nos pusimos de acuerdo, como un par de espejismos, en salir a la vez, a ver quién dura más proyectando sus espectros sobre la plaza. Cerré los ojos porque me encandiló de veras la luz, pero aquí voy, apuesto a que puedo caminar sin ver hasta la esquina, dale… bueno, mejor los abro un poco, que no me tengan que venir a buscar con oxígeno y camilla, como aquella vez en… ¿dónde fue que me caí que no recuerdo…? si no era para tanto alboroto tampoco y… aquí viene la esquina… allá está el autobús, ahí va la gente subiendo, y… ¡ahí está el niño! ¡el de la Nochevieja! ¡era aquí! era aquí que nos habíamos visto entonces ¿o no es él? Está mucho más alto de lo que me imaginaba… pero sí es él, tiene que ser ¿cuántos años habrán pasado?

—Hola Don Jorge. ¿Cómo le fue?
—Hola chico, qué bueno que estabas por aquí, mira lo que te compré: ¡Feliz Navidad!
—Ah, muchas gracias… para la colección.
—Y ¿cómo la colección? No me digas que tienes colección.
—Pues
— me mira algo asombrado — sí, los voy guardando todos: de aquí de Bonn, de París, de Chicago, de Nueva York… pero subamos, Don Jorge, ya se nos hizo tarde. Venga, yo le ayudo.

Y ya estoy adentro, mirando desde el principio en la dirección adonde sé que voy a encontrar mi asiento. No es que me joroben tanto los años, es que no necesito levantar la vista para encontrarme de frente la cara de amargado de Herr Shultz y saber que ya me toca oír su cantinela, como pasear por una línea de troqueles de aire comprimido.

—Herr Gámez. Schon wieder sind Sie zurückgeblieben. Ich frage mich, ob Sie irgendwann mal das Beethovenhaus sehen blueblue, blablá, blaupunkt, burdelen baritonung, pssst track funk, pssst track funk…

Guía incauto, no sabe que después de diez palabras, ya no entiendo ni jota de alemán.

Mauricio Ventanas, Costa Rica © 2000

mventanas@hotmail.com

Mauricio Ventanas no es exactamente un autor, ni tampoco un seudónimo, sino tal vez un personaje de sus propios cuentos. No parece siquiera que sea posible hacer una reseña biográfica de él. Así las cosas, sólo queda hablar de su yo más afín al mundo convenido en los diarios, aunque no resulte muy ilustrativo ni interesante. Alguien nació en Ciudad Quesada, Costa Rica, en 1967. Cursó su infancia ahí mismo alborotando vacas, destruyendo huertas y adiestrando un perro sumamente brillante que nunca quiso aprender nada. De niño se perfiló como estudiante sobresaliente, músico en potencia y deportista mediocre. De la Universidad de Costa Rica obtuvo la Licenciatura en Ingeniería Mecánica (1989) y luego la Maestría de Carnegie Mellon University (1991). Durante ese tiempo también escribió canciones en guitarra y baladas para piano. Al concluir sus estudios retornó a Costa Rica y se estableció como consultor especializado en Ingeniería Asistida por Computadora.
En 1994, sin una edad precisa, nació Mauricio Ventanas. Inmediatamente aprendió las mañas musicales y literarias del ingeniero, y se propuso elevarlas a la categoría de sueños. Ese mismo año, Ventanas se unió al Círculo de Poetas Costarricenses (dirigido por Laureano Albán), donde se destaca en el género del cuento, mientras trata con sufrido encono de hacer poesía. En 1997 publicó el libro de cuentos Las Muertes Normales. En 1999 fue presidente de la Asociación de Autores de Costa Rica. Actualmente está por publicar su segundo libro, Del Delirio, las Botellas y las Flores, del cual el cuento Los Talos Mirando al Cielo fue seleccionado para la antología de ciencia ficción 2000 El Futuro Presente de Letralia en Venezuela y A Través del Ruido obtuvo segundo lugar en el II Concurso Literario del Tango en Argentina. Aunque no se sabe mucho más de él, tal vez ayude reiterar que todos sus cuentos son autobiográficos.

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