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Crustáceos

Cayeron truenos para repartir, a lo ancho y a lo hondo de la noche húmeda y calurosa. En los ratos de insomnio, podía distinguir entre tanto ruido el crepitar sonámbulo de los cangrejos, huyendo del mar hacia la tierra, por el patio del instituto y al otro lado incluso de los muros. Y en los ratos de sopor o de sueño, platicaba con mi madre: que me decía que volviera, que ya era libre… y algo así como que algún imbécil se había robado la campana, pero igual todo el mundo despertaba tarde o temprano.

A las 6:45 de la mañana, a falta del campanazo de calistenia, me levanté yo de cuenta mía y salí al patio. No había nadie, ni en el patio, ni en el comedor ni en la dirección. El muro me miró tentador una vez más susurrando “ven, ven, súbeme, escapa por aquí” y como tantas otras veces cedí solícito a la invitación. Pero luego de un rato eterno de rasguñarme la vida contra el filo de las grietas y el viejo mortero que se derrumbaba en mis ojos, cansado de tantos años de vestir ladrillos, me desconcertó la ausencia total de acciones represivas. Miré en derredor hasta que noté que las puertas del instituto estaban de par en par. Esto denotaba un cambio radical en las circunstancias. Ya no tenía sentido escapar.

Así empezaba a cumplirse el sueño de mi madre. Volví al comedor y efectivamente se habían robado la campana, pero no tengo manera de saber si habrá sido en verdad algún imbécil.

Pasé al laboratorio, que estaba patas arriba. Entre el desorden rescaté una gabacha, libreta de apuntes y procedí a sentarme en las gradas de la entrada, libre y solitario. Me pregunté por qué será que siempre cesan las tormentas y callan los truenos al primer atisbo de las mañanas, pero debo admitir que la meteorología no es mi especialidad. Era en cambio el inicio de mi carrera como crustaceólogo. Los cangrejos bajaban en tropel por la avenida San Blas de vuelta al mar, en su estilo particular de movimiento, el cual anoto a continuación, junto con todo aquello que parezca relevante sobre este primer día de observaciones.

En primer lugar, debo consignar lo más obvio: que, contrario a lo que piensan tantas personas que jamás han visto el mar, los cangrejos casi nunca caminan hacia atrás, si bien pueden hacerlo, no sin grandes dificultades. En realidad, los cangrejos se mueven hacia los lados, con la misma presteza a la izquierda o a la derecha. Cabe enunciar esto de diferente manera, en aras de destacar su neutral gusto por la traslación, en contraste con acciones más asertivas, como el avance o el retroceso. Sin embargo, comprobada su capacidad para viajar de un lugar a otro, como ingresar y salir de sus agujeros, es evidente que esta aparente neutralidad espacial no hace mella en sus proyectos de viaje.

Traslan preferiblemente de espaldas a una pared o a cualquier cosa que ese eleve por encima de su nivel de visión, a los lados y alrededor, tratando de no perder contacto con ésta. Ojos desplegados y tenazas en alto, se esmeran en permanecer el menor tiempo posible en las esquinas convexas y el mayor en las esquinas cóncavas. Son altamente incapaces de subir una grada y en virtud de esto quedan atrapados en sótanos, depresiones artificiales del suelo y lugares por el estilo, donde se apilan y castañetean hasta que algunos logran salir trepando sobre las tenazas y los cascarones de los demás. O bien hasta que encuentran la evidente salida, que los esperaba pacientemente en alguna dirección en la que parecían no saber moverse.

Si han de adentrarse en campo abierto, como al cruzar una calle o la playa, lo hacen siempre presa de graves dudas y aprehensiones, a máxima velocidad pero interrumpiéndose con dubitativo frenesí, posiblemente para otear con mayor precisión la cercanía de enemigos.

Mil doscientos cuarenta y dos cangrejos habían pasado frente a mí por la avenida cuando, aproximadamente a las 7:25 AM, empezaron a transitar soldados en dirección contraria. Esto por supuesto distorsiona notablemente las circunstancias del evento. No es usual ver tantos soldados en la calle en vez de la gente que normalmente ya estaría poblando las aceras, que hoy más bien parecían haberse dedicado a saquear laboratorios, robar campanas y darse a la fuga. Además los soldados se muestran particularmente incómodos por los cangrejos que se arremolinan en las esquinas cóncavas de las bases de gradas y relieves de columnas. Los pisotean con los tacones de sus botas para hacerse espacio y esto genera un caos inusual. Los cangrejos olvidan las salidas de las cosas, el adelante y el atrás, y tratan de escalar por los lados más imposibles.

Otros simplemente no reconsideran la situación, insisten en transitar por la base de las paredes hasta las esquinas ocupadas, donde siguen encontrando multitudinariamente la muerte. Tendré que volver mañana, o más bien en cuatro semanas para disponer de la misma fase lunar y asegurarme de que se haya restablecido la normalidad. Pero bueno, en todo caso, en su momento la perturbación no fue tan grave porque ya de por sí habían pasado el grueso de los cangrejos. El atropello afectó tan sólo a los rezagados.

Así se mantuvieron por un rato los tropeles en contra vía, unos ya buscando el mar y otros recién buscando refugio en escondrijos por la tierra, siempre espaldas a la pared, estirando las cabezas, elevando las defensas y proyectando los ojos muy afuera de sus cuencas, como para poder mirar alrededor de las esquinas. Regreso entre párrafos para anotar que los soldados a que me he referido hasta el momento son los soldados A, porque luego tendré que referirme a los B. Los soldados A creo que son locales, se parecen mucho a la gente del pueblo, sólo que por hoy miran y se mueven diferente.

A las 10:30 cesaron casi en sincronía el flujo de soldados y el de cangrejos. Se notó mucho porque ya no chocaban entre sí. No se escuchó más el crujir de los exoesqueletos, ni los chasquidos metálicos de la fusilería, y el pueblo entero se convirtió en un buen ejemplo de lo que quiere decir “silencio sepulcral”. En ese inesperado déjá vu del insomnio, pude presentir el sueño superconsciente de las almas asustadas, como si medio mundo siguiera aquí, conteniendo la respiración en cada centímetro de oscuridad que se le escapara al día, debajo de alguna cama o detrás de algún alféizar.

A falta de campana no hubo llamada para el almuerzo y sospecho que efectivamente no habrá nada qué almorzar, pues la actividad en el instituto sigue siendo nula: ni doctores, ni enfermeras ni reclusos, ni especialmente cocineras. De modo que prosigo las observaciones, toda vez que cuando la libertad aflora de manera tan sorpresiva, el hambre pasa a segundo plano y de por sí ya no falta mucho para ver a los cangrejos venir de vuelta a tierra.

Pero antes que eso, poco antes de la una, sobrevino la segunda oleada de gendarmes. Estos venían mucho más apertrechados, con cascos en la cabeza, uniformes elegantes, las espaldas siempre fieles a la segura verticalidad de las paredes y los fusiles apuntando en todas direcciones, como las hordas titubeantes de ojos y tenazas que miraba pasar hacía un rato.

Luego vinieron ráfagas y tiroteos. Los soldados A se asomaban por sus agujeros y al compás los soldados B se replegaban contra las esquinas opuestas, luego viceversa y así la trama, como una danza muy asincopada entre parejas que se pisan los pies a la distancia con los ojos cerrados y luego los abren para mirar a otra parte. Saltaron vidrios y esquirlas de madera de puertas, ventanas y tapicheles. Cada cierta pausa los soldados B metódicamente avanzaban media cuadra, botaban varias puertas, disparaban hacia adentro, mataban a alguien y se apostaban allí.

De pronto entre la cháchara de plomo apareció corriendo por la avenida rumbo al mar una niña, como pidiendo cese al fuego y por un rato pareciera que le hicieron caso. Pero al acercarse a la entrada del instituto, por esa ruta de media calle que ya me lucía tan expuesta y poco convencional, pude entender que en realidad gritaba “¡Mi madre! ¡Mi madre! Que se muere mi madre. ¡Auxilio! ¡Auxilio! Por favor.”

Pasó justo frente a mí con su cara de susto bañada en llanto, quizás aminoró un poco la carrera para mirarme. Ella abrió los brazos, así que yo también. Traté por todos los medios de lucirle una pose servicial y segura, arqueando levemente las cejas sobre mi mirada hipotéticamente serena, libreta de laboratorio en mano con mi gabacha de doctor. Pero supongo que no me favoreció la postura agazapada de observación de cangrejos, o quizás ya me conocía, porque pude leer en su mente el pensamiento: “¡Ay de mí! Este cuajolote de circo no distingue una señora gorda y malherida de un estanque con agua y peces de colores”.

“Pero claro que distingo. Es el acto reflejo lo que me traiciona, tan sólo en ese escurridizo momento clave en que la mitad de las cosas parece haber tomado el rumbo equivocado y justo cuando estoy de verdad listo para hacer algo al respecto, ya la otra mitad del destino la va siguiendo tan ciegamente.” Quise responderle de la misma manera, pero es evidente que ella no sabía nada de telepatía.

La niña corrió cinco pasos más en dirección a los soldados de uniforme bonito, pero al instante rebotó como seis de un balazo, que la dejó sangrando por el pecho y por la espalda, muy quieta en el suelo, mirando con grandes ansias hacia el sol. Pensé lo más pronto que pude que quizás aún tenía una oportunidad, que todavía podría abrazarla. Pero por fracciones de segundo se me adelantó el mismo tipo que le había disparado, se le acercó siempre apuntándole como para ver si era de verdad, se inclinó hacia el frente y se desplomó sobre ella, fulminado de un tiro en media frente.

Entonces sí que se puso furioso el tiroteo. Bien que sabía que la cosa no era conmigo, di por terminados los experimentos del día y me puse al resguardo del arco de la entrada. Tal vez también para llorar un poco… Es que no todos los días termina de manera tan huérfana un desfile de cangrejos. Casi de inmediato corrieron hasta mi refugio dos compañeros del caído y empezaron a gritarme estas cosas en inglés, me van a perdonar la fonética pero yo de ese idioma no sé más que el “crust” de “crustáceo”. Ah, pero si tan sólo nos hubieran invadido en francés o en alemán: muy diferente habría sido la historia.

- Jueride shat comfrom demet!

Les comuniqué con el más respetuoso silencio que no entendía absolutamente nada, pero no funcionó. Uno de ellos me puso la punta del fusil en la cara y prosiguieron el interrogatorio en términos inconfundiblemente amenazadores.

- Duyúvana Liv?

Como nombre sonaba más bien lituano pero no sé por qué me inspiró los rasgos blancos y finos de una bella mujer del norte de Francia, con la que alguna vez me soñé conversando amorosamente sobre los desvaríos de Sigmund Freud. Instintivamente respondí en el mismo idioma en que ella me hablaba con tanto ardor.

- Excusez moi. Je ne connais cette personne.

Tampoco funcionó. Algo hizo “clic” de una manera nada tranquilizadora y sentí el metal del cañón estremecerse contra mi frente, bajo los ojos entornados del soldado. Pero justo cuando imaginaba que quizás mi libertad la encontraría a trío con la niña y el hombre inerte sobre ella, el compañero del interrogador se interpuso:

- El tiro… - hablaba muy despacio, como amansando las vocales y hacía en el aire señas de pistola con la mano derecha- ¿De? ¿donde? ¿vino?
- Pues con seguridad de algún campanario – respondí con cara de obviedad casi ofendida. Me preguntaba cómo era posible que dos señores tan entrenados no se hubieran percatado de que en todas las historias de guerra urbana los tiros de francotirador invariablemente provienen de algún campanario. Salvo que justo entonces caí en la cuenta de que la Iglesia de Playa García nunca dio para un campanario, es más, ni siquiera se encuentra sobre avenida San Blas. Forcejearon brevemente un intercambio de posiciones, uno supongo para terminar el interrogatorio y el otro para terminarme a mí. Gracias al cielo que daba lo mismo, excepto por una sutil economía de balas.

- Livi malón, jis nats – Lo cual como en tantas otras ocasiones, sin atinar a saber su significado, me pareció que había sido un diagnóstico sumamente favorable. Valga repetir, ya en ausencia de cangrejos y soldados, cuánto me intriga esta caprichosa dualidad del pensamiento, en virtud de la cual uno siempre piensa primero lo más incorrecto y para cuando la moneda da la vuelta en su cabeza, ya suele ser demasiado tarde. En un día como hoy, estoy casi seguro que es de ahí donde proceden todos mis diagnósticos desfavorables, y que los favorables han sido tan sólo deslices de la buena suerte.

Pasaron los demás soldados frente al marco de la entrada del instituto, siempre rápido buscando una pared, como obedientes caras de postales de béisbol. Unos me miraban con furia, otros con desconcierto, otros con desolación y otros ya no me miraban. Siguiendo su método de la media cuadra, seis entraron al instituto, registraron todos los cuartos, atraparon a dos locos nuevos que yo nunca había visto. A uno además de armas le decomisaron una campana y por mi madre que de veras tenía cara de bruto, el pobre. Un tercero quiso escapar siguiendo la ruta del muro que marqué hoy al levantarme, trepó más que yo en mis mejores días, pero no fue suficiente. Parece que él, quizás por haber subido más y con tanta determinación, si valió la bala. Será mi sustituto junto a la niña.

Acabada la tarde se silenciaron los tiros como preámbulo a los truenos nocturnos, iniciaron su marcha los cangrejos del insomnio avenida arriba y los soldados B volvieron ordenadamente a bajar hasta el instituto para encerrar a un montón de gente normal. La campana está de vuelta en su lugar y parece que sí habrá cena después de todo, pero no es para mí. Es así como al final de esta jornada tan llena de sincronías, pareciera todo equívoco salvo que puedo por fin caminar, franco y frontal, como manda Dios, de vuelta a Quijones, a encontrarme con mi madre. Seguro estará en la plaza el sábado tranquila comprando flores, cuando llegue yo, flamante crustaceólogo en libertad, pletórico de abrazos y descubrimientos. Y así también se cumplirá el último punto pendiente de su sueño.

Mauricio Ventanas, Costa Rica © 2007

mventanas@mac.com

www.mauricioventanas.com

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