Caín, Isabel, Anais, Aníbal, Lina y Abel, juveniles jardinícolas del oriente medio, caníbales todos por designio de la palabra, se acercaron a rastras del vértigo hasta el borde del precipicio que partía al mundo en dos: de un lado el Edén y del otro lado el pantano lleno de barro primigenio, el Tigris, el Éufrates y el mar. Asomaron despacio sus cabezas y divisaron, muy allá abajo, las marcas que dejaron sus padres al caer, luego de ser atacados por una serpiente maldita, mientras trataban de bajar manzanas del árbol de la vida. Eso fue el primer día. Ya clareaba el amanecer del segundo.
– Tenemos que bajar a buscarlos –la decisión de Caín iluminó el rostro pálido de hambre de Abel.
– Pero está muy hondo…
– No seas necia Anais, para eso hay una ruta. Podemos ir y volver en menos de un día – repuso Caín.
Súbitamente una manzana madura se desprendió del árbol y la vieron perderse, con su carga de comida, en el vacío. No la oyeron tocar suelo. La caída era tan grande que las aguas del manantial se hacían polvo a media cascada y se esparcían sobre el pantano formando una tenue pero vasta niebla.
– La gran puta… – dejó escapar Aníbal, con tanta convicción y tan buen tino que ninguna de las niñas intentó siquiera reprenderlo con una mirada. Tenían los ojos demasiado ocupados por la distancia.
– No hay de otra, vamos a bajar. Vayan por la cuerda – lentamente dieron marcha atrás, siempre cuerpo en tierra, hasta sentirse a una distancia segura del borde, antes de ponerse de nuevo en pie.
Emprendieron el descenso con los hombros rompiéndose contra la pared del desfiladero que zigzagueba por el barranco infinito, sin hablar, en apretada fila, aferrados a veces de las manos y a veces de las salientes de piedra o de las grietas. Trataban de no mirar demasiado hacia afuera, mientras cada uno en sus adentros iba haciendo lo imposible por creer cuántas veces había pasado, por ese sendero tan estrecho, el viejo Yahvéh con el burro cargado de barro para construir el jardín.
Pero no erraba Caín en sus cálculos: menos de cuatro horas después, aunque desfallecidos, las manos y los costados sangrantes, ya estaban a escasos pasos del fondo. Claro que los cuerpos no se encontraban justo al final del sendero, desde un poco más arriba se veía bien el claro que habían abierto al caer entre la vegetación no muy densa, unos doscientos pasos al sur. Tuvieron que hacer un rodeo por la escarpada base, hasta llegar a un punto cerca de la orilla del pantano desde donde al menos alguien pudiera alcanzarlos atado a la cuerda. Al fin convencieron a Lina, ligera y ágil, para que lo hiciera.
Eva había caído de frente, natural y franca, con las manos muy abiertas y apartadas de las caderas, como si hubiera intentado volar para salvarse. No se le miraba el rostro hundido en el barro, sólo las anchas ancas y las espaldas. Adán quedó boca arriba, los ojos cerrados, por dicha, los brazos y las piernas en posición como de bailarín, sólo que inmóvil, horizontal y también medio hundido. Una rama quebrada de higuera silvestre le cubría la cintura y parte del sexo.
– Ay, yo creo que están muertos – gritó Lina, todavía demasiado fatigada como para denotar una mayor aflicción en su voz. No se le podría distinguir el sudor del llanto. En las miradas de los otros cuatro mayores se terminaron de asentar los sombríos presentimientos de una orfandad descomunal, infranqueable, mientras en los ojos de Abel decidía por fin apagarse poco a poco la esperanza, como un par de cirios gastados, sin ya más cera ni ofrendas.
– Las costiiillas, Lina. Tanteale a papá las costiiillas.
– ¿Para quéee? Y no lleeego.
– Vos… nada más tanteale las costillas.
– Bueeeno, dame más cueeerda… no… no estáaan… están como molidas. Estan como reventados, se ve muy feo ¡Yo ya me quiero iiir!
Antes de que alguien pudiera pensar qué responderle, ya Lina estaba al pie de la pared, esperando a que la ayudaran a subir.
– Aquí abajo hay montones de barro primigenio por todo lado. ¿Llevamos barro?
– No tiene caso – sentenció Isabel – . Sólo Dios sabe qué es lo que se hace con ese barro.
Si el camino de ida fue difícil, el camino de vuelta se les hizo aún más tortuoso y eterno. Abel no paró de llorar y quejarse, hasta que Caín cedió por impaciencia y aceptó cargarlo en hombros, Isabel se paró en una cuita apestosa de algún pájaro cavernario gigante, Aníbal se quebró un dedo al salvar a Anais de un resbalón, no paraba de rabiar… Dolían los pies, las manos, los codos, las rodillas, los hombros, los nudillos y la boca del estómago.
Cuando llegaron por fin al Edén, ya casi anochecía. Se desplomaron exhaustos sobre las flores que rodeaban la base de la colina central del jardín. La ladera a sus espaldas se iluminaba todavía con los rayos agónicos del sol y frente a ellos el árbol de la vida, allá en lontananza sobre su atrevido promontorio, se recortaba desafiante contra el atardecer, exhibiendo sus manzanas enormes, más jugosas y tentadoras que nunca.
– Sí, pero yo ahí no me arrimo ni amarrado – irrumpió Aníbal, adivinándole a todos sus hermanos el pensamiento. Luego fueron al manantial, a indigestarse de agua pura. Regresaron a tenderse sobre el lecho de flores casi a tientas, pues era una noche sin luna y con escasas estrellas.
– Tengo frío hasta en la pipí – gimió el pequeño Abel. Extrañaba el calor de su madre.
– Lina, no seas así, dale la piel del burro.
Lina le extendió de mala gana la mitad, y lo dejó acurrucarse contra ella. Así fueron poco a poco arrepechándose unos contra otros, sobre el alivio aromático de los pétalos, hasta que el sueño los batió. Acabó el segundo día.
Al despertar el tercer día corrieron a ver si quedaba algo de cartílago que mordisquearle a las sobras del burro. Adán lo había sacrificado ya sin remedio días antes, para proveer carne. Pensaba que de todas formas ya para el año próximo Caín estaría bien fuerte como para meterle el hombro en la labranza. Pero mientras estuvieron fuera en el pantano, la rapiña había tomado confianza y había dejado los huesos limpios impecables, relumbrantes como para muestra de museo de historia natural.
Así que volvieron al manantial a tomar más agua. Luego se dedicaron a recorrer minuciosamente el jardín, para hacer inventario de la fruta, no sin merendarse lo que se les pusiera por delante, con toda la moderación del caso. Había frambuesas. También procedieron a verificar el estado de la siembra de trigo y de cebada. Las cosechas estarían tal vez en unos dos meses.
– Comeremos frambuesas, no más de cinco cada uno al día, hasta que aparezca alguna otra cosa. Mientras tanto, el bicho que cualquiera agarre, sea un pájaro, una lagartija, un grillo, lo que sea: lo partimos y lo comemos entre todos. Amén.
Así se acordó. Acabó el tercer día.
Al quinto día se agotaron las frambuesas. Al amancer del sexto, faltaba una quijada entre los restos del burro. Y a la tarde de sétimo, faltaba el pequeño Abel, el más querido del viejo Yahvéh.
San José, Marzo 2000
Mauricio Ventanas, Costa Rica, © 1999
mventanas@hotmail com
Mauricio Ventanas no es exactamente un autor, ni tampoco un seudónimo,
sino tal vez un personaje de sus propios cuentos. No parece siquiera que
sea posible hacer una reseña biográfica de él. Así
las cosas, sólo queda hablar de su yo más afín al
mundo convenido en los diarios, aunque no resulte muy ilustrativo ni interesante.
Alguien nació en Ciudad Quesada, Costa Rica, en 1967. Cursó
su infancia ahí mismo alborotando vacas, destruyendo huertas y adiestrando
un perro sumamente brillante que nunca quiso aprender nada. De niño
se perfiló como estudiante sobresaliente, músico en potencia
y deportista mediocre. De la Universidad de Costa Rica obtuvo la Licenciatura
en Ingeniería Mecánica (1989) y luego la Maestría
de Carnegie Mellon University (1991). Durante ese tiempo también
escribió canciones en guitarra y baladas para piano. Al concluir
sus estudios retornó a Costa Rica y se estableció como consultor
especializado en Ingeniería Asistida por Computadora.
En 1994, sin
una edad precisa, nació Mauricio Ventanas. Inmediatamente aprendió
las mañas musicales y literarias del ingeniero, y se propuso elevarlas
a la categoría de sueños. Ese mismo año, Ventanas
se unió al Círculo de Poetas Costarricenses (dirigido por
Laureano Albán), donde se destaca en el género del cuento,
mientras trata con sufrido encono de hacer poesía. En 1997 publicó el libro de cuentos Las Muertes Normales. En 1999 fue
presidente de la Asociación de Autores de Costa Rica. Actualmente prepara
la publicación de su segundo libro, Del Delirio, las Botellas y las Flores. Aunque no se
sabe mucho más de él, tal vez ayude reiterar que todos sus
cuentos son autobiográficos.
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