Valparaíso, qué disparate eres,
qué loco, puerto loco... (Pablo Neruda)
Cuando éramos niños y nunca habíamos salido de nuestro pueblo rodeado de cerros, un día, nuestros padres nos llevaron al puerto de San Juan del Sur para que conociéramos el mar Pacífico. A mis hermanos y a mí, nos mandaron a hacer unos juegos de calzonetas y camisas playeras con una tela estampada de palmeras y veleros y a mis hermanas unos vestidos de baño de una sola pieza con vuelitos en la cintura y tirantes que se amarraban al cuello. Entonces nos fuimos a la playa al otro extremo del país, casi en la frontera con Costa Rica. Nos encantó el paisaje marino, el olor penetrante a mangos y almendros y la bellísima playa donde las olas, que también por primera vez conocíamos, se deshacían en una espuma blanquísima consumiéndose en la arena sobre una alfombra de conchitas molidas, mientras las gaviotas y los pelícanos volaban en la inmensidad de un cielo azulísimo y abierto. Pero sobre todo, nos impresionó aquella increíble cantidad de agua salada a la que no se le miraba fin. Era fría, debido a la corriente de Humboldt, que viene desde las costas de Chile y Perú, como nos explicó un anciano marinero con sus ojos extraordinariamente transparentes. Mi papá nos tomó fotos en el muelle en medio de boyas, cadenas herrumbradas, mecates, barriles de diesel, mercadería embalada en jaulas de madera y en medio del trajín de hombres descalzos con el torso desnudo que subían y bajaban el embarcadero con grandes bultos sobre sus espaldas renegridas. En un restaurante con mesas y silletas de colores y adornado con grandes caracolas, redes marinas, peces disecados y vértebras de tiburón, por primera vez comimos langosta, camarones y pescado mareño en vez de los frijoles refritos, guiso de pipián y la gallina de patio.
No es por nada, pero el puerto era muy lindo. Casas de madera machimbrada, sobre zancos, pintadas de blanco. Los corredores rodeados de barandales pintados de verde y azul y un a iglesia también de madera con techo de zinc. Casi como la postal de otro país.
Una hermosa calle con un boulevard de cocoteros que bordeaba la playa de la bahía, con
coches y bicicletas, podía verse desde la parte alta del puerto, donde construían el primer
hotel de lujo con inodoro en vez de excusado. Eso si, no nos gustó para nada el calor. El
pegajoso bochorno del verano era demasiado para nosotros, acostumbrados al fresquísimo y
brumoso clima de nuestro pueblo en aquellos años. Pero por la tardecita, una
brisa salada refrescó el cuarto del segundo piso de la Pensión El Danubio Azul, donde
dormimos en tijeras de lona cubiertas con mosquiteros. Yo no pude conciliar el sueño
porque los retazos de una canción que traía el viento desde la rockonola de un bar
cercano me entristeció las más íntimas fibras del alma:
Su nombre era Margot, me dijo con dolor
y en su pecho llevaba una cruz..."
Entonces mi papá dijo: "Con el clima de Somoto esto sería otra cosa...!" y se le ocurrió, emocionado, y para alegría nuestra, que nos podríamos llevar el mar hasta un rincón del pueblo. Entonces, entusiasmados todos con aquella loca idea, nos dispusimos a acarrearlo. Chico Luis llevó un balde de agua salada, Carlos un puñito de arena con conchitas de colores, caracoles y punches, Armando un retazo de espuma y otro de cielo, y yo, la canción del mar y sus mareas con sus respectivas puestas de sol... Mis hermanas, las tres Marías, recogieron peces, caballitas de mar, algas y pájaros marinos que cargaron en sus sonrisas, sus ojos sorprendidos y sus vestidos de holán. Finalmente, mis padres, con la complicidad de mis tía Guicela, mientras ella tocaba en su piano el vals Sobre las Olas, decidieron instalar el mar Pacífico frente a la casa, en la mera Calle Real de Somoto.
Al día siguiente amaneció el pueblo embochinchado! Como un puerto en medio de los cerros mirábamos el oleaje que llegaba a morir en la acera de la pulpería. El Alcalde, aburrido de no hacer nada, dijo: Pondremos un faro en el Cerro de la Cruz, y en cuestión de horas, media docena de albañiles construyeron uno con el barro que se hacen los hornos y colocaron una lámpara de carburo en la parte alta de la torre. Las señales nocturnas e intermitentes de luz blanquísima que le encargaron hacer al telegrafista del pueblo llegaron hasta Chinandega, donde pensaron que aquel relampagueo en pleno verano era un milagro de San Isidro Labrador.
El primer barco llegó al pueblo una madrugada de febrero. Pitando entró por el parque, alborotando zanates y pijules de los jicarales en los potreros cercanos -porque gaviotas fue una de las pocas cosas que no pudimos trasladar de San Juan del Sur a Somoto. Subió aquel chunche de hierro por la Calle Real con su gran fumarola provocando pe queñas olas que se estrellaban contra las aceras de las casas más altas, algunas entra ban a los zaguanes inundando los jardines y los patios, mientras la gente se asomaba por las ventanas para decirle adiós a los marineros vestidos de camisetas con rayas azules que respondían con sus boinas y sus sonrisas extranjeras y frutales, hasta que el barco azul, con bandera tricolor y una estrellita blanca en la esquina superior izquierda que luego comprobé en las páginas del Almanaque Mundial de 1956 era la bandera chilena, se fue perdiendo montaña adentro, buscando quizás otro puerto entre los cerros, u otro hermoso sueño de niño...
Enero y agosto, 2002
Luis Enrique Mejía Godoy, Managua, Nicaragüita © 2003
luislucy@cablenet.com.ni
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