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It´s Now or Never

"It´s Now or Never"
(Aaron Schroeder-Wally Gold) Elvis Presley

A los trece años, como a la mayoría de los niños, me gustaban la mujeres mayores. Mis tías solían reunirse por lo menos una vez a la semana con mi madre, que ya andaba en los cuarenta. Me divertía escuchar sus risas, contándose chistes picantes mientras tomaban café en el corredor de nuestra casa, sentadas en círculo alrededor de una mesa llena de pastelitos, rosquillas, semitas y otras delicias del pan segoviano. Tenía algunas tías realmente jóvenes pero ninguna soltera. Con sus vestidos discretamente escotados, el pelo rizado con la técnica de pinzas calientes y sus bellos rostros apenas maquillados, frescos y morenos. Perfectos dientes remataban una sonrisa digna, sin duda, de un primer lugar en el certamen de Miss Nicaragua; con la estampa que competía con la de una artista del cine azteca, inevitable y obligada referencia de la belleza femenina de América Latina a finales de los años cincuenta, como las fotografías de María Félix, Elsa Aguirre y Rosita Quintana que mi papá tenía debajo del vidrio de su escritorio.

Me gustaba ver pasar a la esposa del gerente del Banco Nacional. Una cuarentona de piernas firmes que, escoltada por sus hijas, no menos bellas pero, como decía el vecino, “nada que ver con la hembrona de su madre”, venía por la acera de la casa bajando hacia la iglesia. Mujer de tierras chontaleñas, “centaura” –mitad mujer, mitad potranca– de pelo negrísimo y ojos almendrados, con un movimiento de caderas “que a cualquiera deja enclochado y con los cables pelados”, comentaba emocionado mi primo René, que al verla venir a la mitad de la cuadra, imitaba el relincho de un potrillo y pelaba los dientes.

También me gustaba la mujercita del telegrafista. Maestra de primaria, veinte años, rostro aindiado y baja estatura, pero con unas pantorrillas bien torneadas y unos pies menudos metidos en unos zapatos de tacones altísimos que hacía sonar como la clave de un danzón de Lara y que yo escuchaba desde cualquier lugar de la casa. Salía a la puerta para verla pasar olorosa a perfume barato, con sus nalgas respingaditas y juguetonas, como enjuagándose. Vestida de rojo, desplazándose debajo de una sombrilla azul con mariposas amarillas –como las de Macondo– que movía coquetamente camino a la escuela pública muy a las seis y media de la mañana, a la misma hora en que el Poeta Selva le improvisaba sonetos de amor, ovillejos y versos alejandrinos a las empleadas domésticas que iban con su pichelito a traer la leche y la cuajada donde los Briceño.

Había también una mujer muy especial. Andaba en los veintitrés años aunque parecía menor. Decían que era la querida del jefe político, a quien le había botado un hijo cuando no se quiso casar con ella. Se llamaba Ángela Rosa y le hacía honor a su nombre porque era una sencilla flor de la calle con cara de ángel y unos pechos bien duritos que parecían nísperos debajo de su blusa de hombros desnudos. Peinaba siempre una trenza larguísima que le caía como un cascada hasta las nalgas. Altísima como una palmera; caminaba como en el aire con sus sandalias de cuero crudo. Lo que más me gustaba de ella era que aunque todo mundo la criticaba de ser una mujer liviana, andaba en las calles como en una pasarela de la alta costura, con un porte y una dignidad que jamás he visto en nadie. Debajo de su vestido de algodón, hecho por ella misma, yo adivinaba su bello cuerpo de sirena de río y me la imaginaba bañándose en chibolas en el río Inalí.

Pero bueno, de quien realmente quiero hablarles en este relato es de la mujer del comandante. Hermosísima dama de familia andaluza mezclada con sangre negra del Caribe, casada con un hombrón somoteño que fue jefe de una patrulla de la guardia en las montañas de las Segovias y que en menos de diez años había ascendido a capitán, después a mayor y luego a teniente coronel. Conoció a doña Esther, como se llamaba su mujer, en República Dominicana, cuando se fue a entrenar en un curso especial que los Marines ofrecieron para los ejércitos de Centroamérica y del Caribe y se la trajo a Somoto, donde se casaron y procrearon tres hijos. Era un matrimonio amigo de mi familia, razón por la cual yo llegaba a su casa a cualquier hora y entraba hasta la cocina. Allí la encontré muchas veces en bata de levantarse, con el pelo suelto, haciendo café fuerte como le había enseñado durante su niñez en Santo Domingo su tía Clarisa, una mulata hija de franceses y haitianos. Siempre con su olor a eucalipto y a tabaco por los dos paquetes de Kool mentolados que se fumaba diariamente. Doña Esther era una de las mujeres más hermosas del pueblo. Ella lo sabía, el comandante también, y ahora yo también lo estaba confirmando con el corazón agitado a mis trece años.

La primera vez que reparé en ella fue cuando, vestida de pantalones ajustados y camisa a cuadros, un sombrero hondureño de ala ancha y unas botas vaqueras estelianas que le llegaban hasta las pantorrillas, montaba un hermoso caballo en el tope de toros de las fiestas del 11 de noviembre. Todo el pueblo se fijaba en el cuadrúpedo, que era de pura raza árabe y que unos turcos de San Marcos de Colón le habían regalado al comandante.

En cambio yo, me fijaba en sus caderas y sus hermosas nalgas que daban pequeños saltos sobre la montura negra con adornos de plata, y sus pechos que también brincaban, seguramente sin sostén, al ritmo del son de toros que los Chicheros tocaban en el desfile. Podía ver los círculos de sudor de sus pezones rozando la camisa vaquera, y ella, con la sonrisa grande y su ceja arqueada –como la de la Gretta Garbo– me hacía perder el control, diciendo adiós con sus manos largas enguantadas, que llevaban las riendas del brioso animal, sofrenándolo, sacándole paso, “como a su marido el comandante...” –pensé con envidia.

Un día que había quedado de pasar por Manuel, el hijo mayor del comandante, para ir a cazar con hulera palomas y garrobos al Cerro de la Cruz, vi que la puerta de la sala estaba abierta. Entré hasta el comedor y busqué en la cocina, llamé varias veces a Manuel pero nadie respondió. Cuando decidí salir de la casa, algo me obligó a regresar y empujé la puerta de uno de los cuartos que resultó ser el aposento matrimonial. Allí estaba ella, despernancada en la cama, con la bata abierta hasta la cintura, mostrándose como una preciosa escultura de ébano, evidencia genética de sus ancestros africanos. El corazón me dio tres pataditas y la sangre me recorrió en un segundo todo mi cuerpo flaco. Me puse nervioso, no supe qué hacer, sabía que estaba invadiendo la privacidad de una familia, me lo había dicho tantas veces mi mamá: “uno no entra en casa ajena hasta que le dicen que puede entrar, de otra manera, lo confunden con un ladrón...” Pero yo estaba ahí, y no me arrepentía de ver lo que estaban viendo mis ojos. Tuve el impulso de tocarla, de decirle que ya había soñado muchas veces con ella, que no era mi culpa, que me atraía más que mi propia novia de doce años a quien apenas le empezaban a crecer los limoncitos. En esos pensamientos estaba, sudando, petrificado, cuando ella despertó suavemente, como una boa después de comerse a su presa, o como una leona después de hacer el sexo con su macho para preservar la especie... Cuando decidí retirarme, deslizándome en las sombras, escuché su voz casi en el tronco de la oreja. Un río helado me bajó por la espalda hasta la misma separación de mis nalgas. “Me estabas viendo, verdad...? –me dijo casi en susurro, sin levantarse de la cama, acomodándose en su nido revuelto de sábanas, recogiéndose el pelo ensortijado para hacerse un moño detrás de la nuca. Entonces volví mi vista hacia el rincón. A pesar de la penumbra del cuarto podía ver claramente su piernón mulato, ahora con delicadas pinceladas de luz, gracias al Zippo con el que encendió su primer cigarrillo después de la siesta y se sentó en posición de yoga, con las nalgas sobre los talones. Continué observando nítida su pierna de carne morena por la abertura de su bata y a pesar del contraluz de la ventana del dormitorio vi en el fondo de sus muslos el perfecto triángulo encrespado como paste de montaña. Como un panal de avispas negras –de miel prohibida–, me dije entusiasmado. “Buscaba a Manuel” – djije tartamudeando. “Pero encontraste otra cosa, ¿no...? –respondió sonriendo. Está con sus tragos –pensé. Sólo habían pasado tres minutos desde que había entrado a la casa del comandante pero a mí me parecía una eternidad... Mejor dicho, el tiempo se había detenido. El techo de zinc traqueteaba al cambiar el bochorno del mediodía por el frescor de la tarde. No sabía si salir corriendo y dejar atrás este asunto o enfrentarme a la realidad, alimentada ahora por mi fantasía que me obligaba a escuchar que la doña me llamaba, expulsando humo por su nariz, como una hermosa dragona enrollada en su propio cuerpo, con un hombro desnudo, mostrando la mitad del hermoso jícaro de su pecho izquierdo, “Vení, sentate aquí, y no te preocupés porque el comandante anda en Ocotal” –me dijo, y después de dar un largo sorbo al cigarrillo continuó: “Y la Lola, la sirvienta, anda trayendo la ropa planchada donde la María...” Pero pudo más el miedo que el deseo, y salí como quien se quita un tizón del trasero. Crucé el parque en cuatro zancadas y fui a meterme a la pulpería de una tía a pedirle un pocillo de agua. “Parece que viste al Diablo” –me dijo al verme agitado y todavía pálido del susto. “Es que casi me muerde el Buldog de los Ríos”, mentí rápidamente sin rubor.

No habían pasado ni cuatro días, cuando fuimos invitados a la fiesta de cumpleaños del Comandante. Al principio me negué a ir, poniendo como pretexto que me iba a aburrir en una fiesta de gente mayor, todavía con vergüenza de haber entrado a la habitación de doña Esther y verla acostada, con aquel piernón desnudo que no lograba sacar de mi cerebro; pero el Comandante y doña Esther le habían comprado un tocadiscos portátil y varios discos de Elvis Presley a sus hijos y estaban organizado un pereque en el garaje para los chavalos de nuestra edad que ya empezábamos a escupir en rueda. Así que fuimos al cumpleaños. Allí la vi de nuevo, más bella aún, vestida con todos los fierros. Siempre fue el centro de la fiesta, bailando con todos los invitados, sirviendo bocas y también, de vez en cuando, llegaba al garaje para ver si todavía quedaba refresco en la bolera. Me acerqué a ella, y valientemente, agarrando fuerzas de no sé dónde ni cómo, cuando ella estaba poniendo más licor mezclado con refresco, le dije al oído: “No he dormido desde aquel día...” Y ella, acariciándome la cabeza, y enseñándome su perfectos dientes, blanquísimos, a pesar de la nicotina, con su aliento a Santa Cecilia casi quemándome el lóbulo de la oreja enrojecida por mi pasión infantil, me dijo: “¿Por qué tenés que ser tan joven...?” Y adiviné en sus ojos la pasión de una mujer hecha y derecha, cuando a mí apenas me crecían los primeros pelitos debajo del ombligo.

Le conté todo a mi primo Gustavo, y él me confesó que le había pasado algo parecido con una vieja que se lo quiso echar al pico en un paseo en Ocotal. “Esas roconolas quieren comer pipiancito con nosotros...” –me dijo riéndose. Pero yo le dije que la mujer del comandante no era ninguna vieja, y que además de gustarme mucho, apenas tenía treinta años y que con ella yo había experimentado una sensación nueva, que no sabía si era amor a primera vista, o simplemente templazón y que sólo comparaba con la vez que vi aquel afiche en el Cine Venus que anunciaban la película “Arroz Amargo” con la Silvana Mangano, donde aparecía la actriz italiana metida en un arrozal con sus pechos mojados y una pierna desnuda hacia adelante que no olvidé jamás hasta que conocí en vivo los inmensos pechos rosados de La Gloria, mi primer jineteo sexual. “La mujer del comandante es pecado capital...” –me dijo mi primo–, “mejor soñá lo que querrás con la Jane Mansfield o la Sofía Loren... ¿No tenés miedo de caer preso...? –me advirtió tomándome de las muñecas y zarandeándome. Yo me arreché porque creía que él me podía entender, pero me di cuenta que sólo doña Esther y yo sabíamos de qué se trataba este clavo. Así que decidí no volver a comentar del asunto con nadie y me volví a quedar solo con mis pensamientos, mis fantasías sexuales y mis sueños mojados...

El día que mi papá me hizo cantar y tocar guitarra con él en aquel paseo al Río Grande, mientras todos los chavalos se bañaban en la poza, supe que la mujer del Comandante se me estaba metiendo demasiado adentro. La celaba si la miraba restregándose con su marido mientras bailaban, como que no era su derecho. En la rockonola sonaba el disquito de 45rpm. con el éxito de Bienvenido Granda “...No quiero ni que el viento te me toque, se llena de egoismo mi dulzura, cariño como el tuyo me disloca...” Después mi papá, poniéndole una venda en los ojos para hacer un acto de magia, le susurró al oído no sé que... yo me quedé como con un estorbo en la garganta y no se lo dije jamás a mi padre. Bienvenido Granda insistía: “Tu vida va enterrándose en mi vida...” La música me quemaba el alma y sentía confusos mis sentidos.

Ese día ella me pidió que cantara “Nunca” de Gutty Cárdenas; lo hizo a propósito, porque creo que ella sabía que yo nunca podría besar aquella boca de púrpura encendida... Mi papá y yo la cantamos a dos voces, y ella nos quedaba viendo con sus ojazos, haciendo rosquillitas de humo con su boca grande. Ya con sus tragos, me pidió que bailáramos y mi mamá empujándome: “no seas tan tímido, andá, que así vas a aprender a bailar antes que tus hermanos, tonto...” Las manos me sudaban a mares. Sólo doña Esther y yo en medio del salón construido sobre zancos a la orilla de río, el piso de tablas de madera, regado con aserrín y pino. Ella descalza y con un shortcito azul, una camisa de hombre anudada un poco más arriba de su ombligo perfecto, “puede caber un nacite en él...” pensé excitado. Me apretó la mano. Yo le llegaba al hombro. Sentí su respiración y su olor a cigarro y a eucalipto, ahora mezclado con aguardiente Santa Cecilia. Sus pechos sin sostén rozaban mi clavícula y sentí su pezón erecto y suave a la vez, –como el borrador de un lápiz, fantaseé–. En una de las vueltas del baile, más cerca de la rockonola que de la mesa de tragos donde estaba la gente mayor, cuando José Alfredo Jiménez cantaba: “Poco a poco me voy acercando a ti, poco a poco, la distancia se va haciendo menos”, casi sin abrir la boca, me dijo: “Te espero el lunes en la casa a las cuatro de la tarde...” Me puse nervioso moviendo los ojos hacia los lados. Ella entonces agregó: “No te preocupés, el comandante se va a Managua con los chavalos...” Esa noche tampoco dormí y mi mamá insistió en ponerme el termómetro dos veces. Al día siguiente mi abuela me purgó con Aceite de Castor, argumentando que seguramente tenía parásitos. Riéndose, me advirtió con el dedo: “también sirve para los malos pensamientos”.

Disfrutaba de las vacaciones de fin de año. Mis padres me acababan de matricular interno en un colegio religioso de Carazo para el próximo curso y mi madre, amorosamente, me marcaba con un bordado a máquina los pañuelos y los calcetines, y con tinta china los calzoncillos, las camisolas y los pantalones. Todos los días me bañaba alrededor de las cuatro de la tarde y a las cinco solíamos ir con mis primos al Club Social a jugar al billar y a tomar cervezas. Mis padre me había dado permiso de tomar un par de cervezas, pero no de tomar aguardiente, “hasta que sepa trabajar carajito... y no ande creyendo la vida es moronga...” –me dijo. De todas formas, con mis amigos tomábamos a escondidas en los estancos del pueblo y después masticábamos papel periódico y semillitas picantes de “sen sen” para quitarnos el aliento pesado a guaro pelón. Pero ese lunes, por la cita con la mujer del comandante, me bañé a las tres y media en punto para no llegar tarde y salir de dudas para siempre.

Saber si lo que me estaba sucediendo era un sueño que no me dejaba dormir tranquilo o una realidad que tampoco me dejaba dormir y debía enfrentarla cara a cara lo más pronto. Mi mamá se extrañó de que me metiera al baño tan temprano y me preguntó: “Para dónde vas a estas horas...?” Yo le salí con el cuento de que íbamos a practicar guitarra con Gustavo y que después posiblemente iríamos hasta el Drive en la Shell de Palacagüina. “No vengan noche, a esa hora hay mucho animal en la carretera” –fue lo único que me dijo. Mi corazón estaba tan acelerado que pensé que mi madre lo escucharía; entonces salí por el zaguán, sin despedirme.

Me bañé casi a las carreras, me puse mi pantalón de dril blanco y mi camisa de lino negro con un ancla roja bordada a la derecha, y salí con mi copete embrillantinado dejando un rastro de Old Pice con aroma a Pino Silvestre que se sentía a una cuadra de distancia. Pasé por la casa de Gustavo a quien tuve que confiarle mi cita y montar con él mi plan y tener una coartada en caso de cualquier emergencia. “Yo que vos no me meto con la guardia...” –me dijo en serio, pero yo a esas alturas ya había tomado mi decisión; entonces nos abrazamos despidiéndome para una nueva aventura que después de todo no dejaba de tener sus riesgos.

En el reloj de pared de la tienda de mi tía Evelina dieron las cuatro y treinta, le pedí me regalara tres cigarrillos Esfinge que metí en la bolsa de la camisa y salí casi corriendo rumbo a la casa del comandante. De la Iglesia salía un grupo chavalos de recibir clases de catecismo, igual que yo hace apenas cinco años atrás. Entré al bar de la esquina, pedí un trago estraic de Santa Cecilia con limón y aparte Coca-Cola. Cuando toqué la puerta ya eran las 5:00, hora en que arriaban la bandera del Cuartel, lo supe porque escuché el clarín destemplado de la rutina militar. Ella vino a abrirme y me sonrió con la misma dulzura de siempre, me hizo pasar a la sala de muebles modernos tapizados de cuero café. Nos sentamos, yo en el sofá, ella frente a mí con su bata de seda china, descalza y con el pelo aún húmedo, recién bañada. Olía a jabón Camay y a Colonia Inglesa y vi en su cuerpo felino una sensualidad y un garbo que me envolvió en una especie de borrachera erótica. Ella me sacó de mis pensamientos cuando me dijo: “¿querés tomar una cerveza?... sé que tenés permiso de tus padres, además ya no sos un niño” –sonrió levantando la ceja de María Félix. Sin dejarme tiempo para contestarle que sí, que me estaba quemando por dentro y que necesitaba refrescarme la garganta, el corazón y el estómago, se levantó y fue al refrigerador a sacar dos Victorias heladas que puso en la mesita del centro, haciendo a un lado el jarrón con flores de seda. Destapó las botellas con el abridor que tenía en un llavero y entregándome la cerveza me dijo: “Salud, por nuestra amistad y nuestro secreto...” Tomé un trago grande y poniendo la botella en la mesa me atreví a decirle: “No sé si hago bien en entrar a su casa cuando está sola”.“No me tratés de usted –me dijo frunciendo el ceño y sonriendo con picardía, “esta tarde quiero ser un poco más joven para vos...” Sus ojos brillantes eran cómo los de una pantera al acecho... Tragué saliva.

Cruzó la pierna y la bata de seda china resbaló en su muslo hasta quedar desnudo, mostrando nuevamente su pierna izquierda de caoba, recién rasurada, con un brillo como de madera pulida. Sentí un escalofrío y decidí desenguaracar mis sentimientos y ponerlos allí sobre la mesa, junto al jarrón con flores de seda, el paquete de Kool mentolados, el encendedor Zippo y el llavero. Viéndola directamente a los ojos y tuteándola como a una vieja amiga le dije: “Sos realmente hermosa, la mujer más bella del pueblo, cada vez que te veo siento hormigas en mis labios y mariposas en mi estómago...” No me contestó, quizás porque mis metáforas eran frases cajoneras y gastadas. Tampoco la vi sorprenderse por mi confesión, la misma que una semana después yo le estaría reproduciendo exactamente al Cura Salcedo, tartamudeando a través del cedazo de la ventanilla del costado izquierdo del confesionario. Ella se puso de pie, fue a cerrar las persianas de madera de la única ventana que daba a la calle, encendió la lámpara de sombra de la esquina de la sala, colocó varios discos en el cilindro al centro del plato de la consola JVC, accionó el mecanismo del tocadiscos y fue a sentarse a mi lado pegadita a mi costillar. Puso su brazo izquierdo sobre mi nuca y tomándome la cara con su mano derecha me dijo: “bésame, que me muero por mordisquear tus labios, jocotitos en miel...” También sus palabras me sonaron ridículas, pero su ternura, casi maternal, y la brasa de su boca me pusieron las piernas como de trapo. Entonces, sin experiencia alguna metí mi mano dentro de su bata y acaricié sus pechos hirviendo, sin saber exactamente qué hacer después, pues con mi novia que tenía trece años a lo sumo que habíamos llegado había sido a intercambiar de boca a boca una pastilla de chiclets, a mordernos las orejas y a besuquearnos la nuca en la última banca del palco del Cine Iris, la llamada Zona de Fuego.

Después de la introducción del cuarteto de rock and roll, la voz de Elvis sonó nítidamente en el acetato de cinco pulgadas: “It's now or never, come hold me tight, Kiss me my darling, be mine tonight. Tomorrow will be too late, it's now or never, my love won't wait. Las campanas dieron el tercer repique para el santo rosario. Un revoloteo de palomas de Castillas sentí en el campanario de mi corazón cuando la mujer del comandante me hizo el amor como quiso. El mareo me duró como una semana. Mi primo Gustavo nunca me lo creyó y más bien me dijo, burlándose: “A vos te dieron sopa de calzón...”

Su olor a café con canela quedó impregnado en mi cuerpo. Mis hermanos se quejaron porque según ellos yo había llevado al cuarto un tufo a guapote. Mi mamá me volvió a purgar y cambió la ropa de mi cama. Fue el año en que me aplazaron en el examen de matemáticas.

Luis Enrique Mejía Godoy, Nicaragua © 2005

luislucy@cablenet.com.ni

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