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Disfraz

Cuando terminábamos de comer nunca juntábamos la mesa y era probable que por algunos días permanecieran los vasos con vino, los platos engrasados, las servilletas sucias y las velas consumidas. Nos movíamos por todos los ambientes de la casa buscando un lugar limpio para sentarnos cruzados de piernas y acomodar algún juego de cubiertos, dos repasadores y los candelabros.

A mi hermano Carmelo y a mí nos gustaba comer a la luz de las velas porque nos hacía acordar al guiso de fideos en la casa de la abuela con la luz cortada.

El viernes a la noche habíamos ido al teatro a ver una versión holandesa de Drácula. Yo no quise cenar afuera porque había dejado milanesas para freír y ensalada de palta. Mi hermano llegó a casa de mal humor. Se quejó del condimento de la comida, las burbujas de la gaseosa y de un nuevo desodorante de ambiente que había desparramado Sarita. Carmelo agarró las llaves del auto y se fue. Dijo que volvería el lunes o martes de la semana próxima, pero cada vez que se iba de casa su regreso era incierto.

Aunque no me arrepentí de la semana de vacaciones que había pedido en el trabajo para estar con él, al ver como se enfriaba su milanesa, me llené de rabia por haber tolerado sus muestras de arte, la cocina siempre pintada de rojo, el piso de la habitación con figuras de mujeres haciendo fuerza en el inodoro y el desorden de sus horarios.

Cada vez que lo veía angustiado, le preparaba una tarta de ricota y se la llevaba con mate a eso de las once. Pero nunca estaba. Quizás regresaba a la noche, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse en pie y la sonrisa siempre de oreja a oreja.

***

El sábado me desperté casi a las seis. Me puse una bata de toalla y caminé descalzo por el piso de madera sin brillo. Desayuné solo y rodeado de basura. Había un libro de cocina con esencia de vainilla volcada sobre la página de las cosas dulces y cáscaras de huevos con yerba en la pileta de acero.

Antes de abrir el ojo izquierdo ya tuve presente la idea de ir por algunas cosas a San Telmo. Carmelo no hubiera querido acompañarme. A él le daba nostalgia pasear los sábados de verano. Prefería quedarse pintando o escuchando algún concierto de violín en el jardín de invierno.

Caminé por casi todas las calles de adoquines buscando un traje de payaso. El último lo había conseguido en un conventillo que está sobre Humberto Primo y ahora simula ser un local de antigüedades y ropa usada. A medida que uno iba entrando se llevaba por delante tules de colores, máquinas de escribir, maniquíes, y secadores de pelo de pie. Hubo tardes que al llegar de trabajar, Carmelo me encontró en la habitación de mamá, probándome alguno de mis trajes con lentejuelas, parado arriba de la cama para mirarme al espejo de pies a cabeza, maquillado con sombra verde y algún collar de perlas. Cuando lo descubría a través del espejo me ponía pálido y corrí al baño a sacarme la pintura.

Esa tarde, llegué a casa pasadas las cuatro. Desde la esquina pude ver el auto estacionado en al puerta del edificio. Supe que había vuelto para quedarse porque las persianas de su cuarto estaban cerradas.

En el taller había ruido. Y no lo llamo música porque el volumen era tal, que no podía distinguirse el piano de un arpa. La puerta estaba cerrada. Me asomé y lo vi de espaldas. Corrí a preparar unas tostadas y café.

En el comedor la televisión estaba prendida en un canal de series norteamericanas, aún estaban servidas las milanesas y había leche derramada sobre la alfombra persa de la sala de estar. Para poder prepara el café tuve que sacar el moho del filtro y fregar con una esponja de hierro los restos adheridos en la base de la cafetera. Sobre una hornalla había una rodaja de pan con manteca. El pan estaba ovalado y la manteca había perdido el brillo de las siete y media.

Entré con una bandeja al estudio, Carmelo no estaba. Golpeé la puerta del baño, y nada. La cocina (De donde yo acababa de salir) el comedor, la biblioteca, el desnivel donde está la hamaca paraguaya, todo a la vista y vacíos, como hasta hace unas horas. Entré a la habitación que fue de mamá y me detuve unos minutos en la puerta para recordarla en una foto cantando tangos en la Sociedad de Fomento. Junto a ella había dos señoras con la pollera muy corta y los corpiños en punta que hacían los coros. Un hombre con la pierna en una silla tocaba la guitarra. Avancé unos metros y encontré a Carmelo parado sobre la colcha, con el mismo vestido que usó mamá la noche de la foto y una flor en la cabeza. Él me miró por el espejo y se reía mientras cantaba.

Alfredo Staffolani, Argentina © 2002

Alfredo Staffolani es un joven escritor nacido en Buenos Aires hace veinte años. Sus primeros pasos en la literatura estuvieron coordinados por diferentes talleres, a cargo de Alicia Steimberg, entre otros. Admira las piezas de Bioy Casares y Borges, como así también los relatos de Chéjov y Kafka. Actualmente cursa el tercer año de la Carrera Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Sus relatos han sido publicados por diferentes revistas Universitarias. En el año 2001 ha sido ganador del certamen " Te relato.com", en el que participaron estudiantes de todo el país.

Lo que el autor nos comentó sobre su cuento:
"Disfraz" me ha acompañado durante años por las mismas casas de antigüedades en que se movía uno de los personajes. Siempre me interesó escarbar las relaciones humanas. Este relato quiere pensar cual es el límite en medio de una situación afectiva enferma.

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