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En la frontera

Era noche cerrada y lo poco que mostraba la luna en su fase menguante quedaba oculto tras las nubes. Xanti aguardaba la llegada del camión oculto detrás de uno de los muchos árboles que crecían rodeados de arbustos y maleza a orillas del río Bidasoa.

El lugar escogido cambiaba tan a menudo como la clandestinidad y el propio río imponían, ya que según el tiempo que hiciera algunos pasos dejaban de ser vadeables debido a las crecidas.

Miró la hora; las dos de la madrugada de una noche desapacible de finales de mayo.

El sirimiri frío y espeso que golpeaba implacablemente su impermeable verde le iba calando lentamente los pantalones de pana y apagaba sistemáticamente sus Ducados. Mientras él permanecía estoicamente en su posición, las colillas de tabaco negro a medio fumar se iban hundiendo lentamente a sus pies como si el barro húmedo fuese una ciénaga de arenas movedizas.

Se retrasaban diez minutos con respecto a la hora convenida, pero teniendo en cuenta el mal tiempo y lo peligroso de la carretera, de momento no era un gran motivo de preocupación.

Cada día había más tráfico y no era nada raro que algún despistado acabase ahogado en medio del río al salirse de la carretera en alguna curva mal señalizada, o que los que iban a demasiada velocidad perdiesen el control del vehículo y se empotrasen contra algún árbol del arcén.

Si hay algo que acumulaba esa zona fronteriza eran muertos por doquier, ya fuesen debidos a la Guerra Civil, a la policía o a una conducción temeraria.

Cinco minutos más tarde apareció el camión; como siempre, llevaba las luces apagadas. Aunque hacía tiempo que la Guardia Civil ya no recorría esos caminos con tanta frecuencia como en la época de la dictadura, el Gallego solía llevar los cristales de los faros cascados para justificar la ceguera nocturna de su camión ante las patrullas.

Ese sí que conocía la carretera de sobra, hasta tal punto que hubiese sido capaz de recorrerla con los ojos vendados; así que como para no hacerlo a oscuras durante los últimos kilómetros del viaje.

El mugalari* encendió una minúscula linterna haciéndola parpadear tres veces seguidas; era la señal convenida.

El camión se detuvo unos metros más adelante, ocultándose parcialmente en un arcén pedregoso lleno de maleza, barro y restos de cortezas de pino aún verdes, fruto de la tala de los bosques cercanos. De la cabina descendió Antonio, el Gallego.

Unas palmadas en la espalda bastaron para saludar al viejo contrabandista.
–¿Qué hay?, compadre. ¿Cómo te trata la vida?
–Vamos tirando, que no es poco.
–Toda la vida tirando como mulos de carga y ¡ay! del día en que ya no lo podamos hacer.
–Entonces tirarán de nosotros, pero hasta el camposanto.
–Je, je. En fin, cada día más viejos y pellejos, pero todavía al pie del cañón ...
–Esta vez te traigo catorce; tres moros, dos negros y nueve portugueses... Y esta botella de orujo, que también quiso abandonar la miña terra galega para conocer mundo.

Mientras Xanti escondía el regalo de su amigo detrás del árbol donde se había resguardado para esperarle, el Gallego soltó varias cuerdas y apartando la lona del remolque comenzó a mover algunas cajas de madera llenas de manzanas que ocultaban la auténtica mercancía, la que merecía la pena transportar a riesgo de ser detenido y enchironado.
–¡Bajad! Hemos llegado; yo os dejo aquí y él os ayudará a cruzar la frontera. Al otro lado del río está Francia, así que cuanto antes crucéis antes habrá terminado todo.

Los hombres descendieron del camión. El Gallego bajó la lona, la volvió a amarrar y despidiéndose de Xanti subió a la cabina y continuó su viaje rumbo a Pamplona.

Xanti se quedó atrás, mirando en silencio a los emigrantes durante unos segundos.

La mayoría concentraba sus pensamientos y miradas en el río que se agitaba ladera abajo. Desde luego que no era el Sena, pero olía a Francia; a la Europa húmeda y fría a la que tanto ansiaban llegar. Tan fría como la acogida que les esperaba al otro lado.

Otros en cambio miraban al cielo maldiciendo el mal tiempo que no parecía que fuese a mejorar. Sin embargo, llevaban demasiadas horas apiñados a oscuras en un ambiente sofocante como para que cuatro gotas pudiesen rebajar sus ganas de acabar con ese viaje infernal.

Al final Xanti se puso delante de ellos y les indicó con la mano que le siguieran.

Los hombres recogieron sus macutos y comenzaron a descender lentamente la ladera a través de un atajo que transitaba entre árboles y zarzas. Al llegar a la orilla, Xanti les indicó que se quitasen los zapatos y se remangasen las perneras.

El agua, a pesar de las últimas lluvias caídas, estaba tranquila y el vadeo transcurrió sin problemas.

Después de atravesar el río volvieron a vestirse y Xanti, seguido por su rebaño multirracial, comenzó la lenta marcha hacía el caserío de Hassan, su contacto francés al otro lado de la muga.

Atravesando bosques de hayedos y robles a través de atajos y veredas, debían abandonar el valle excavado por el Bidasoa para dirigirse hacia Biriatu, el primer pueblo francés y la última etapa de un viaje sin retorno por tierras hispanas.

Jean Pierre, más conocido como Hassan porque hablaba árabe como si lo hubiera mamado desde la cuna, cosa nada extraña después de haberse pasado ocho años en la Legión Extranjera, era el encargado de ocultarles durante algún tiempo en su caserío antes de alejarles de la frontera despachándoles en algún camión de reparto o subiéndoles a un tren en la estación de Hendaya, con un billete de tercera en la mano.

La verdad es que a Xanti tampoco es que le importase mucho conocer el método que empleaba y si era siempre el mismo o lo variaba para despistar a los controles. En esos asuntos cuanto menos se supiera mejor, porque si no, tarde o temprano se acababa cantando, y no precisamente el La, la, la en Eurovisión.

Además, una vez en Francia, lo que hicieran esos pobres diablos era cosa suya.

Francia representaba El Dorado europeo, porque después de la Segunda Guerra Mundial se había convertido en un país hambriento de niños, que de manera discreta entreabría la puerta trasera a trabajadores sin papeles que con el tiempo acababa legalizando a través de la carta verde.

La mayoría acabaría vendimiando en el campo o trabajando en la construcción, y en cuanto tuvieran los papeles en regla y algo de dinero volverían a cruzar la frontera; pero esa vez lo harían de manera legal y a ser posible yendo de vacaciones en un coche de segunda mano que poder lucir en sus pueblos de origen.

Aunque el caserío de Hassan estaba a las afueras del pueblo y no era necesario cruzarlo con el rebaño a cuestas, toda precaución era poca, de manera que Xanti solía alternar los viajes en función de la oscuridad reinante.

Si la noche era clara y había luna llena, el recorrido lo hacía por los senderos que bordeaban las huertas y los pastos cercados con alambre de espino, donde a lo sumo podían toparse con algún gato sibilino que estuviera haciendo su ronda nocturna.

Sin embargo, un día lluvioso y desapacible como aquel no invitaba a paseos nocturnos por caminos poco frecuentados que solían estar infestados de ortigas y zarzas, por lo que sintiéndose seguro de que no iban a toparse con ningún paseante insomne o con alguna pareja de amantes apasionados que hubieran decidido desfogarse en la parte trasera de algún coche, optó por seguir la pista pedregosa sin asfaltar que enlazaba directamente el caserío con el pueblo.

Hassan y su mujer aguardaban tras la puerta de su casa, asomándose de vez en cuando a la ventana para ver si la trouppe asomaba; así que nada más verles llegar la abrieron y ella condujo a los invitados a la parte trasera del caserío, donde les daría caldo caliente antes de llevarles al granero para que pasaran la noche ocultos allí. Mientras tanto, Hassan se quedó con Xanti en la puerta, hablando de negocios.

–Toma, esto es lo que te toca por los del mes pasado; así estamos en paz. Lo de estos te lo daré cuando los entregue y me los paguen.
–De acuerdo. ¿Sabes cuando será la próxima?
–De momento no. Pero tranquilo, que ya te avisaré con tiempo para que organices el paso, porque haberlo lo habrá, te lo aseguro, que el número de morenos que quieren pasar a Francia cada día es mayor.
–Además, mientras sean emigrantes y no terroristas los que pasen la frontera, sólo por no complicarse el día con papeleos, los picoletos hacen la vista gorda cada vez más.
–Bueno, pues entonces, casi que yo me voy yendo ya.
–Hace una noche de perros. ¿No quieres echar un trago antes de irte?
–Hoy no, con el tiempo que hace cuanto antes vuelva a cruzar mejor.
–Entonces hasta la próxima. Y cuídate, que ya estas viejo para caminar por estos montes bajo la lluvia. A ver si algún día apareces despeñado por algún barranco y la gente descubre que estabas pluriempleado como guía turístico.
–¡Qué más da! Aquí nací y aquí palmaré; te lo aseguro. Si no es un día será otro, pero será aquí.
–Te creo, te creo; que la cabra siempre tira al monte.
–Mejor estar como una cabra que ser un cabrón. ¿No?
–Tienes toda la razón. Au revoir, mon ami.
–Agur.

El regreso fue mucho más rápido y despreocupado. Casi había dejado de llover y yendo solo podía caminar más deprisa por esos caminos que conocía mejor que la palma de su mano, de manera que en poco tiempo volvió a oír el ruido del agua en movimiento.

Bajó hasta la orilla, vadeó el río fronterizo a la altura del mismo remanso y trepando ladera arriba regresó al lugar de partida. Allí recogió la botella de orujo del Gallego, sacó su vieja bicicleta que había dejado oculta entre la maleza, y pedaleando lentamente se dirigió a su caserío serpenteando al compás de la carretera que unía Guipúzcoa con Navarra.

A la izquierda el Bidasoa, una áspid sinuosa capaz de llevarse por delante a nadadores expertos y foráneos ignorantes del peligro que sus remolinos entrañaban; y a la derecha los primeros promontorios que daban paso a las Peñas de Aia, la mole granítica plagada de túmulos prehistóricos, minas romanas y búnkeres de la guerra civil, que se alzaba majestuosa, desafiando el paso del tiempo, riéndose de esos monos ilustrados que con sus picos y palas apenas si lograban hacerle cosquillas.

Todavía recordaba la época en la que se podía hacer ese mismo recorrido en tren, pero de ese Tren Txikito que en tiempos llegaba hasta Elizondo tan sólo quedaban los restos de la estación de Endarlaza y los túneles horadados en las laderas de las lomas rocosas que se erguían en la margen derecha del río. Cuando en los años 50 dejó de ser rentable y lo cerraron, el tramo que pasaba por Irún desapareció. La ciudad crecía después del parón de la guerra y las estaciones, las cocheras, las vías ... todo estaba demasiado céntrico como para no querer construir encima.

Ya en el caserío, Xanti dejó la bicicleta al lado de la puerta de entrada y pasó a la cocina; abrió el armario que había sobre el fregadero, sacó un vasito de los de chiquitear y se tomó un chupito del orujo.

Normalmente el tiento se lo daba al coñac barato que usaba su mujer para emborrachar las tartas, pero esa noche había que honrar al Gallego.

Su hijo solía regalarle botellas de pacharán y coñac del bueno por su cumpleaños y en Navidades, pero ese lo reservaba para las celebraciones. Los dos dedos de coñac peleón después de una entrega eran casi un ritual; una forma de sentirse joven y recordar viejas hazañas, cuando la ilegalidad se pagaba con la vida según quién te diera el alto.

Antes de guardar el dinero volvió a contarlo de nuevo; había que pensar en el futuro.

Demasiados años señalado por rojo como para esperar una jubilación digna.

Además, por mucho que se empeñase su hijo en decirle que no era necesario que se jugase la vida de esa manera, el orgullo de contrabandista le podía y reírse una vez más de la legalidad vigente reconfortaba mucho más que un retiro pacífico dando paseos por el monte con el perro.

Subió al segundo piso de la casa, se desnudó en el cuarto de baño para no mojar el suelo de madera y, ya en el dormitorio, guardó los billetes en uno de los cajones de la mesilla antes de echarse a dormir.

Al meterse en la cama, su mujer notó su presencia y recostándose sobre él le abrazó.

Parecía mentira, pero a pesar de los muchos años que ya habían pasado desde que hiciera sus primeros pases, ella seguía aguardando en vela su regreso.

Ella, siempre ella; la única mujer que había habido y que habría en su vida.

Xanti cerró los ojos y se quedó pensando en todos aquellos a los que había ayudado a pasar al otro lado en busca de prosperidad. Era incapaz de recordar la cara de ninguno de ellos, ni siquiera de los que había pasado esa noche.

Ni nombres ni caras, sólo sombras en la noche.

Lentamente el monótono ruido de las aguas del Bidasoa fue desapareciendo tragado por la oscuridad y la calma de su dormitorio, convirtiéndose en un suave murmullo que finalmente cesó cuando Xanti se durmió.

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* Mugalari: En euskara, persona que ayuda a cruzar la frontera (muga) de manera clandestina a personas indocumentadas.

Óscar González Uranga, España © 2010

oscaruranga@yahoo.es

Óscar González es doctor en química por la universidad del País Vasco. Aficionado a la novela crítica se considera seguidor de Huxley y Orwell, aunque en sus cuentos siempre ha antepuesto el realismo de lo cotidiano a la distopía.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El paso clandestino de personas a través de la frontera hispano-francesa fue una constante hasta la creación de la Unión Europea. “En la frontera” refleja este hecho histórico centrándose en la vida de un “mugalari”, un pasador de ilegales, alguien que habiendo nacido en esa frontera decidió transgredirla a riesgo de perder la vida.
Cruzaron la frontera pirenaica los represaliados por el franquismo, los que escapaban del nazismo a través de la línea Comet, los que no querían hacer el servicio militar obligatorio... pero sobre todo la cruzaron aquellos que un día decidieron emigrar al norte en busca de un trabajo, los mismos que hoy en día se ahogan en un estrecho salado sin llegar a probar las dulces y traicioneras aguas del río Bidasoa, porque las fronteras cambian pero no desaparecen.

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