Otros tiempos, otros estilos, supongo; y mi padre, que fue jefe de estación durante buena parte de la mitad del siglo XX, por lo visto tenía el suyo propio a la hora de contar cuentos de fantasmas.
—No sé cuánto de cierto tiene esta historia, ni cuánto de leyenda… —comenzaba mi padre, poniendo voz grave para darle mayor énfasis al relato, mientras nos miraba fijamente a los ojos—. Pero según afirmaba Paco Peña, mi antecesor en el cargo, la vieja existió de verdad... Además, debía ser bien conocida por todos aquellos que trabajaron en la estación durante los años posteriores a la Guerra Civil, porque a más de un jubilado le oí hablar de ella. Y cada vez que lo hacían... lo hacían en voz baja, muy baja... Y a continuación se santiguaban… Por lo que pudiera pasar —remataba mi padre, bajando la voz hasta convertirla en apenas un susurro, que a mi hermano y a mí nos provocaba escalofríos.
Por lo visto, y siempre según la versión que nos contaba mi padre, la vieja del andén debía ser una mujeruca de edad indefinida, que probablemente aparentaba tener más años de los que en realidad tenía.
Pero es que en aquellos tiempos de hambre y penurias, la gente envejecía con mayor celeridad que hoy en día; y el envejecimiento podía ser incluso más prematuro si, como era el caso de esa señora, la persona iba vestida de luto de los pies a la cabeza.
—La vieja llegaba a la estación siempre a la misma hora; exactamente a las doce menos cinco minutos del mediodía. Una vez dentro de la estación, se detenía al llegar al andén número uno, miraba fijamente al frente y, a continuación, cruzaba lentamente las vías por el paso lateral que entonces existía para acceder al andén número dos. Según me contó Paco un día, daba igual que a lo lejos se viera claramente que se aproximaba a toda velocidad un tren de mercancías de esos que pasan de largo sin parar… O que en el andén número uno hubiera un tren en marcha esperando la señal para proseguir su viaje... Con tal de estar en el andén número dos a las doce en punto, la loca esa cruzaba las vías sin vacilar, a riesgo de ser arrollada... De hecho, Paco solía decir con ironía que por unos instantes todo el universo se detenía para que la dichosa vieja pudiera llegar a tiempo al andén número dos... Entonces, cuando la vieja alcanzaba su objetivo, se plantaba justo en medio del andén a esperar… Y a esperar… Y a esperar... A esperar nada. Porque a las doce en punto jamás pasaba ningún tren por el andén número dos… Si lo sabré yo, que soy el responsable de los horarios desde hace años... La vieja se quedaba allí, sola, en medio del andén número dos; mirando al vacío, sin que por allí apareciese nadie. Hasta que el reloj de la estación marcaba las doce en punto del mediodía. Y así todos los días… Una y otra vez… De lunes a domingo. Daba igual que fuese invierno o verano, que hiciese frío o calor, que fuese día de fiesta o de labor… Todos y cada uno de los días del año la vieja asomaba por la estación a las doce menos cinco del mediodía y esperaba en el andén número dos a que dieran las doce en punto... Entonces, cuando se cansaba de ver que allí no pasaba nada extraordinario, se volvía por donde había venido sin decir ni pío, sin saludar a nadie. Y por supuesto, sin que nadie viniera a recogerla... Venía sola y sola se marchaba. Siempre vestida de luto...“La dama de negro” la llamaba Paco, aunque para la mayoría de los trabajadores de la estación sólo era “la loca de las doce”, “la vieja del andén número dos”, “la muda enlutada”... y demás apodos que fueron poniéndole con el paso de los años.
Recuerdo que mi padre, nada más lanzar al aire esas preguntas para las que nunca tenía respuesta, prolongaba intencionadamente el silencio, dejando que mi hermano y yo empezáramos a especular a gritos…
—¡Era el fantasma de su marido!
—¡O el de su novio!… Que había muerto en combate y volvía del más allá para llevársela con él…
—¡Nooo! ¡Era la parca disfrazada de soldado! Que venía a llevarse a la vieja porque le había llegado su hora.
—¡Era un ángel!... ¡Era el diablo!… Era …
Pero la realidad suele ser menos emocionante que las historias de fantasmas; y la vieja del andén número dos tan sólo era una pobre anciana trastornada que todos los días se acercaba a la estación donde trabajaba mi padre para ver si en uno de esos trenes regresaba su hijo, un muchacho que volviendo de hacer la mili perdió la vida cuando descarriló el tren en el que viajaba. Un tren que, por lo visto, ese fatídico día nunca llegó a las doce del mediodía a la estación, por mucho que la mujer aguardó su llegada.
Y si mi padre tenía siempre presente en la cabeza a esa anciana, no era porque le hubiese hablado de ella Paco, su antecesor; sino porque había sido él quien un día se la había encontrado muerta sentada en un banco del andén número dos esperando el regreso de su hijo.
Además, según le contó mi padre a mi madre a modo de anécdota, cuando se percataron de que la anciana yacía muerta sobre el banco, el reloj de la estación marcaba exactamente las doce en punto del mediodía.
Como no podía ser de otra manera.
Óscar González Uranga, Irún, España © 2014
oscaruranga@yahoo.es
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