En el primer tren viaja una mujer de treinta y tres años; delgada, mediana estatura, pelo castaño, tez pálida y mirada ojerosa.
Harta de peleas, amenazas y promesas sin cumplir, deja atrás su casa; y lo que es más importante, a su recién estrenado ex-marido.
En el segundo tren viaja un hombre de treinta y seis años; soltero, alto, moreno, bien parecido y mejor vestido Y, ¿para qué negarlo?, igual de ojeroso.
Harto de su jefe se dirige a la enésima reunión del mes, que para más inri su empresa se ha empeñado en organizar en el fin del mundo.
—Otra ciudad, y otra vez sola... Siempre sola; el leit-motiv de mi vida.
—¿Pero a quién se le habrá ocurrido semejante idea de erudito? ¡Bilbao-Málaga en tren! Con lo barato que resulta hoy en día viajar en avión.
—Incluso cuando estaba con él.
—Y yo aquí perdiendo el tiempo; y todo por ahorrarse cuatro puñeteros duros.
La mujer viaja inquieta; apuros económicos, un pasado con demasiados recuerdos dolorosos aún sin borrar de la cabeza y unas terribles ganas de fumar.
El hombre también está nervioso; demasiado trabajo acumulado, poco tiempo para preparar la dichosa reunión, horas extras por un tubo, un contrato eventual a punto de finalizar, futuro laboral incierto y mucho agobio, sobre todo mucho agobio.
En su bolso los papeles del divorcio, testigos silenciosos de un amor que apenas existió...
Él siempre odió tener que revisar los papeles de la oficina en el tren, compartiéndolos, codo con codo o más bien repartiendo codazos, con desconocidos curiosos que leían excitados por encima de su hombro las primeras frases que pillaban al vuelo de un texto que para ellos carecía de sentido.
—“Reunidas ambas partes, aceptan de mutuo acuerdo...”
—¡Vamos, hombre! Ni que el informe anual de la CNM fuera La Celestina.
—Sí, de mutuo acuerdo, porque puse la demanda de divorcio que si no... Pero si aún estoy oyendo sus milongas.
—¿Tiene alguna pregunta, amigo? ¿No quiere que le cuente cómo acaba la novela antes de que me baje en la próxima estación? Pues verá, finalmente y después de muchos avatares, la póliza G-23 se acaba casando con el anexo 6, después de que su novia de toda la vida, la cláusula novena, le abandonase por el anexo 26, que obviamente tiene veinte años menos que el anexo 6.
—“Voy a cambiar, Mónica, te lo prometo, por estas que voy a cambiar; ya verás como a partir de ahora todo va a ser completamente diferente y vamos a volver a ser tan felices como al principio”.
—¿Lo tiene claro o prefiere que le pase los papeles y los va leyendo usted mismo? Porque, sinceramente, a mí me da igual desclasificar semejantes secretos de pacotilla con tal de hacer feliz al primer desconocido que me sobe el cogote.
—“Venga, churri. ¿Cómo puedes ser así? ¿No ves que estoy intentando arreglar lo nuestro?; no irás a dejarme por esa tontería”.
—¡Dios! Lo que hay que aguantar.
—“No me dejes, pedazo de zorra ingrata, o te arrepentirás, es que no ves que voy a...” ¡Sí, a cambiar! Lo que yo te diga vas a cambiar tú... ¡Cabrón!
—Y por si fuera poco, me toca esnifar los puñeteros pelos que está mudando la rata peluda que lleva la vieja de enfrente en el regazo. Como si yo le hubiese dado permiso al perrajo ese para invadir mi espacio vital con sus babas... ¡Aaaggghhh!
—Debo buscar trabajo en cuanto llegue a Madrid, porque seguro que este tío no me pasa la pensión por mucho que lo diga la orden judicial.
—Señora, por lo que más quiera, aparte ese chucho de ahí, que soy alérgico a los perros y el suyo va a acabar conmigo. ¿Acaso no oye mis estornudos? ¿Es que me tengo que poner azul y sacar espumarajos por la boca para que se dé cuenta de que ese doberman de bolsillo es peor que una posesión infernal? Mire que los eccemas en la cara no me sientan nada bien, que no estamos en carnaval y con el traje de leproso no se liga nada.
—Pero si en el juicio le daba todo igual y pasaba hasta de los consejos de su abogado.Y esa sonrisita cínica que puso al final; no sé yo...
—¡Hala! Otra que pasa de todo y va a lo suyo sin importarle nada ni nadie, igualita que el capullo de mi jefe.
—¡Mierda!... Si será hijo de...
...Y en la maleta los desgastados y descoloridos restos de un naufragio; recuerdos guardados apresuradamente, zapatos ajados, ropa usada sin planchar... Hace tiempo que dejó de haber tiempo para esas menudencias de princesita. Para qué maquillarse si en apenas unos segundos las lágrimas lo echan todo a perder. Lágrimas silenciosas, deslizándose lentamente por las mejillas de una cara reflejada en el cristal de una ventana de tren. Gotas de dolor y rabia contenida; y, de fondo, un llanto entrecortado que va surgiendo a través de unos labios temblorosos.
—“Zabaleta, téngame preparado ese informe para las diez; Zabaleta, no olvide la reunión de octubre con los alemanes; Zabaleta, tráigame un café; ya sabe, cortadito y sin azúcar. Zabaleta, vámonos de putas, que usted paga, como siempre. Zabaleta esto, Zabaleta lo otro, Zabaleta lo de más allá, ¡Zabaleta!, ¡Zabaleta!, ¡Zabaleta! ....” ¡Iñaki, coño! ¡Me llamo Iñaki!... Si es que voy a acabar odiando mi apellido por culpa de ese tío.
—¡Joder! Pero qué asco de vida.
Los trenes se detienen en una estación cualquiera; vías paralelas, vagones a la misma altura, cruces de miradas curiosas que exploran el otro tren, los otros pasajeros. Cientos de personas, de historias, de incógnitas, resumidas en unas caras, unos gestos, unas ropas, unos bultos y unas maletas. Viajeros que se cruzan sin poder hablarse ni despedirse porque nunca llegaron a entablar una conversación que les permitiera conocerse.
Ella continúa mirando por la ventana y en un momento dado se fija en él; su traje, su cara de agobio, su mirada distraída... ¿Estará casado? ¿Tendrá hijos?... Las preguntas se suceden en su cabeza y la fantasía vuela en medio del hastío. Desde donde está no puede ver si lleva anillo.
Él la contempla durante mucho tiempo, pero en realidad está mirando al vacío. Está tan abstraído que ni siquiera es capaz de ver la mugre del cristal lleno de polvo que tiene delante, aunque está a dos palmos de su cara. Para él no hay un tren parado frente a su ventana, sólo una oficina con un jefe detestable agitando el dedo índice frenéticamente mientras le ladra órdenes sin parar.
Suben pasajeros frescos y descienden los entumecidos; músculos agarrotados y cansancio reflejado en caras adormecidas.
Ella se da cuenta de que él también le está mirando. Sonríe.
—¿Trabajar para vivir o vivir para trabajar? Siempre la misma pregunta.
—¿Pero qué estas haciendo con tu vida, pedazo imbécil?
Empleados, turistas, hombres de negocios, gente de regreso a casa... Abrazos y besos de bienvenida, maletas que ruedan por el andén, familiares que se ofrecen a llevarlas...
—Pero qué idiota que eres, parece mentira. ¿Es que no has tenido suficientes desengaños ya como para encima ponerte a soñar con un extraño como si fueras una estúpida adolescente?
—¿Acaso merece la pena pasar por el mundo sin llegar a disfrutarlo por culpa de un jefe exigente y un trabajo absorbente?
—Si todos son iguales. Al principio te miran y remiran, y en cuanto pueden te tiran los trastos, pero luego... nada, todo el día discutiendo, tirándonos los trastos a la cabeza... Dichosa monotonía... Pasa un día, pasa un mes, pasan seis años y medio, y al final Blancanieves se despierta y se da cuenta que su príncipe azul prefiere ver el fútbol con los enanos de sus amigos... Pandilla de retrasados mentales.
—Y total, para la mierda que me pagan.
—“Anda, cari, no seas tonta, tráenos unas cervecitas que enseguida se termina el partido y nos vamos a cenar por ahí los dos solitos”.
A lo lejos suena un silbato; el tren de él arranca y comienza a traquetear.
Ella se vuelve y lo sigue con la mirada unos segundos mientras las ventanas se van sucediendo a cámara lenta como los fotogramas de una película muda.
Él sigue mirando al vacío, tan lleno como su vida.
El tren se pierde de vista.
De repente el traqueteo se transforma en un timbre agudo y penetrante.
—El examen ha terminado —anuncia el profesor—. Dejad las hojas sobre mi mesa y no olvidéis escribir vuestro nombre y apellido en todas.
Se oyen voces y ruido de sillas rascando el suelo; los demás alumnos se levantan, dejan sus exámenes sobre la mesa del profesor y poco a poco van saliendo fuera de la clase, camino del patio.
Una vez más mi folio permanece en blanco.
Miro al vacío, tan lleno como mi examen; y me viene a la cabeza lo que suele decir mi madre cada vez que me ve distraído; bueno, “en la inopia” o “en Babia”, como diría ella:
—¡Ay, hijo mío! ¿Dónde vas a acabar tú con la cantidad de pájaros que tienes en la cabeza?
Pues de cabeza a septiembre, como todos los años, con las mates cateadas por culpa de las dichosas ecuaciones y los trenecitos de marras.
Si es que lo mío es ser guionista cine, para qué engañarnos.
Óscar González Uranga, Irún, España © 2014
oscaruranga@yahoo.es
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