Siempre me levanto a la misma hora, salgo de casa puntualmente y llego a la estación de Irún dispuesto a realizar mi monótono viaje de veintitrés minutos, cinco días a la semana, diez meses al año, nieve, llueva o haga sol; y, asumámoslo, esta costumbre ha ido fraguando mi carácter de manera irreversible.
Por si fuera poco, no solo soy víctima de mis patologías rutinarias sino que además tiendo a imponer de manera compulsiva este tipo de manías al resto de las personas que me rodean, esperando de ellas comportamientos y respuestas similares a las que yo daría en cada situación. Y claro, si las cosas no ocurren como es lógico -o al menos como mi lógica dicta que deberían ocurrir- entonces, reconozcámoslo, comienzo a comportarme de manera ciertamente irritable.
Y probablemente esta sea una de las razones de mi más que fracasado intento de conquista.
La chica en cuestión se llama Susana. Esto lo sé con certeza porque suele viajar siempre acompañada de una amiga que, obviamente, la llama por ese nombre. Pero, por lo demás, para mí es una perfecta desconocida; y sin duda alguna, la chica perfecta que cualquier hombre desearía.
¡No! Rectifico, no es perfecta, es pluscuamperfecta.
Un angelito que se sube todas las mañanas al tren con carita de dormida, como de haberse levantado de la cama deprisa y corriendo, sin tiempo para despertarse.
Todos los días la misma historia; ese despertador que suena sin compasión y que se apaga accidentalmente de un manotazo bien dirigido, y diez minutos más tarde ya es tarde. Y aunque luego se reaccione a tiempo siempre toca vestirse corriendo, sorber el café con leche con cuidado de no achicharrarse partes vitales y salir zumbando de casa a toda prisa sin haberse espabilado.
Lo dicho, un angelito … mi angelito.
A veces pienso que cometo un profundo error idealizándolo y convirtiéndolo en mi oscuro objeto de deseo inalcanzable, y entonces trato de borrar de mi mente a la Dulcinea del Toboso y busco desesperadamente a la auténtica Aldonza Lorenzo; pero aún así, no consigo ver en ella nada malo, nada imperfecto, nada… pero si es que hasta la forma que tiene de alisarse la melena rubia me resulta deliciosamente sensual.
Aunque a decir verdad, el caso es que… bueno… vaya… si lo analizo fríamente, sí que hay algo que me incomoda de Susana; aunque ella no tiene la culpa de ser así, ¡faltaría más!
A mi manera de ver Susana tiene un pequeño defecto, y es que ella es… es… variable… aleatoria… caótica; y la verdad es que eso es algo que a mí particularmente me desespera. Quizás a otro le daría igual, pero a mí su forma de comportarse, para qué negarlo, es que me está matando.
Debe vivir en el mismo barrio que yo porque la mayoría de las veces coincidimos camino de la estación, aunque creo que nunca descubriré su origen exacto porque mientras que yo voy paseando tranquilamente para despejarme con la brisa matinal -sabedor como buen cronoadicto que soy de que llegaré a la hora exacta, y que los trenes como mucho salen algo más tarde pero nunca antes de tiempo- ella, en cambio, la mayoría de las veces me alcanza cuando estoy llegando a la estación, completamente exhausta después de haber recorrido todo el trayecto a la carrera sin saber si va a llegar a tiempo o no, porque nunca lleva reloj.
Es, es... es como si desconociera la existencia de esos desplegables de colorines, donde algún funcionario aburrido un día decidió escribir un horario de trenes y editarlo, aún sabiendo de sobra que nadie en su sano juicio lo iba a consultar jamás.
No sé, en ocasiones esa recalcitrante impuntualidad logra exasperarme.
¿En ocasiones?... ¡Vamos, hombre!... ¡Siempre! ¡Maldita sea! ¡Siempre logra ponerme de los nervios!
Si no fuera porque sé de sobra que ella no me conoce -de hecho, lamentablemente, creo que ignora hasta mi existencia-, pensaría que lo hace sólo para fastidiarme.
Cuando empecé a ir a la universidad solía compartir viaje con otro compañero de estudios que se llama Jorge; y para matar el tiempo, Jorge y yo solíamos ir hablando del paisaje y del paisanaje que nos rodeaba, como harían dos jubilados ante la valla de una obra, contemplando el inexorable paso del tiempo despreocupadamente, minuto a minuto, ladrillo a ladrillo, estación a estación. Pero cuando terminamos la licenciatura, mientras que yo continué en la facultad haciendo la tesis doctoral, él encontró trabajo en una empresa, de manera que nuestras charlas ferroviarias se extinguieron hará cosa ya de un año.
Así que últimamente me distraía mirando el paisaje por la ventana, ya que a estas alturas de la vida resulta imposible intentar leer un libro que incluya más de dos personajes, si vas en un vagón lleno de gente que contínuamente grita a sus móviles para hacerse oír por encima del murmullo general.
Eso sin contar con los que van escuchando música sin ponerse auriculares, con los que discuten con el interventor porque no llevan billete, con los que hablan a gritos simplemente por el placer de escucharse a sí mismos, etc. etc. etc.
Seis años llevaba sentándome en el primer vagón -siempre el mismo y a la misma hora-, distintos trenes de cercanías pero siempre el mismo vagón; y dentro del primer vagón el mismo sitio, hacia la mitad, junto a la ventana, escogido adrede para poder abstraerme tranquilamente observando el paisaje durante los veintitrés minutos que dura el viaje.
Verdes prados, altas montañas... sí, antes sonaba todo muy bonito, pero... ¿Y ahora qué?
Desde que Susana apareció en mi vida -y en mi tren- dispuesta a trastocar todos mis viajes presentes y futuros, todo ha ido cambiando a medida que crecía mi interés por ella.
¿Por qué no puede sentarse siempre en el mismo sitio como hacemos el resto de los mortales ordinarios que habitamos en la rutina? ¿Por que ese afán por cambiar de vagón, de fila de asientos, de ventanilla?
¿Cómo puede un minúsculo y pusilánime ser como yo iniciar un acercamiento casual de manera premeditada si la escena del crimen cambia día tras día?
¿Es que pretende volverme loco con su inconsciente conducta?
El caso es que a pesar de tanta imprecisión, día a día he ido urdiendo mi pequeño plan de conquista; y de hoy no pasa. Según mis maquiavélicos cálculos, ha llegado el tan temido día D, básicamente porque su amiga Ana no ha aparecido por la estación, y sea como sea he de aprovechar esta oportunidad para hablar con ella a solas.
Así que, para bien o para mal, alea jacta est.
No sé que habrá sido de Ana, porque ayer se sentaron demasiado alejadas de mí como para poder captar algo de su conversación matinal y sacar conclusiones al respecto, pero la cruda realidad es que Susana hoy va a tener que hacer todo el viaje sola.
Bueno, sola no… el azar y yo hemos decidido que lo haga en mi compañía. Ella se baja en el apeadero de Gros y yo en la Estación del Norte, que es la siguiente parada, así que veinte minutos y cuatro paradas me separan del éxito. Renteria, Pasajes, Herrera y Ategorrieta marcarán mi camino hacia la GLORIA.
¡Con mayúsculas, sí, qué carajos!
Irún. 7.47 a.m.
Mi tortura preferida ha llegado tardísimo y a poco se nos escapa el tren; a ambos, claro, porque esta vez, al verificar que su amiga no estaba esperándola, he aguantado imperturbable en el andén hasta que ella por fin ha aparecido y ha decidido qué vagón iba a alojarla durante los próximos minutos.
Cuando la he visto subir sola al vagón he sentido que mi corazón rebotaba dentro de la caja torácica igual que les ocurre a los dibujos animados cuando se enamoran; aunque a lo mejor mis palpitaciones cardiacas se debían únicamente al miedo a perder el tren, vete tú a saber.
Susana se ha subido al tercer vagón y a pesar de que es terreno desconocido para mí he hecho de tripas corazón y no sólo no he entrado en dicho vagón sino que me he sentado frente a ella.
Bueno, frente a ella exactamente no, pero sí en el asiento de al lado, formando una diagonal perfecta con su carita de muñeca de porcelana.
Y ahora viene la peor parte; tengo menos de veinte minutos para captar su atención y que note mi presencia; y así poder entrar de una vez por todas en su vida, o mejor dicho, que ella absorba la mía y la adapte como mejor guste a la suya, que de las dos seguro que la mía es la más monótona y aburrida.
¡Dios! Estoy atacado de verdad; y eso es lo peor que me podía pasar. Menos mal que el tren arranca ya.
Las 7 y 49; dos minutos de retraso con respecto a la hora prevista y todos tan tranquilos, como si no fuesen dos minutos de vida echados a perder a lo tonto.
Mira que yo no creo en los malos augurios pero bien, lo que se dice bien, no empezamos.
Y ahora ¡Por favor! Por lo que más quieras no emitas ningún ruido extraño, no hagas gestos raros, compórtate como es debido, y sobre todo: ¡sonríe, capullo, que esto no es un funeral!
Hazlo como ayer frente al espejo; pero sin poner cara de panoli, que te conozco.
Renteria 7.59 a.m.
Suben más pasajeros al tren, pero ella ni se inmuta; ni siquiera los mira de soslayo como hago yo.
Diez minutos de viaje y sigue estudiando esa maraña de folios desordenados a los que Ana y Susana en sus conversaciones estudiantiles se refieren como apuntes.
Debe tener algún examen.
Gracias a Dios no se ha sentado nadie con nosotros; porque sólo me faltaba que un abuelo brasas de esos que no callan ni debajo del agua se inmiscuyera en mis turbias pretensiones dándonos el parte meteorológico del día.
A lo mejor es que tanto sonreír se me ha quedado cara de psicópata sexual; porque desde luego ella no es ninguna apestada, todo lo contrario ¿Quién no querría sentarse a su lado?
Aún tengo alguna posibilidad de hablar con ella, pero el tiempo pasa muy rápido.
Ignorado por culpa de un examen, tiene narices ... ¡Maldito Warhol! ¿Dónde están mis diez minutos de fama y gloria?
Pasajes 8.01 a.m.
Ya sé que en estos trenes no viajan condesas rusas exiliadas, ni exóticos detectives con acento belga y bigotito Daliniano -lo más antiguo que se puede encontrar por estos lares son esos talgos rojiplateados nacidos en plena transición, que nada tienen que ver con los viajes románticos de siglos pasados-, pero por lo más sagrado... ¡Mírame!... ¡Dime algo!
Pero no me dejes asíiiii.
Herrera 8.03 a.m.
Y en medio de estos momentos de contemplación mariana, de éxtasis asceta, ella gira lentamente la cabeza y con el rabillo del ojo me mira seriamente, cerrando ligeramente los ojos, aguzando la mirada.
No dice nada. A lo mejor me está radiografiando como yo hago con ella, pero más que escrutarme creo que simplemente trata de recordar un tema memorizado a última hora para el examen, porque a continuación se ha recogido el pelo por detrás de las orejas para apartárselo de la cara y se ha puesto a subrayar un párrafo de una de sus fotocopias, como si esa fuese la clave para sacar un sobresaliente de tomo y lomo.
No sé si este silencio es buena o mala señal, pero después de tanto mirarle descaradamente al menos podría soltarme el clásico:
-¿Y tú qué miras, gilipollas?
Típica expresión donde las haya -ya lo sé- pero que al menos da pie a iniciar una conversación:
- Pues a ti, a quién voy a mirar si no, a la chica con la sonrisa más bonita que jamás he visto, diosa de la hermosura... Con esos dientes tan perfectamente alineados, que parecen un collar de perlas nacaradas.
Pero ¡Por favor! ... ¿Me puedes decir de qué guindo dieciochesco te has caído, bonito? ¿Tú estas escuchando la sarta de sandeces que estas pensando? Le dices semejante frasecita de poeta edulcorado y estáis perdidos, tú y tu “fermosura” medieval.
No quieres preguntarle de paso a ver si viene mucho por aquí, porque con los apuntes en la mano es evidente que trabajar no trabaja y que lo de “¿estudias o trabajas?” está de sobra.
O mejor, te pones de rodillas en mitad del pasillo y directamente te declaras y le pides la mano, así, a las bravas, sin zarandajas, delante de todas las marujas y obreretes; todos ahí, poniéndole la guinda al pastel, ejerciendo de testigos accidentales de tu desatino amoroso.
Anda que estás tú bueno para ligar. ¡Haz el favor de despertar chaval, que esto es el siglo XXI!
En fin. ¡Concéntrate!
Tendrías que haberte preparado una frasecita inteligente, o al menos mínimamente graciosa, para no tener que improvisar; para que no parezca que quieres flirtear con ella descaradamente, aunque en el fondo sea lo que pretendes hacer.
No sé, déjame pensar. Cuando te hable dile algo distinto, algo que le impacte, algo como…
-Billete, por favor.
Ategorrieta 8.07 a.m.
¿Billete, por favor? No, eso no es precisamente lo más idóneo.
¿Pero quién ha dicho eso? Con esa frase no se entra a una chica, salvo que seas … ¡Ahhh! ¡Es el pica!
¿Pero qué hace aquí si estamos ya en Ategorrieta? Tendría que haber pasado hace rato.
Y encima es el gordito de bigotes negros que no perdona una.
Un momento ¡Claro! Ya sé lo que falla; no estoy en el primer vagón -¡mi querido y añorado primer vagón!-. Estoy en el tercero, y por eso el interventor pasa más tarde ... Y ella le está dando el billete.
¡Este tío me la está distrayendo siquiera un poco más!
-Próxima parada, Gros -anuncia la megafonía interna.
¡Por Dios! Que se calle ya esa rompecorazones electrónica.
Ha recogido los apuntes; se levanta ... ¡Se está poniendo la chaqueta!... ¡Mierda, es su parada!
-¿No me ha oído? El billete.
Gros 8.10 a.m.
¡Nooo! ¡Espera! No te levantes, no te vayas, por favor.
Esto no era lo planeado... ¿Pero cómo ha podido ocurrir?
Tú ahora me tenías que llamar gilipollas y así yo te habría contestado…
¡Joder! Si ya se ha bajado.
-Próxima parada, San Sebastián.
La voz enlatada anuncia mi parada, como si de la llegada al infierno se tratase.
El interventor empieza a zarandearme creyendo que me he quedado dormido con los ojos abiertos como platos.
Es el fin; todo ha salido mal, improvisado, caótico.
No volveré a tener otra ocasión como ésta en mil años.
Ha estado todo tan cerca; era todo tan perfecto, tan… irreal.
Óscar González Uranga, España © 2011
oscaruranga@yahoo.es
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