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Fraternal gratitud

Cree descubrir un asomo de benevolencia en los ojos de su hermana. Por breves momentos se curiosean a los ojos. Los dos redescubren ese parecido que principia en los arcos de las cejas y se prolonga al verde olivo de las pupilas.

Como si hubieran escuchado al mismo tiempo, giran la cabeza hacia donde emana la música que serpentea hasta ellos. Él parece escuchar absorto, con detenimiento esmerado; la mirada prendida de alguna pared. No está escuchando y, además, no le interesa nada. Su mente viaja a otras galaxias.

Adentro del departamento, notó cómo el marido de su hermana le hizo una señal a ella para que lo sacara; él en su interior lo agradeció; nunca se acostumbró a estar de observador en esas reuniones. Sentía que él también perturbaba a los invitados.

Ahora, en el pasillo del tercer piso del odiado condominio, siente la frescura de la noche en la nuca y en la frente. De nuevo agradece, ahora a su hermana, el que lo haya llevado al exterior.

La mirada de él, acuosa, crispada, persiste en posarse en el rostro de ella. Los dos esperan algo que no se ha establecido.

Pasan varios minutos. Nota como, poco a poco, ella ha modificado sus ademanes: de suaves y tiernos ahora se han tornado en enérgicos y un tanto grotescos. Se imagina una película muda donde su hermana es la estrella, la Dolores del Río de la familia. Sabe, adivina, que está hablando de sus padres fallecidos hace muchos siglos; de los próceres familiares.

Observa los ojos rencorosos de ella, piensa que son los bacardís que lleva encima al percibir un tufillo alcoholizado. Mira que ella se pone de pie y se toma las manos, como si las tuviera electrizadas. Sabe que está al borde de un ataque de entusiasmo. Sin más, establece que son los jaiboles los que tienen tan vehemente a su hermana ésta noche.

La mira, entre asombrado y ansioso. Le sorprende su parecido hasta en algunos gestos y actitudes que, por otra parte, nunca se cansó de escuchar por parte de sus padres y familiares.

En silencio, ve cómo ella gesticula, llora, lo señala, entrelaza los dedos y termina por jalarlo hacia ella, hacia su regazo donde lo sostiene unos momentos. Son los únicos instantes en que se siente feliz, ahí, en el pecho de su hermana aunque sea solo cada quince o treinta días.

El no escucha ni puede decir nada pero todo le es sabido. Con el tiempo ha podido guiarse por las señas y gestos de las personas; no obstante, tratar de leer los labios le produce una enorme pereza y prefiere que le escriban en papelitos.

Después de su primer intento de suicidio, tuvo que pagar algunos objetos quemados, averías en los departamentos contiguos y soportar reclamos de vecinos que no comprendieron sus razones que, por otro lado, nunca fueron explicadas. Luego, la agobiante temporada en el hospital. Quemaduras de segundo grado.

A menudo recuerda las vergüenzas que pasó cuando lo veían sin cejas y sin pelo; las bromas en el trabajo y en casa; los regaños que le propinaban sus hermanos que nunca lo bajaron de un orate bueno para nada. No se diga en la calle: lo miraban como si fuera extraterrestre. Como la vez que el vagón del metro se quedó vacío: a la gente le causó horror verlo con las vendas sucias y con vestigios sanguinolentos: con sigilo se escurrieron para los otros vagones.

Cuatro meses después, lo despidieron del trabajo. No podemos con el presupuesto, le dijo el señor Domínguez con solemnidad de informe presidencial. Sabe usted, la crisis, la reducción del presupuesto nos han maniatado. Él sabía bien la causa: nunca había querido hacer ronda con el viejo y su séquito de aduladores; sentía que no pertenecía a ese ambiente, les huía como a la gripe aviar.

Todos imaginaron que por el despido él había tomado esa funesta resolución. La verdad es que no le importó nada. Sonrió con ganas cuando le contaron que, en la oficina, le habían aplicado la ley del hielo al viejillo libidinoso, sobre todo las muchachas.

Aún no sanaba, cuando ya había elucubrado su segundo intento. Su familia había notado que, ahora, se comportaba taciturno y callado. Muchas veces lo encontraron solo en la azotea del edificio. Lo atribuyeron al deplorable estado en que había quedado después del accidente. Además, en sus pláticas después de comer o cuando tomaban el café, casi todos coincidían en que era preferible verlo así de sosegado, leyendo o, de plano, saber que andaba en algún cine, parque, museo.

En esta ocasión, se lanzó desde el segundo piso de su odiado condominio, pero con tal mala fortuna, que fue a caer sobre un transeúnte que, distraído con sus propios pensamientos, atinó a cruzarse en su camino, mejor dicho, en su vuelo. Resultado: una columna vertebral averiada y cinco miembros fracturados, lesiones que no fueron repartidas en forma democrática. Además de los pagos de hospitalización del otro infeliz sujeto. Él se lesionó los nervios que controlan los sentidos del habla y del oído; además contrajo una especie de parálisis que con el tiempo podremos ir controlando, ya que usted es joven y fuerte y bla, bla, bla, escuchó decir a, por lo menos, tres juntas de médicos con cara de haber descubierto que, en efecto, la luna es de queso.

Le bullen los ojos. Recuerda como si fuera ahora mismo, la firmeza con que tomó la decisión. Nada ni nadie se lo iba impedir: se puso en la axila su ajado libro de Las Mejores Cien Poesías Mexicanas, y se colocó en la bolsa del grandísimo saco, su decolorado cidí de Nirvana y, con la serenidad con que perseguía los microbuses cuando se dirigía al trabajo, se acercó al balcón y se arrojó sin pensarlo ninguna vez.

Se siente rumbo al vacío. En los huesos la ansiedad y el vértigo. El instante en que crujió su humanidad contra la del otro individuo. Luego, contra la fría dureza del cemento. El estado entre irreal y lúcido que siguió a la colisión: creyó que soñaba con los ojos abiertos. Se daba cuenta de todo desde la imprecisa posición en que había quedado.

Alcanzó a sentir que, sin su consentimiento, se movía alguna parte de su cuerpo. Nunca lo supo con certeza. Sus ojos afiebrados bullían con ansiedad. Buscaban algo o alguien y solo atinaban a mirar otros varios pares de ojos, sorprendidos, asustados. Las ideas se le amontonaron en el cerebro. Extenuado dejó de ver esos rostros y ojos. Lo último que contempló fue la fachada deslavada del condominio. Despertó en el hospital.

Mira a su hermana que sigue en lo mismo, en la película vista cientos de veces. Da por hecho que se pondrá de pie y le recitará el epílogo: la hermana que vive en un hoyo-condominio; cualquiera de los trescientos mil que existen en el hoyo-ciudad de México. Ve como se pone de pie frente a él y, con hastío, la mira cuando termina su discurso. Ella cruza los brazos y, mirándolo, menea la cabeza de un lado a otro haciendo un tenue mohín con los labios.

Sabe que ella tomará los mangos de la silla de aluminio; que lo conducirá otra vez al departamento. Adentro, seguirán directo hasta su recámara donde le ayudara a desvestirse y a ponerse lo más cómodo posible. Así le evitará el estar de espectador quincenal de borrachos y todólogos sin vocación, piensa.

La mujer termina por cubrirse la cara. Evita que él le mire los ojos llorosos. Ella hace lo que él había pensado: se coloca detrás y toma los mangos de la silla; él siente el movimiento y queda de frente a las escaleras. Será por breves instantes y girará, como siempre, rumbo al pasillo que lleva al departamento.

En el medio de un vahído, reconoce una sensación que le es familiar: siente que vuela, que flota como en un sueño, de manera liberadora y placentera. Mira a su hermana, allá arriba, desde su accidentado viaje de escalones y rellanos, desde sus violentos giros con que él y su silla de aluminio, este es el último adelanto en sillas para gente minusválida que bla... desde la crujidera de tubillos, pasamanos y huesos con que se dirige rumbo al siguiente piso del odiado condominio. En la médula de su azoro, del ruido de su cuerpo y de la silla que chocan contra los barandales de la escalera, de la música que ahora escucha estrepitosa, se extrae a sí mismo un pensamiento: gratitud tierna para su hermana que, en uno de sus violentos virajes, la mira cómo aún tiene los brazos extendidos como queriendo abrazar algo o como despidiéndose de alguien.

Antonio Fuentes, México, Estados Unidos © 2019

fuentesantonio09@gmail.com

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