Un día apareció sobre la mesa del comedor. Rosenda decidió situarlo en ese sitio sin importar que estorbara; ahí nos veíamos cabeceando hacía los lados para vernos las caras o decirnos algo. Se complicaba más a la hora en que estabamos todos.
Rosenda, la abuela, de un tiempo acá se había negado a seguir coexistiendo de manera armoniosa, sin que sus tareas se complicaran con las de los demás, Ahora se negaba a seguir las reglas que cada familia establece.
A toda la parentela le parecía una más de sus necedades y no faltaba quien se alterara y le dijera de cosas. Ella no hacía el menor caso. Se empecinó con la más nueva de sus manías: avanzar las manecillas al viejo reloj que hacía mucho se había negado a proporcionar la hora.
Otra de sus chifladuras, que siempre poseyó, era vaticinar el fin del mundo; no lo decía así, pero estaba atenta a los noticieros para darle otra dimensión a las catástrofes que sucedían: que si el tsunami en Asia, el temblor en Irán, el ciclón en Cuba. La veíamos pasar diciendo que eran avisos del próximo fin del mundo; que era el castigo que merecía esta humanidad envilecida. Nos ponía con los nervios a punto de ebullición.
Cuando no estaba con lo del reloj, o vaticinando catástrofes, ella enganchaba su mirada a la nada como si buscara algo en el aire; quizás hurgaba, con ojos ávidos, otros mundos que nosotros no percibíamos.
Nadie lograba recordar cómo había llegado ese reloj a casa; si había sido un regalo de esos que se dan en los cumpleaños, o en el día de las madres; quizás alguien lo disfrazó de regalo para deshacerse de él.
Estaba chocarrero, por no decir ridículo, además de estorboso por lo grande. El reloj era un ángel regordete de cerámica, rodeaba con sus brazos el círculo donde se encontraban los números y las manecillas en completa inmovilidad. Por todos lados se le veían partes despostilladas.
Tampoco nadie sabía por qué la abuela Rosenda había pescado esa actividad: vigilar que no pasara mucho tiempo para avanzarlo hasta la hora correcta que veía en el que colgaba de la pared. También estaba al tanto para que nadie fuera a manipularlo parque ya iban dos atentados. En uno de ellos se encontró el reloj en el bote de la basura; en otro, alguien había derramado un líquido sobre las manecillas que se quedaron pegadas a la superficie amarillenta de la carátula. Ella encontró la manera de despegarlas.
Algunos, al principio, cerraban un ojo como diciendo: ya está entrada en años y hay que tolerarla un poco; otros reconocían que, sin pedírselo, ella había dedicado gran parte de su vida no sólo a ellos sino que, ahora, a los nietos. Estos intentos conciliadores fueron cambiando poco a poco.
Luego hasta los más despistados de la casa se daban de topes cuando empezaron a desaparecer las cosas. De repente, alguien empezaba a gritar de manera desesperante porque no encontraba un libro o su bolso del dinero. Todos volteaban a mirar a la abuela. Luego, les dio por acusarla de las cosas más extravagantes: hasta de un mal olor, o de que ella había traído malas vibras a la casa con tanta devastación en su boca.
Junto a su reloj y un par de periódicos, que quién sabe dónde conseguía, insistía en leer las noticias catastróficas; machacaba sobre el asunto hasta que lograba sacar de sus casillas al que estuviera a su alcance.
Cuando empezó con lo del reloj, se sosegó en poco y, a pesar de tener la vista ya cansada, no quitaba los ojos de él: todos nos relajamos y decidimos ni siquiera distraerla de su tarea que ahora la mantenía callada y quieta y sin cometer actos terroristas.
Con el tiempo, la escena se convirtió en parte del paisaje de la sala; es como si la abuela se hubiera convertido en fantasma; entrábamos y salíamos sin que nadie se percatara de su presencia. Ella parecía pagarnos con la misma actitud: como si nosotros no existiéramos; ni siquiera volteaba a mirarnos. Alguno de nosotros hasta llegó a tirar algo tratando de espantarla. Nada.
Hace unos días, alguien la encontró ensimismada, leyendo uno de sus periódicos que había desplegado sobre la mesa a un lado de su amado reloj; la vio tan interesada con el periódico que no quiso hablarle para no distraerla, pero alcanzó a ver lo que la abuela leía.
Cuando llegó hasta nosotros, aun traía los pelos electrizados. Lo que decía la nota del periódico era que una familia completa había muerto en un accidente automovilístico y que la abuela de esa familia había quedado en la más completa orfandad.
Que la abuela huérfana era la misma que manipulaba las manecillas del reloj en la sala de nuestra casa. Inútil es decir la conmoción que nos causó la revelación. Algunos salieron despavoridos del lugar, llorando a gritos. No hemos vuelto a verlos. El resto nos confinamos a un rincón de la casa y aquí estamos sin saber que actitud tomar.
Antonio Fuentes, México, Estados Unidos © 2009
antonio_fuentes42@hotmail.com
Antonio Fuentes es un mexicano avecindado en Estados Unidos. Lector empedernido desde muchos años ha, un buen día se sintió desbordado por la literatura y empezó a crear sus propias historias. A decir verdad, se le fueron creando, como crece el pelo, ahí estaban, y sólo fue que empezó a plasmarlas en el papel y, después de un insistente trabajo de afinación, se atrevió a publicarlas.
Ha participado en varios libros de cuento con un texto en cada uno; en revistas literarias; espera publicar en breve un libro de cuentos.
Considera que en los países de América hispana, en la actualidad, no es posible ignorar la realidad y eso incide en forma poderosa en la creación literaria del momento.
Es gran admirador de los escritores jóvenes que avivan la literatura en América: Piglia, de Argentina; Samperio, de México; Garmendia, de Venezuela, etc. y, por supuesto, de los grandes maestros: Márquez, Rulfo, Cortázar.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento que se presenta, Noticias catastróficas, es la realidad que se desdobla, que sólo deja vislumbrar uno de sus múltiples caminillos, la que no advierte la mirada indolente.
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