Al principio, eché mano de mis mejores recursos. No tuve ningún problema y lo ayudé ya sea con un punto, una coma y, en ocasiones, con los acentos. No pasaba de ahí.
Ignoro si se le secó el cerebro, pero después le dio por escribir historias ridículas, sin sentido alguno. No lo toleraba. A pesar a todo, siempre estaba en mi memoria.
Pobrecito, lo veía tan desamparado, tan inútil. Así que le empecé a corregir algún pasaje, una imagen, cuando mucho una línea. No quería que se diera cuenta. Pensaba yo que, cuando revisara el escrito, su creatividad se estimularía. Él seguía en lo mismo: no reaccionaba. Luego fue el café. El pequeño estudio adquirió un aire de taberna de intelectuales.
No se crea que la crítica era despiadada, yo me esmeraba en tratar de entender el estilo, de identificar la corriente literaria. Consultaba mis diccionarios, enciclopedias, tratados de teoría. Nada.
Sin embargo, seguí apoyándolo. Cambiaba el sentido a los párrafos, a los giros literarios y, muchas veces, a la historia misma. Al final del primer año de nuestra relación, él obtuvo un premio.
Fue peor: el estudio se llenó de frivolidades inicuas, de brindis a la salud de las musas hipócritas y errantes. Un día amanecí con una pantaleta encima. A él se le fue escurriendo el interés por el arte.
Yo me fui decepcionando, y al poco tiempo me asaltó la duda y el desencanto. Me sentí ignorada. Hubiera querido llorar.
Todavía, una tarde gris que él se encontraba frente a mí, sin que lo esperara, le presenté una serie de imágenes de todo género tratando de que, al verlas, le hurgaría las fibras del talento. Traté de incitar sus deseos de escribir. Fue inútil.
Al cabo de unos meses me atacó una especie de entorpecimiento. Me llevaron a una consulta; el diagnostico no fue sorpresa: polvo negro en el CD drive. Además tenía el procesador y las memorias atascadas con tizne de cigarro.
Antonio Fuentes, México, Estados Unidos © 2016
fuentesantonio09@gmail.com
Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris
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