La ciudad se llama Valparaíso y queda en un país llamado Chile, ahí donde termina el mundo. Donde vuelan aves gigantes llamadas cóndores y donde la naturaleza un día enloqueció y mezcló desiertos ancestrales con valles verdes alucinantes, mares testarudos y cordilleras solitarias, vientos impertinentes y hielos que se estiran hasta caerse del planeta.
Al nacer, su padre y su madre se dieron cuenta de que habían recibido una niña muy especial. No sólo era bella como una piedra de luna, sino también inteligente y emprendedora. Y con una sonrisa tan graciosa que todos los güagüitos de Valparaíso se enamoraban de ella.
Su padre trabajaba cargando y descargando pesadísimas cajas en el puerto. Los barcos de la China traían té y hierbas dulces y fragantes. Los de África llegaban con diamantes y los de Madagascar traían telas bordadas con oro y plata que los políticos y pijes chilenos compraban para sus esposas.
Valparaíso enviaba toneladas de cobre al resto del mundo, vinos exóticos y frutas dulces y olorosas a lejanos reinos misteriosos.
La madre de Inocencia, Consuelo, se ganaba unas monedas haciendo vestidos y lavando ropa. Ella subía y bajaba las empinadas y eternas escalas que unían a todos los cerros de la ciudad, las cimas y el mar, acarreando las compras y visitando a sus comadres.
En el patio de la casita de madera y adobe había un gallinero con gallinas ponedoras y gallos que se sacaban las crestas a picotazos.
Cuando Inocencia cumplió cuatros años de edad, ayudaba su madre a degollar gallinas, desplumarlas y hacer cazuela de aves con papas y arroz para los cumpleaños. Inocencia se escondía en el baño a llorar por las gallinas y su destino, y enterraba los restos en la tierra y le ponía pequeñas cruces de palo.
Inocencia comenzó a ir al colegio a los cinco años de edad. Su padre le regaló un bolsón de cuero olorosito a novedad. Era su orgullo. Era además el único bolsón de cuero de verdad. Los otros niños llevaban mochilas de tela y plástico, de colores chillantes y con letras y dibujos extranjeros. Algunos llevaban bolsas de género, sucias, y a Inocencia le daba pena.
Le gustaba ir al colegio y era buena alumna. Pero le gustaba más ir al puerto a mirar los buques de países tan extraños. China, India, Dinamarca...Y las tripulaciones multicolores, amarillos como el azafrán, oscuros como el té, blancos como el papel. Y se acercaba su padre, color té con leche, sudando y cansado, y él la levantaba de la cintura y le daba un besito en la frente.
Vagaba alucinada por la ciudad. Subía y bajaba a saltitos los ciento sesenta y dos peldaños de la magistral Escala Cienfuegos, mas larga que el muro de China, pensaba. Y en cada escalón se detenía unos segundos para intentar descifrar el fenómeno de la cercanía y la distancia. Mientras más alto trepaba, más pequeña se veía la La Iglesia de San Francisco. ¿Por qué sería?
Los domingos, después de misa, se iba a la ciudad sola. Disfrutaba de su propia compañía. Entraba a un mundo mágico donde la vida y los objetos podían manipularse a gusto. Caminaba incansablemente por los cuarenta y cinco cerros y cerras de Valparaíso y aprendía sus nombres de memoria, y divagaba como en un sueño surrealista: "Cerra la Cruz, hembra dócil y amable. Víctima de la fechoria de las crucifixiones la pobrecita"."Cerro Lechero, macho sonriente, vacas y toros deambulan rumiando tranquilamente, vacas regalando leche tibia a los seres humanos". "Cerro Cárcel, híbrido, no quiero ver, no quiero mirar, debo seguir caminando..." "Cerra Alegre, hembrita pequeña como yo..." Y jugaba con la Cerra Alegre y volaba con el Cerro Mariposas.
En los muros de los recovecos de la ciudad encontró una inscripción misteriosa: "se pelan bebés". Inmediatamente sacó su tarrito de pintura celeste y escribió "también se beben pelas". En otro muro decía "la fuente de la imaginación es la locura". A lo que ella agregó "y yo me lavo los pies en la fuente".
Inocencia iba a pasear por las playas, mirar a los pescadores. Se sorprendía ante la inscripción "limpiada de pescados es a conciencia suya..." La econtraba tan enigmática pero no se atrevía a escribir su respuesta inmediata ("y su conciencia es un pescado limpio"). Iba revisando a las pobres bestias marinas expuestas al calor y al oxígeno. Peces verdes de estómagos blancos, peces rosados de estómagos marrones y agallas como alitas lisiadas, peces azúles cuyas escamas brillaban como diamantes viejos y opacos. Y todos con sus ojos y bocas abiertos, todos agonizando así como había agonizando su abuelo, el Tata. O como soldados que se han rendido a la muerte y a la guerra.
A veces lograba hacer maniobras ilícitas y se subía a los ascensores mágicos, carritos de fierros asmáticos que se quejaban de dolor de espalda. Desde ahí podía ver a la ciudad haciéndose chica, grande, chica... grande... hasta que caía en un sopor agradable, y finalmente se dormía.
Entonces algún tío o padrino o vecina la tomaba en brazos y subía con ella cien peldaños y la depositaba sana y salva en manos de sus padres. Y las gallinas hacían sus cló-cló-cloes y los gallos sus ki-kiri-kies y la mano dulce de la noche cubría a Valparaíso.
E Inocencia soñaba con la resurección de todas las gallinas y gallos que había degollado.
Ian Welden, Dinamarca, Chile, © 2010
ian.welden@mail.dk
Fotografía de Maritza Álvarez
maritza_alvarez_vargas@hotmail.com
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