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Mariposa dorada
(primera versión, agosto de 1996)

... Su recuerdo imperioso te conducirá amablemente de la mano a uno de esos rincones infantiles en que te aguarda, sonriendo malicioso, su fantasma condescendiente y trémulo. (Juan José Arreola)

A media noche, de la recámara de mi hijo salió fuerte y helado viento, el cual, aunado a los gritos de su hermana y de su madre, me despertó. Salí al pasillo, miré a través de las ventanas. La casa era centro de un campo inmenso de flores blancas; la rodeaban separándola del resto de la comunidad. Parecía haber sido escupido con exagerada intensidad por la ventana, con ferocidad desconocida. Alrededor de todo, mientras indagaba, noté el alegre revoloteo de gran mariposa dorada, pequeños círculos blancos y negros decorando sus alas. Por un momento pensé que sonreía, que sabía lo que pasaba. Hasta que, por descuidada, tuve oportunidad de constatarlo al observarla, burlándose de mis esfuerzos por comprender lo que sucedía. El viento no cesaba. La mariposa lo sabía y el siguiente momento fue crucial; al sentirse descubierta, desapareció. ¿Era ella la causante de todo? Sin mencionarlo, me dirigí al pueblo en busca de ayuda: niñas y mujeres dispuestas a disfrutar una mañana recolectando flores en el campo. Durante el camino repasé en la memoria lo que había ocurrido, mi hijo había llevado esa mariposa a la casa sin que yo le hubiera prestado mucha atención, como invitada, como amiga, como mascota. Una vez en su habitación, todavía sin saber las virtudes que la atrapada poseía, quiso conservarla, estudiarla y exhibirla después, inmóvil, pinchada para siempre en un alfiler. ¿Cómo podía haber advertido y prevenido el percance? Yo no había visto a la mariposa, simplemente lo escuché hablándole. Sin encontrar otra transgresión lógica cometida por nosotros, así expliqué la historia al reclutar las bellas doncellas para desflorar el campo. Su recompensa sería conservar todas las flores que cortaran. Con aquel ejército femenino me dispuse a encontrar la solución. Al llegar de regreso a la casa, esposa e hija al principio no entendieron la estrategia; les dije: "Venid, ayudadme con el campo de flores". La belleza de nuestra casa, también lo sabía, desparecería, las flores le conferían su caracter especial, como entre nubes de algodón y espuma cuando desde lejos se miraba. A media noche, silbando y cantando habían terminado la labor, no quedaba una sola de todas aquellas azucenas, alhelís, gladiolas, geranios, tulipanes, gardenias, rosas y nardos. Todas se las llevaron alegremente. Nosotros, quedamos tristes, pero ¡alás!, al fin podíamos ver entre los tallos y, tal como lo había supuesto, la causante del estrago, al verse desprovista de alimento, tuvo que partir, con urgencia. El cuerpo joven e inerte de mi hijo se veía al pie de los tallos del lado izquierdo de la casa a plena luz de luna, todavía vestido como ayer, ignorante de lo que su atrevimiento había originado. ¿Qué otra cosa debería haber hecho? Mi esposa y mi hija me condenaban doblemente, por la pérdida del campo florido que había embellecido nuestra casa e, igualmente, lamentando la tristeza de mi hijo, que había querido casarse con la mariposa dorada y ahora se había quedado solo. ¿La ingrata, partió sólo por falta de alimento, para siempre?... Como si el recuerdo de la primavera hubiera sido borrado de su memoria, nadie escuchó mis razones. Nadie.

Carlos Hernández, México, US © 1996

Carlos.Hernandez@us.wmmercer.com

Carlos Hernández abandonó ambición cinematográfica infantil y pretensión existencialista adolescente. Aborrece burocracias y abusos de poder pero todavía cree en las virtudes de la tolerancia. Sus influencias menos visibles se encuentran tanto en Domenico Scarlatti como en Bela Bartok. Lamenta no poder haber escuchado en vida a Italo Calvino. Actualmente prepara una colección de cuentos dedicada a Elenita Poniatowska. Su estancia en USA ha sido más llevadera gracias a Michael Brecker, algunos minimalistas y, sobre todo, Paul Auster... Sobre todo, Paul Auster.

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