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Las custodias

Para Carolina Lizárraga y Newton Ramos

Estoy loco y lo que voy a intentar aquí es lo más parecido a lo que ustedes llaman razón. Algunos días tengo ligeros espacios de sensatez. Hoy es uno de ellos. Pero a la mujer y a la niña jugando rayuela en mi amplia habitación de la clínica no las dejo de observar. Alzo mi cabeza por encima del monitor: ahí están. La pequeña es rubia y delgada, tiene zapatos blancos de tela y un vestido floreado pincelado con diferentes motivos. Nunca la he visto con otra vestimenta. La mamá es alta, tiene la misma mirada de la niña, una mirada sobrecogedora, tierna. Sin embargo, una noche soñé que sus ojos eran la ventana para ver otro mundo, como la entrada de un telescopio. No obstante, cuando me acerqué más a esos ojos, estaban llenos de fuego, un fuego ígneo, y sentí que me quemaba. Los doctores me han explicado detalladamente que esas dos personas no existen, que surgen producto de mi psicosis. En cierta medida me he puesto a pensar también que, a lo mejor, puede ser lo contrario, que los médicos no existen, porque a la niña y a la madre las veo más reales, con más voluntad y mejor semblante. Acabo, otra vez, de verlas con el rabillo del ojo izquierdo. Ahora están sentadas, juegan a los dados. Las piernas de la niña son tan rosadas como su calcetín. He odiado siempre a los pedófilos. Todos ellos deberían llegar a la silla eléctrica. Deberían llevarlos a los Estados Unidos y quemarlos como salchichas. Los americanos son buenos para eso. La madre, como dije, es guapa, parece española, tiene rasgos ibéricos (aunque ya no sé en dónde estoy, si en el Perú o España, pero, conociendo a mi madre, seguro ha hecho lo posible para que yo esté en España). Todo ha sido tan rápido. Ni siquiera me he fijado en el dejo de mis médicos o enfermeras. Pobre mamá. Sospecho que se ha desprendido de la herencia dejada por mis abuelos. Espero que la haya vendido a buen precio. Mis abuelos eran malos con cara de buenos y mi abuela paterna era buena con cara de mala. Lorenza –sí, así se llamaba–, Lorenza Zuloeta, nunca me trató mal, a pesar de su carácter hosco y huraño, como gata silvestre. Decía que tengo las manos de mi abuelo Pedro. Cuando iba a su casa del centro de la ciudad me servía chocolate caliente y se sentaba justo a mi lado para observarme las manos con nostalgia. En cuanto a mis otros abuelos, los maternos, sería desleal decir que fueron totalmente malas personas. Pero cuando los necesité nunca me auxiliaron. A pesar de haber vivido una vida con ellos, jamás me compraron una pastilla; ni ellos ni los oportunistas de sus hijos, los criados de mamá. Sí pues, tuvieron cierta prosperidad y fueron respetados a costa de su hija mayor. Siempre lo negaron. No fueron lo suficientemente valientes para afirmar las certezas que allá, en Perú, me contaban los vecinos. Pero dentro de todos hay una excepción, alguien que siempre escapa a la regla: mi tío Luis, que es poeta. Él respalda la posición de los vecinos. Actualmente nada sé de Luis. Me cuesta mucho recordar las cosas. Al parecer estoy desvariando. Me perturba el sonido del yoyó de la niña que golpea contra la baldosa. Aunque me ponga los tapa-orejas, lo sigo escuchando. Estos tapa-orejas son muy viejos. Sospecho que debe ser por eso.

No tengo deseo sexual. ¿Alguna vez tuve mujer? No sé. Lo cierto es que, al primer mes de haber llegado, me dio fiebre y sudé mucho. Me desperté con abundante apetito y fue cuando pasó la mujer alta con su niña. Sus caderas se insinuaban al pie de su vestido. Entonces recordé mi juventud. Y el deseo siempre entra por los ojos. Y fui a tratar de persuadirla; pero su mirada, esa mirada terrible de fuego, se inscribió en sus ojos centellantes. El deseo se esfumó, tuve miedo. Quizás sea una forma de defensa que tiene ella ante los hombres. En este mundo hay tantas cosas que todo se puede creer. Ser escéptico ya no sirve. Lo que más me duele de todo esto es que mamá no pudo disfrutar de su herencia, siendo la única hija que lo merecía de verdad. Lo otro, es seguro que mis abuelos maternos han muerto. Espero que ninguno haya sufrido. El sufrimiento es lo peor que existe. Ningún ser vivo debe sufrir. En esta clínica elitista he visto un montón de cosas. Y las que no veo termino por enterarme, cuando las enfermeras conversan entre ellas. ¿En dónde estará mamá?, ¿sabrá moverse en el metro?, ¿aún le quedará dinero o ya todo lo giró a las cuentas de este burdel de dementes? Mamá sabe que no me van a sanar, que las ideas llegan como rayos invasores. Ella, a lo mejor, pensó que estando aquí estaría mejor cuidado, con sábanas limpias, con calefacción, con un televisor que enciendo y apago solo con el pensamiento. Cómo se ha adelantado la ciencia. Ahora, la técnica domina el mundo.

Qué buen tiempo hace afuera. Por la ventana llega un viento que refresca. Ha levantado el vestido negro de la española como un pañuelo y pude ver gran parte de sus piernas, y la niña no se siente incómoda a pesar que el viento golpea sobre su cara y hace flotar sus dorados cabellos sobre su cabeza como si fuera un paraguas. Es realmente hermoso lo que estoy contemplando. Si fuera pintor, serviría para la inspiración de un lienzo. Le pondría de nombre Las custodias, porque eso son: las custodias de un enfermo.

La niña y la mujer me hacen pensar siempre en mamá. Es inevitable. Mamá, mamá, ¿en dónde estás...? Confío en que no has pisado el cuchitril de tu hermano, quien se hizo pasar por padrino mío, que nos timó a todos con su éxito, un éxito debido a su baja autoestima. En fin, un cojudo, un sirviente de alguna clase social a la que nunca pudo acceder. Ni siquiera llegó a superar a tu padre, mamá. Hace miles de años, me regalaste un viaje. Me diste dinero para visitar las mayores ciudades de este continente que, según veo en los noticieros, se están pudriendo. Al final, la decadencia nos llega a todos. Solo visité –si la memoria no me engaña– dos países. Mi desilusión fue atroz. La literatura y el cine lo habían narrado con estética; pero yo lo narré con desilusión. Y cuando llegué a Perú, saqué de mi casaca el sobre de dinero y te lo di. Y tú, tan buena, mamá, me dijiste: ponlo en tu cuenta de ahorros. Pero yo seguí insistiendo. Dejé el sobre con el dinero en tu mesa y ahí estuvo varias semanas. Nadie lo movía. Después, entraste a mi cuarto de noche y, encima de mi pila de libros, dejaste el sobre. A España e Italia los conocí gracias al ahorro de un precario trabajo que tuve allá, cuando aún la enfermedad me dejaba hacer cosas.

He preguntado a la enfermera por ti. Ella es muy atenta y gentil. Siempre me lee a Mann o a Onetti. Dice que escribe poesía, que yo puedo ser su padre por mi edad. Se acuerda perfectamente de ti, cuando me trajeron a la clínica hace medio año. He calculado mal; ya estoy varios meses aquí, encerrado, salvándome de los locos de afuera. No quiero que me contaminen. Estar aquí, con personas de mi condición, es un acto elevado de la conciencia. Eso le dije a la enfermera y se rio y lo anotó en su libro. Creo que lee a Pizarnik. Y me contó: tu mamá está bien, vive en una pensión decente cerca al Retiro; pero ya está muy mayor, como cansada. Dijo que trabajó como profesora desde los diecinueve años hasta cumplir los 65 y, su jubilación es una porquería y que recibió una herencia años atrás y con eso pudo pagar el coste de esta clínica. Dio órdenes estrictas que no deje pasar a nadie a conversar contigo. Absolutamente nadie, repitió; ni a los periodistas, ni a familiares que te podrían confundir. Tu cerebro está demasiado vulnerable. ¿Periodistas?, pregunté. Sí, eres un escritor consagrado. Tus libros han sido renovadores de la lengua. Incluso antes del suceso, durante buen tiempo, fuiste nominado al Cervantes. Pero verás, ahora, así como estás, el jurado no creo dé un veredicto a tu favor. Tú mamá viene todos los sábados. Cuando no estás agresivo puede pasar a verte. Tú le reprochas por tu abuela, que nunca te pidió perdón por una negligencia que cometió contigo y afectó, a gran escala, tu enfermedad. Es bueno que sepas esto. Te lo digo porque aprecio tu obra. Mataste a tu mujer, cuando ella estaba gestando, al descubrir que el hijo no era tuyo, sino de un novelista de ligas menores. Al bebé, de forma milagrosa, lo salvaron los médicos gracias a que una vecina de cerca de la Universidad de Columbia, en Nueva York –donde ejercías la Cátedra de Literatura Hispanoamericana– alertó a la policía y a los paramédicos. No llores, no te pongas así. Esa mujer lo merecía. Se había adueñado de tu vida, pero tu mamá, la verdadera mujer de tu vida, te salvó y te trajo aquí contra viento y marea, desafiando las leyes anglosajonas y aduciendo que no habías estado tomando estrictamente tus medicamentos. La mujer que ves como real es tu esposa y la niña seguro que tu inconsciente la ha trasformado en su hija. Tu madre hizo un arreglo con los familiares de la vasca –sí, es de por aquí–, dejándole tu casa en Nueva York, una cuenta bancaria y tus derechos de autor a la niña. Ella está bien, asiste a un colegio inglés y su padre la saca a pasear los fines de semana.

Las confesiones de la enfermera me estremecieron. Miré a la mujer. Sus ojos fulminantes iban adquiriendo colores y cegaron mi mirada. Y de los cabellos de la niña nacían sorprendentes mariposas amarillas.

Alexander Campos Soto, Perú © 2024

acamsot@hotmail.com

Alexander Campos Soto es un escritor peruano nacido en Santa Cruz, Cajamarca, en el norte del Perú. Precisamente en Cajamarca se dio el encuentro de dos mundos: el occidental, representado por Francisco Pizarro; y el andino, por Atahualpa. Desde el año 2012, sus artículos, cuentos y ensayos aparecen en periódicos y revistas, tanto virtuales como impresas. Ha publicado un libro de narrativa titulado El canto del paria (Aletheya, 2020). Es egresado de Estudios Generales de Letras, de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), y también asiste a la Facultad de Derecho de esta misma universidad.

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