Con el tiempo, ya varios años, he aprendido a vivir con ella; y, sabiendo lo que me produce, le he agarrado cariño. Y lo que ignora es que me hace compañía. Nuestro acuerdo es tácito. Yo no le hablo; ella, tampoco a mí. Pero, a veces, en las cosas que hago, no pierde el tiempo en ironizarlas. Yo, en lo posible, trato de no darme por aludido.
Mientras escribo estos párrafos, ella agudiza su mirada, hiriente y desafiante. Usa gruesos anteojos de metal, y nunca se desprende de su traje negro. La primera vez que la vi, fue cuando yo tenía escasos dieciocho años. Las personas que eran íntimas conmigo, una a una, se fueron apartando, diluyéndose en el tiempo y la distancia. O la muerte los llevó, sabe Dios a qué paraje. Ese día que nos conocimos, había llovido sin cesar. Mi casa parecía flotar sobre un pantano. Llegó muy joven. Su traje lucía impecable y nuevo. Traía zapatos de charol brillantes como espejos. No usaba lentes. Tampoco era necesario que usase maquillaje porque, en particular, su cara parecía estar siempre dispuesta. Y cada cosa en su aspecto estaba ligada a alguna razón sobrenatural.
Se paró en el umbral de la puerta. Tras ella, reinaba un ambiente de paz porque, a pesar de ser vacaciones, no se escuchaba el estruendo de ningún niño en la calle. En los prados no había ninguna sola alma. Desde luego, se instaló como quien va a vivir mucho tiempo. No traía mucho: aparte de un libro grueso y viejo, unos conos de hilo para hacer punto. Me pareció atractiva, a pesar de su aspecto de beata del siglo diecisiete. Pero, en cuanto quería hablarle, sentía fuertes punzadas en el estómago, me daba vértigo y mis pies y manos se helaban como si estuvieran tocando hielo. Quisiera sumergirme en su pensamiento y descubrir su maldita verdad. Este juego de destino que nunca se resuelve.
Desde ese día, noté algo extraño. Cogí la carcacha de papá y me fui a la estación a ponerle combustible. El grifero era un viejo conocido. Siempre me recibía con alguna adivinanza o hacía bromas sobre mi aspecto físico. Pero ese día -justamente, después que ella estaba instalada en mis ambientes-, me recibió como si hubiese visto al mismo diablo. Casi no pronunció palabra e hizo con desgano su trabajo. Llegué al mercado del pueblo. Ninguna casera me saludo. Se limitaron a venderme sus productos con gestos despectivos e irrisorios. Lo mismo sucedió con el cajero del banco. Tome el teléfono y llamé a mis amigos. Se habían ido de vacaciones a Máncora y se disculparon por haberse olvidado de mí.
Llegué a casa, a esperar la llamada de mis padres, y la vi sentada junto al teléfono, concentrada, tejiendo con el hilo de hacer punto. Casi no se percató de mi presencia. Puse una película italiana y me dejé envolver por su trama y su ingeniosa fantasía. Luego, creo haber quedado dormido con el televisor encendido. Cuando desperté, el televisor estaba con una pantalla azul. Era de día. Y pensé que había tenido un extraño sueño con ese misterioso ser. En todos los noticieros del Perú pasaban reportajes alarmantes sobre lo sucedido en Ica. Una catástrofe, decían, pues un terremoto de más de ocho grados había dejado la ciudad destruida. Sentí una profunda desesperación. Empecé a llamar a mis padres y el celular me botaba a la casilla de voz. En el noticiero ya apuntaban el número de muertos. Así fue cómo me dejaron solo papá y mamá. Murieron en Ica bajo los escombros de la ciudad.
Como es lógico, he intentado todo para deshacerme de ella. Desde enamorarla con versos de amor, hasta llegar a ese extremo de los amores contrariados que, al final, terminan siendo ridículos. Empecé a escribir sobre ella; pero no le presta la menor importancia. Parece que estudia cada una de mis conspiraciones. La husmeo cuando va al baño. Deja que el agua fría caiga sobre su cuerpo blanquísimo, se toca sus formidables pechos y pasa el jabón por sus largas piernas y sus caderas en forma de corazón. En el momento que entro para poseerla, un irresistible olor a azufre sale por las escotillas, el caño, y me deja paralizado. Si trato de resistir, un pesado humo, bastante caliente, entra en mis poros. Entonces, en ese momento, salgo de prisa y todo el día quedo sumamente aturdido.
Faltan pocos días para cumplir cuarenta años. La vida pasó por mis narices y no hice nada. Sólo fui un simple espectador, alguien que vivió al margen de su propia sombra o a la sombra de su soledad. Sólo me acompañan los recuerdos y la nostalgia de una vida que pudo haber sido; pero no fue. En el trastero, he encontrado un viejo VHS y he puesto los videos de los años de mi niñez. Y recuerdo, como si hubiese sido ayer, a mamá y papá, a mis abuelos; y toda la familia desfila frente a mí como personajes convexos de una gran historia.
En vista que no tengo a nadie, la he invitado a cenar. También, he preparado el rico adobo que hacía mamá cuando cumplía años. He puesto una música amena. Ella aparece y se sienta a un lado de la mesa. Ya no es tan altiva, ni tampoco parece radiante. Al verla de cerca, me doy cuenta de lo mucho que ha envejecido. Tiene cataratas en los ojos y unas arrugas al lado de sus labios. Comemos como dos extraños, sin intercambiar palabra. Ella termina primero y se aleja de la mesa, sin decir nada.
Esa misma noche, me llega un correo electrónico. Es una mujer de la universidad de Andorra. Me dice que están conmovidos por la manera de retratar a mi familia en mi libro de memorias. Y, como es lógico, quieren conocerme.
De manera que compro un pasaje en clase turista y emprendo viaje. Pero, ella -siempre, ella- nunca se aparta de mí. Llego a la universidad y voy al aula donde me esperan para dar mi charla. Encuentro al aula vacía, con serias anotaciones en la pizarra. Y, desde luego, me doy cuenta de la maldita soledad que no me deja. Y la veo en fondo del aula, con su estúpido hilo de hacer punto. Me armo de valor para retirarme, cuando una joven alta, de ojos almendrados y cuya piel radiante anuncia buena salud, me toma del brazo y me dice: “Gracias por venir. Lo estaba esperando”. Pero, los alumnos, ¿en dónde diablos están? ¿Esto, acaso, es una broma? Ella sonríe. Y, en su cara, se dibujan dos hoyuelos. Me explica que ella es la única que me ha invitado. Me habla, groso modo, de mi libro. Pero yo sigo sin entender. “No se vaya -me dice-. De alguna forma, estoy enamorada de usted”. Y corre y me besa con suma pasión en los labios. Y, entonces, veo a la soledad (casi una anciana) evaporarse como una lata de combustible...
Y, después, me doy cuenta que el amor ha vencido en esta terrible lucha con la soledad.
Alexander Campos Soto, Perú © 2019
acamsot@hotmail.com
Alexander Campos Soto nació en Santa Cruz, Cajamarca, Perú, en 1990. Estudió literatura en varios talleres y así mismo en distintos cursos universitarios, entre otros con el prestigioso novelista Oswaldo Reynoso. Sus ficciones y artículos de opinión han sido publicados en diferentes medios, entre ellos la revista Letralia, el portal Lee por gusto, la revista Lima gris y el diario La Costa de Venezuela. También es colaborador habitual del diario La Industria.
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