Desea sumergirse en el sueño, un vago aire llega a acariciarle las mejillas. La tristeza lo invade y de sus ojos se desprenden unas cuantas lágrimas. Y, por fin, se queda dormido.
Luego de unas cuantas horas, despierta. Mira la hora en el reloj que está sobre el velador. Son las tres de la tarde. “¡Cómo pasa el tiempo!”, se dice a sí mismo. Va deprisa hacia el baño, ve su semblante en el espejo, quiere creer que se trata de un rostro bello y lozano. Mentira: ahora lo divisa pálido, sin vida, como una hoja seca arrastrada por el viento.
Mira los anaqueles de la pequeña vitrina, tantas cajitas de antidepresivos y somníferos. Intenta tomar un puñado de cápsulas, un cóctel suicida… Una imagen perversa pasa por su mente y, luego de un repentino ataque de pánico, tira las pastillas por la ventana con una rabia que no cabe en su cuerpo.
Se dirige hacia el viejo ropero y desempaca el traje azul marino que le regaló su padre. Y piensa: “si tengo que morir, lo haré sin miramientos, pero también con elegancia”. Se siente soberanamente ridículo, un pobre diablo infinito.
Sale a la calle, apesadumbrado, vacilante, camina algunas cuadras. Alza la mirada hacia el cielo y distingue un avión fulgurando en medio de las nubes. Él debería de estar en ese avión, porque siempre deseó visitar Francia, esa tierra tan hermosa y esquiva: un país que solo conocía por fotos, películas y por las grandes novelas que había leído. Desde niño se obsesionó con París: conocer el amor, la mujer de su vida, pasearse con ella bajo la sombra de la torre Eiffel… visitar librerías, la tumba de Vallejo, sentarse en algún banco a contemplar la tarde…
Recuerda las palabras de aliento que le decía un familiar que vivía al otro lado del mundo: “en cuanto termines el colegio, yo te ayudaré a realizar tu sueño”. Solo se burló de él, lo pisoteó, lo humilló y, claro está, la promesa nunca se cumplió.
Jamás se sintió capaz de imaginar su último día de vida. No podía ser de esa manera: solo y sin un porvenir, caminando por algunas calles que de tan conocidas le resultaban hostiles.
Se dispone a tomar una taxi e irse al mar (a Ancón o La Herradura… a donde lo lleve el infortunio). Recuerda las playas de su infancia mientras los estudiantes universitarios deambulan por su costado; pensar que él pudo ser uno de ellos... Tal vez si hubiera ingresado a la Católica, todo sería distinto, ¿o no? Se va en un taxi rumbo al mar y trata de creer –soñar absurdamente– que ese viejo chófer que serpentea curvas es más infeliz que él. Al llegar observa a unas mujeres muy bellas tomando sol en la orilla, puede que sean norteamericanas, o tal vez francesas. Sí, unas preciosas hembras parisinas le resultan caídas del cielo. Las mira por un momento y se siente odiosamente frívolo. Acaso si hubiese aprendido el francés ahora podría abordarlas sin miedos ni rubores. Si hubiera estado con una de ellas –cualquiera de las tres, sabe que a estas alturas ya no está para escoger–, su vida sería más auspiciosa.
Llega al fondo del muelle, las turistas quedaron atrás y seguramente ni se percataron de su presencia. Escucha el ruido de las olas, mira por última vez lo que ocurre a su alrededor. Y se despide del mundo con un grito que a nadie le llama la atención. “Todo acabó”, se dice a sí mismo y, antes de enfrentar al océano, piensa que quizá es un buen día para aprender a nadar.
Al sumergirse en el agua, creyó con inusitada emoción que alguien lo emulaba, pasaba entonces a convertirse en el pionero de los ensueños más descabellados, su corazón le decía algo indescifrable, ridículo: al otro lado del mundo, París seguía aguardando.
Alexander Campos Soto, Perú © 2012
acamsot@hotmail.com
Alexander Campos Soto nació en Santa Cruz, Cajamarca, Perú, en 1990. Ha publicado en el Diario la costa de Venezuela, en la revista Letralia y en los blogs de los críticos Camilo Fernández Cozman (miembro de la Academia Peruana de la lengua) y Gabriel Ruiz Ortega.
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