Regresar a la portada

La carta del fin

Querida L. Saavedra:

Estoy solo en casa y voy hacia el balcón. Me acodo en el respaldar. Desde ahí, contemplo el cielo. Tiene mi misma cara: Está pálido, arrugado, con sus nubes cargadas de lluvia. Tal vez, esa lluvia sea mis propias lágrimas. Y cae tempestuosa sobre la tierra. Pero, en lugar de dar vida, quema todo a su paso: los prados, arrasa los sembríos, enciende los frondosos bosques y las metrópolis se derriten calcinadas. El mundo agoniza. A pesar del apocalipsis, tu imagen aún no sale de mi cabeza. Estas tú, que flotas en medio de los rayos que pintan tu cara y tu cuerpo matizado con diferentes colores. A veces, te reflejas azul. Otras, apareces roja como el fuego del infierno y, enseguida, eres blanca, igual que un ángel que me invita al Paraíso. Yo, desde aquí, quiero ascender contigo. Sé que es una mentira que encumbre una verdad: tú y yo jamás. Es cierto que no hemos nacido con el propósito de caminar juntos de la mano, aunque seamos las dos únicas personas en los confines del Universo. Tu indiferencia y tu orgullo son más grandes que cualquier constelación. Date cuenta: hemos acabado con el único mundo que hemos conocido. A pesar de ello, es nuestra obligación rescatar lo poco que aún queda; y resucitar, con nuestras manos, la Vida, esa que no pudimos aprovechar mientras estuvimos juntos. Nos dejamos rebasar por ella. Nos ahogamos en los mares más profundos o solo yo me ahogué con mi extremo romanticismo, con mis sueños irrealizables, con esa pasión no correspondida. Porque, si lo pensabas mejor, no hubieses viajado a ese país del sur, acompañada de aquel ángel de plumas negras. También lo conocí. Lo vi, un día, cerca de tu trabajo. Tuve que agachar la cabeza y resignarme. Meses antes que acabemos con el mundo, me buscaste por internet y solo me dejaste tu número de teléfono, sin decir una palabra. Sé que vienes del trópico, del calor, de la playa y el sol. Luego pensé que, a lo mejor, el clima de Santiago te ha vuelto fría. Cuando te pregunté, me respondiste: ¿Acaso no sabes que así soy? La primera vez que te conocí, en una de las calles más grandes de la ciudad, fuimos caminando hacia un restaurante a tomar algo, mientras tú me mirabas de reojo y tus mejillas se tornaban del color del melocotón. Es que vengo del gimnasio, me decías. Llevabas una ropa liviana que dibujaba tus dos hermosos pechos. Y tú los tapaste bruscamente con tu brazo y me dijiste: Discúlpame. Yo giré hacia atrás y te respondí, muy sereno: ¿Cómo te puedes disculpar por una obra de arte? Y tú soltaste una elegante sonrisa. ¿Es verdad lo que dices, que soy la chica más hermosa de la ciudad? Sin duda, lo eras. Mucha gente pasaba por tu trabajo solo por verte. Te acosaban con los ojos de deseo; algunos románticos, con ternura; y otros, con los sentimientos más puros. Me asusta tu sensibilidad, me decías. "Solo contigo soy capaz de contemplar las cosas más sencillas, como el recorrido de una nube. Me gusta cuando te paras frente a una cerca poblada de flores y te inclinas a olerlas. Me gusta lo que escribes. Al principio, creí que todo lo que escribías salía de tu imaginación, tu imaginación que es más grande que esta belleza mía que tanto admiras. Después, tú me decías: Es que me pasan las cosas más inverosímiles. Y claro, fui testigo de que no mentías. Tú dices que me viste antes, cerca de Migraciones. Yo también te vi antes de conocernos. Yo estaba con unas amigas, comiendo en tu restaurante preferido, ahí donde todos te conocen y hasta te miman. Pasaste casi por mi lado, bien vestido y caminabas tan seguro como un príncipe inglés. Te llevaron al segundo piso y, luego, desapareciste. Mis amigas dijeron: Qué rico huele ese chico. ¿Qué esencia usara? Pero no, no era tu perfume. Tenías algo en particular: en tu cara, en tu físico, en esos ojos melancólicos y distantes. Ni en mis más oscuras pesadillas soñé que teníamos el poder de acabar con el mundo. No, miento. Solo fuimos los escogidos, no se por quién, para presenciar el fin de todo, de esa concentración de sentimientos que llamamos Amor, de ese milagro que llamábamos Vida y no nos importaba. La desperdiciábamos. Creíamos que somos dioses y todo debía girar en torno a nuestra alienación y nuestro ego. Reflexionando, déjate convencer, así como me convenciste entre los miles de seguidores que tenía en una plataforma de internet. Y, en una oportunidad, me dijiste: ¿Por qué fui yo? Y te respondí, sabiamente, sin un ápice de malicia: Es que vi que me necesitabas. Me estabas esperando entre tu almohada y tu soledad. Mira hasta dónde hemos llegado. Tú, abajo, contemplando las llamas infernales y yo solo queriendo que vengas conmigo para salvarte. Dame tu mano y deja de ser tan egoísta contigo mismo.

Ascendamos juntos esperando que algo bueno suceda. El apocalipsis terminó.

Alexander Campos Soto, Perú © 2024

acamsot@hotmail.com

Alexander Campos Soto es un escritor peruano nacido en Santa Cruz, Región Cajamarca, en el norte del Perú. Precisamente en Cajamarca se dio el encuentro de dos mundos: el occidental, representado por Francisco Pizarro; y el andino, por Atahualpa. Desde el año 2012, sus artículos, cuentos y ensayos aparecen en periódicos y revistas, tanto virtuales como impresas. Ha publicado un libro de narrativa titulado El canto del paria (Aletheya, 2020). Es egresado de Estudios Generales de Letras, de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), y también asiste a la Facultad de Derecho de esta misma universidad.

Ilustración realizada por el autor © 2024

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Último día
  • Ella en mi vida
  • Vaso de agua
  • Las custodias

    Regresar a la portada