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Destino: Retando a Átropos…

…No hay casualidad sino destino. No se encuentra sino lo que se busca, y se busca lo que existe en lo más profundo del corazón...” (Ernesto Sábato)

Siempre fui torpe en muchas cosas, creo que nací sin talentos ni virtudes, mi obsesión era la muerte; desde que tuve consciencia y razón, creo que a los 5 años, la muerte siempre estuvo muy cerca de mí, pero me interesaba más el asunto de mi propia muerte. Durante mi embarazo mi madre pasó por una gran perdida y un penoso luto, a los 2 meses de saberse esperando murió su madre en un trágico accidente de tránsito, supongo que fue una época de mucho dolor y llanto y un mal momento para estar embarazada, también creo que fue un ambiente hostil para mi desarrollo prenatal, afectivo y emocional. Nací en el seno de un hogar, de una familia, en la que siempre me sentí extraño, como si no encajara, no podía reconocerme en medio de ellos y por eso siempre aposté a la calle. Con recurrencia tuve miedos nocturnos, pesadillas, convivía con fantasmas y demonios y tenía una gran culpa que hasta pensaba ajena. Me refugié en la lectura y los juegos de calle, también me gustaba ir al colegio, me peleaba casi a diario con alguien, a la hora de salida yo tenía un combate pactado. Leí a Verne, a Twain, cantidad de cuentos infantiles cortos, leí El Principito, ese, unas cuantas veces, y cada vez me identificaba más con su trama, la vida, la naturaleza humana, el mundo de los adultos y, por qué no, la muerte. Para combatir mis desgracias nocturnas y la ansiedad que la oscuridad me generaba, cerraba los ojos, con mucho temor, y mi mente producía figuras tridimensionales, esferas de distintos tamaños y colores que chocaban entre sí y cambiaban su diámetro y dirección; así conseguía distraerme de mis miedos, de mis tormentosos demonios, así lograba conciliar el sueño. Tiempo después, cuando aparecieron los ordenadores y vi las primeras versiones de los protectores de pantalla, me reencontré con mis esferas y me asombré de ese hallazgo.

Desde muy temprana edad quise suicidarme, al principio era como una especie de juego, dejaba de respirar, y aguantaba casi hasta el desmayo; tenía una extraordinaria fuerza de voluntad, algunas veces tapaba mi rostro con una almohada o simplemente apretaba con muchísima fuerza mi cuello, hasta casi estrangularme; quería saber si podía experimentar alguna sensación de pre-muerte, ver alguna luz del más allá, escuchar alguna voz, pero con frecuencia la voz que escuchaba era la de mi madre o la señora de la casa dándome un regaño y gritándome “muchacho qué carajo haces”.

A los 13 años el juego fue más allá, un mal día de colegio, de esos en donde renegaba de mis capacidades para no destacar en nada, de ser bajito, de tener un pene pequeño, de tener dificultades para hacerme de una novia, llegué a casa y no hubo nadie, como era costumbre, todos estaban afuera, mis padres trabajaban, mis hermanos se habían ido de casa, la señora de limpieza no había vuelto de su fin de semana, así que allí estuve, solo, con mi tristeza natural y en esa casa en donde a nadie importaba. Ese día recuerdo con claridad que entré, solté mi morral, me quité parte del uniforme, fui hasta mi habitación, tomé una sábana, la colgué del ventilador de techo, me subí a una mesita de noche, amarré la sábana en mi cuello, lo hice con mucha seguridad, sin dudar, la ajusté fuerte, le di una patada a la mesita y comencé a colgar con la intención de ahorcarme, claro, esa vez no estaba jugando, sentí el fuerte estiramiento de mi cuello, tosí, sentí la asfixia, el peso de todo mi cuerpo sostenido por mi cuello, mis brazos no intentaron aferrarse a nada, se habían adormecido, y cuando creo que estuve a punto de desmayar el ventilador se desprendió del techo, golpeándome, y caí al piso con una terrible sensación de fracaso. A mis padres, metidos siempre en su propia vida e ignorando la mía, les fue fácil creer que tuve un accidente mientras estaba jugando a Tarzán, y el episodio no pasó de un gran regaño; sin embargo, ya estaba convencido de lo que podía hacer y de que efectivamente vendrían otros intentos.

Desde ese episodio la muerte no me fue extraña, intentaba imaginar cómo sería; pensaba, por alguna razón desconocida, que, si yo no acababa con mi vida antes, igual no pasaría de los 46 años, era como un número al que apostaba, y no imaginaba mi vida más allá de ahí. Ya luego crecí un poco, me di cuenta que el tamaño, mío y del pene, no importaba tanto, crecí tardíamente y llegué a tener 1,70 mts. de estatura, adulto promedio. Se me hizo más fácil relacionarme, me enamoré varias veces, inicié vida sexual, medio atropellada, pero la inicié, y la relación morbosa con mi muerte se fue aplacando, al menos temporalmente y en esa etapa. Fui a la universidad, salí de casa, y la vida comenzó a tener otro significado, los miedos nocturnos y sus fantasmas se fueron desvaneciendo, la vida me ofreció un cambio. Pero continúe fantaseando con la muerte, morir por enfermedad no sería opción para mí, tampoco me atraía la idea de dispararme, no me gustaban las armas, cortarse las venas, envenenarse, era muy femenino y eso no siempre resultaba. Me llamaba la atención ser arrollado, en ocasiones parado en una calle, esperando algún bus, imaginaba como sería lanzarme y ser atropellado, pero me inquietaba el que no fuera suficiente el daño, o el impacto que podía causar a mi víctima, seria injusta esa carga y el tremendo problema legal que le ocasionaría, las consecuencias de ese inesperado; mi naturaleza no era causar daño a otros o perjudicarles. Entonces pensé que lo mejor sería un accidente no tan planificado, morir en un atraco, por ejemplo, en mi ciudad el crimen violento es una constante; por esa razón me expuse en sitios peligrosos, me relacioné con gente mala o frecuenté lugares de riesgo; al final, terminé hasta haciendo algunos amigos en ese ambiente, uno nunca sabe cuándo puede necesitarlos, me decía, socialicé en ese ambiente y fui aceptado, a pesar de que no era el delito lo que me apasionaba. De alguna manera la idea de morir se fue disipando, terminé creyendo que no se podría adelantar mi muerte y sin querer entré en la rutina de la vida, resignado a que el paso por este mundo es transitorio y que la incertidumbre de la muerte había que disfrutarla, pero viviendo con la consciencia de nuestra mortalidad.

La idea de morir volvió a mi vida con mucha fuerza rondando los 45 años, era como si un reloj biológico se hubiera activado. Coincidió con el descalabro de mi vida matrimonial, con problemas laborales. Siempre me rebelé a la autoridad y fui un subalterno muy insubordinado, me disgustaban los horarios, los jefes a los que había que adular, me molestaban los compañeros de trabajo estúpidos o gafos, pero siempre lograba sortear dificultades, pues en mi área específica conseguí ser eficiente y hacerme indispensable. La vida matrimonial me tenía hastiado, mi mujer se había convertido en una histérica, insatisfecha, era una mujer de carácter, de mal carácter, rencorosa, desconfiada, controladora, y nuestra vida sexual era un desastre, aburrida, nada placentera. En ese tiempo yo veía mucha pornografía, revistas al inicio y luego a través de páginas en internet, fotos, videos, se convirtió en un vicio, una obsesión, y me dio por hacerme de algunas amantes; los amoríos clandestinos se hicieron muy fáciles, a fin de cuentas las mujeres tienen nuestras mismas necesidades. No había que ir muy lejos, descubrí que mi oficina estaba llena de mujeres insatisfechas dispuestas a lo mismo que yo, con iguales o mayores ganas de sentir la inmensa carga de adrenalina que producía la infidelidad y la emoción del torrente de endorfinas que circulan por nuestro cuerpo e impregnan nuestro cerebro cuando tenemos un encuentro fuera de la rutina de casa. El menú fue variadísimo. Ana, la recepcionista, era amante de los polvos rápidos, en un baño, en algún depósito, en alguna oficina vacía, todos con el corazón en la boca, temiendo ser descubiertos y todo lo que eso implicaba. Con Julia eran polvitos en el estacionamiento, en el carro, al final de la jornada, muy incómodos, pero sumamente apasionados. Con la portuguesa, una ingeniera rubia, culona y muy coqueta, comenzó cuando nos enviaron a hacer inspecciones fuera de la ciudad y debíamos quedarnos allá. Una noche nos tomamos unas cervezas en el bar del hotel, luego de un intenso día de trabajo, comenzamos a charlar, y entre tragos me habló de sus desgracias, a la sexta cerveza nos estábamos revolcando en su cama, de ahí en adelante solo era esperar que coincidiéramos en alguna comisión y ya sabíamos lo que pasaba. Esta época fue la de mi mejor vida sexual, mientras mi vida matrimonial era monótona y aburrida, la vida en la calle era una esperanza, los fines de semana los dedicaba a los hijos, pero siempre con la mente puesta en otro lado. Mi mujer, Rebeca, pocas veces quería intimidad, pero cuando se entusiasmaba, que era más para saber por dónde andaba yo de carga, resultaba una carrera rápida por alcanzar un orgasmo, el mío, claro, y ella a inspeccionarme. Ya había olvidado la última vez que la había sentido acabar, no recordaba ya un beso suyo, pero tenía muy presentes mis propias hazañas.

En este tiempo no me pasó por la cabeza la idea perturbadora de morir, me había enamorado de Eugenia, joven, bella, blanca, inteligente, caderas anchas, busto grande, pies y manos hermosísimas, una voz sensual y una boca apetecible. Era algo temerosa, de autoestima baja, insegura. Ella vino a la empresa como pasante, y apenas nos vimos me gustó su sonrisa y su mirada, intuí que tendríamos algo; luego volvió contratada y estuvo bajo mi dirección, lo demás fue salir, hablar, compartir, enamorarnos ambos y descubrir una historia fascinante, pasamos a vivir juntos olvidando nuestra diferencia de edad y algunas otras más. Ella adquirió confianza en sí misma, se fue a otra empresa, encontró otro trabajo, no tengo dudas que el tiempo que estuvo a mi lado le sirvió para abrirse a la vida, la ayudé a superar sus debilidades, a superar la rabia por la ausencia del padre, un patán, simpático y borracho que ella odiaba. Creo que me vio más como eso, como un padre, más que un amante. Le ayudé en todo, al punto que descuidé hasta a mis hijos por estar siempre a su lado. Yo me enamoré muchísimo, e inicié la separación formal con Rebeca, los tramites iniciales, todo precedido de problemas y trabas. Pero Eugenia, en medio de mi crisis, me confesó que ya no me amaba tanto, como si el amor tuviera una escala, confesó que se sentía confundida y comenzó a pedir espacios; todo se había transformado en gratitud, agradecimiento, la relación había perdido, para ella, interés, motivación y pasión; trágico.

Una noche, al volver a casa encontré una nota sobre la mesa del comedor, su despedida, escueta, sin muchas explicaciones, ya no tenía que darlas; me había abandonado, se había llevado todo, y más aún, se había ido del país, argumentaba que solo colocando entre nosotros un inmenso mar y otro huso horario lograría olvidarse de mí, librarse de mí, enfrentar su propia vida y experiencias con renovadas ganas. Ya nunca más supe de ella, no pude llamarla, cambió números, correo electrónico, etc., simplemente se esfumó. De la unión había quedado, además de mi amargura, rabia y odio, un perrito que no tardé en regalar a los hijos de un familiar; lo hice sin ningún sentimiento de culpa o tristeza.

Comencé a faltar al trabajo, tuve que pedir vacaciones, me encerré en casa, a beber, y beber mucho, desatendí responsabilidades y, cuando menos lo percibí, ya estaba metido en una profunda depresión. Tomaba Dalpas para la ansiedad, Tafil para la otra ansiedad y el insomnio, a dosis extraordinariamente superiores a las recomendadas. Perdí capacidades y facultades, ya no manejé, constantemente chocaba y sabía que ponía en peligro a otros. Lloraba, y la idea del suicidio, de la muerte, regresó a mi vida, no vi mejor opción y oportunidad que planificarlo ahora, mi póliza de vida estaba vigente, con algunas cláusulas sobre causas de muerte; mis problemas hacían de mi vida una desgracia. La abogada de Rebeca llamó por esos días, y la mandé al carajo, literalmente le dije que hicieran lo que les diera la gana, y lo hicieron, logaron una caución, una orden de alejamiento de mis hijos y consiguieron una orden para bloquear algunas de mis cuentas bancarias bajo el pretexto de que no cumplía obligaciones. Las ganas de hacerlo estaban sobre la mesa, la mesa estaba servida para morir, el asunto era cómo.

Intenté localizar al junior, mi pana del barrio; lo habían matado hace 8 años, yo, no me había enterado, pero localicé a Jairo, su hermano; le pedí reunirnos, necesitaba un sicario para un encargo, me enteré que la tarifa era accesible, por 500 $ mataban al que fuera, rápido y fácil; en esta ciudad se mata por menos de eso, me confesó Jairo, pero ofreció recomendarme los servicios de un malandro serio y muy profesional, no cualquier malandro, me dijo. No quise saber su nombre, nos reunimos en un café cerca de casa, le dije lo que quería, le mostré las fotos y acordamos el pago de inmediato, pero él se sorprendió al verme en las fotos, de que estuviera yo planificando mi propio asesinato; le expliqué que tenía problemas, una buena póliza de vida y quería dejarles la vida resuelta a mis chamos. Pagué, accedió y combinamos; próximo jueves, algo de cábala que no entendí, 11 am, frente a la estación del metro cercana a mi casa; el sicario vendría a atracarme, yo me resistiría, el me mataría de unos tres disparos, al pecho todos, me dijo, y escaparía de inmediato.

Acudí al lugar acordado, 10 minutos antes para no esperar tanto y levantar sospechas; vestí casual, llevaba todo encima, todo normal; la abogada de Rebeca no dejó de llamarme al celular esa mañana. Me paré en el sitio señalado y comencé a hablar por el celular, en realidad no hablaba con nadie, disimulaba, no tenía ni ansiedad ni angustia, estaba preparado, en esto habíamos quedado. De repente un tipo colocó una pistola en mi espalda, y me dijo no te muevas o te quiebro; tu eres el gallo que se mandó a matar, preguntó; vas a tener que dar un paseíto conmigo antes de morir, rata, y me subió a un auto. La tarifa había aumentado, Jairo me había vendido con otro malandro, y este quería 1.000 $ antes de asesinarme; los llevé a mi casa, siempre tenía dólares en casa, la economía, la hiperinflación, el poco valor de la moneda, etc., había que tener dólares en casa; le di los 1.000 que me pedía y él tomó los otros 1.000 que guardaba en casa; me golpearon, me amarraron, se llevaron todo, robaron, me escupieron, me orinaron, pero no me mataron. Los vecinos, junto con el vigilante del edificio, que vieron todo muy sospechoso, me rescataron en casa. Ahora no tenía efectivo, seguía vivo y estaba desesperado, en abstinencia, había parado de manera abrupta los medicamentos y comencé a padecer los efectos secundarios de la taquifilaxia. Hice la denuncia en policía y volví a casa; en la noche comenzaron los calambres abdominales, alucinaciones visuales, auditivas, crisis de hipertensión y taquicardia. No tenía dinero para comprar más medicinas, esto era peor, era un desastre; llamé a un amigo médico quien me explicó lo que pasaba, me recomendó comer poco, tomar muchos líquidos, caminar, desintoxicarme; me sugirió reiniciar los ansiolíticos e irlos disminuyendo progresivamente. Me descubrí solo, vulnerable, sin poder llamar a alguien que me acompañara; desde que Eugenia se fue me había impuesto no extrañarla, pero hoy realmente me hacía mucha falta.

Tocaron a la puerta, al abrir reconocí de inmediato al policía con quien había procesado, días antes, la denuncia de mi atraco; quería que le acompañara, la noche anterior habían dado de baja a uno de los malandros que me habían robado, consiguieron mis pertenencias; debía reconocerlo, además me devolverían los documentos. Fuimos a la morgue; durante el trayecto estuvieron interrogándome; yo me sentía sumamente mal, la verdad no pude reconocer el cuerpo que me mostraron, tenía muchos impactos de bala, estaba hinchado, creo que ya en descomposición, pero igual me pidieron declarar, asegurar que si se trataba de uno de mis atracadores; da igual, todos son malandros, me dijo; firme señor, llévese sus cosas y váyase a su casa, descanse, se ve usted muy mal.

Lanzarme desde el balcón no era opción, el suicidio invalidaba el pago del seguro de vida, eso lo tenía muy claro, nada que pareciera autoinfligido; en mi desesperación salí a la calle por cigarros; ya entraba la noche, todos los comercios cerraban temprano, el toque de queda voluntario que la ciudad insegura obliga, a las 8 pm ya casi todo estaba cerrado; los pocos comercios abiertos, restaurantes, algunos centros comerciales, contaban con seguridad propia, la calle quedaba desolada. Entré al lugar, una panadería, la del noble Joao, ese sí que había resistido atracos, robos, saqueos, era un terco, pues todos le recomendaban regresar a Madeira, mientras se podía, regresar y quedarse allá, pero él decía que ya no era portugués, y lo decía hablando con un acento como si acabara de llegar y no como si tuviera casi 50 años en el país. Yo saludé, pero con la cabeza mirando hacia abajo, así que no percibí que se perpetraba un asalto; al acercarme al mostrador para pedir los cigarros vi que Joao me señalaba algo, lo estaban robando, eran prácticamente dos niños, inseguros, temblorosos, drogados; uno me apuntó y me pidió entregarle todo, yo la verdad no llevaba nada; no me inmuté, me sentí en la plaza frente a mi escuela listo para iniciar alguna de las peleas que pactaba en mi infancia; Joao intentaba calmarles, mientras sacaba el poco efectivo que tenía en caja. No hay dinero circulante en este país, todos los pagos, casi todos, se hacen por banca electrónica, puntos de venta, transferencias, etc., además los productos están subiendo constantemente de precio. Los malandritos pedían los panes, quesos y embutidos, saqueaban los mostradores, robaban a los clientes que aún estaban ahí; a mí me golpearon por no tener nada, caí al piso y desde ahí vi que uno de ellos le exigía a Joao entregarle los dólares que tuviera guardados, dame los dólares, dame los euros, le gritaba al pobre Joao; yo me incorporé, quise defender a Joao, juro que no pretendí en ese momento ni me pasó por la cabeza resolver mi vida en esa circunstancia, solo escuché los disparos, a quema ropa, ardor, olor a pólvora, olor a sangre, luego mi desmayo.

––Sra. Rebeca, su marido va a ser intervenido, está muy mal, perdió mucha sangre, debemos operarlo cuanto antes, sabe si él tiene algún seguro, necesitamos además un depósito de 3.000 $ para cubrir gastos, el cirujano no le opera si no le dan los dólares antes, y es muy probable que luego pase a terapia, tiene el abdomen destrozado, los disparos fueron a corta distancia, las balas hicieron estragos.
––Mire señor, doctor, lo que sea usted, él no es mi esposo, bueno sí, pero no vive conmigo y nos estamos divorciando, maldigo a ese desgraciado, por mí déjelo morir, yo no doy un solo centavo por la vida de ese miserable.
––Entonces tendremos que trasladarlo a algún hospital, y ya sabe usted cómo están los hospitales.
––Pues por mí, trasládelo adónde le plazca, al infierno si le da la gana…
––¿Adónde vamos con este traslado?
––Al Luciani, pana, al Llanito.
––Compinche, regrésate, este carajo no aguantó el traslado.
––Anota ahí, sin signos vitales, 11:45 pm, jueves, 10 de enero.
––¿Qué edad dijiste que tenía?
––Veo que mañana cumplía 46 años.
––Otro marico que murió por valiente a manos del crimen, mamagüevo echándosela de héroe, ahí tiene, pa´que aprenda… hasta aquí le llegó la suerte en esta ciudad miserable.

Ciudad de Guatemala, 20 de marzo de 2019 (día mundial de la felicidad)

Jesús Zurita Peralta, Venezuela, Brasil © 2019

jzuritaperalta@gmail.com

Jesús Zurita Peralta, médico de oficio, soñador de profesión, prepoeta y prepenador, aficionado en casi todo. Latinoamericano, ese es mi gentilicio, me identifio con un basto contiente que va desde el río Grande hasta Tierra de Fuego, que no solo comparte un mismo idioma, sino un común de tradiciones, cultura e impronta genética, que nos hace muy similares aun cuando nos empecinemos en ver diferencias. Constantemente estoy terminando algo e iniciando cosas, buscando sentido, inconforme, tratando de vivir sin apegos, aprendiendo diariamente las lecciones que la vida, a veces con mucha crueldad, tiene que darnos... ahora en todas partes y en ningún lado, entre inxilio y exilio, aprovechando oportunidades y venciendo obstáculos, viviendo...

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