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El fin de nuestro tiempo

Quería rendirme y acabar con todo de una buena vez. Me sentí enfermo, sin ánimos de nada. No había tal resto de nuestros días como un día imaginé. Pedí unas semanas de permiso en el trabajo.

En medio de la maraña que enredaba mis pensamientos, recordé que había un folleto de instrucciones. Apareció como una ilusión, como una última disyuntiva; me aferré a ella no muy convencido. Me sentía frágil y punto de quebrarme como cristal.

Lastimaba el peso de su ausencia y luego, la búsqueda del famoso folleto; ambos hechos, hicieron que me acometiera una desesperanza que aumentaba a cada instante.

Se completaron dos semanas de tortura. Pensando en cómo iba yo a vivir sin ella, sin su cuerpo elástico, su mirar violeta. No podía yo creer que se hubiera marchado y, lo que más me laceraba el alma ¡Con otro! Al recordar, apretaba yo las mandíbulas hasta sentir dolor. Sin embargo, fue así como me lo dijo, sin ningún tipo de emoción, como si hablara de algo sin importancia.

No daba crédito a su actitud; ella había arrojado al bote de la basura sus palabras amorosas, sus juramentos que yo creía sin reservas, que me hicieron dar por hecho que viviríamos juntos hasta el fin de nuestro tiempo. veo que me equivoqué de la manera más miserable. ¿Cómo sucedió todo? No lo sé.

Tres años juntos. Llegué a cavilar que si había paraíso, era el que ella y yo habíamos construido con nuestro afecto. Ciego de mí, no supe ver más allá de mis narices.

Busqué como aletargado por toda la casa. Creía que, como sucede a menudo, lo que se busca con ahínco, no lo vemos aunque esté a la vista. No hallaba el irritante folleto de instrucciones. No obstante, debía estar en algún lado; ahí debía estar establecido algo sobre este tipo de problemas. Por supuesto que, mientras buscaba, no dejaba de pensar en ella con insistencia; ¿Dónde había estado la falla?

Pensaba que me le había entregado como el animal que soy; para mí todo era miel sobre pan, no existía nada que me hiciera pensar lo que sucedió después.

Cuando me dijo que se largaba, yo no daba crédito a lo que oía, quedé como anclado al piso y me negaba a interpretar lo escuchado de su boca preciosa. Ella se dio media vuelta y desapareció de mi vera y de mi vida.

Después la busqué como se busca la tibieza. Fui a donde las amistades, las que llegamos a visitar para las tertulias, para la copa o la simple plática. Algunos me miraban con lástima, otros como diciendo: tratamos de decírtelo desde hace mucho o ya lo adivinábamos, solo que parecías un imbécil pasmado por ella. En ese tiempo no supe interpretar nada de lo que ellos me insinuaban ahora.

Mírate, con esa barba de muchos días, desaseado; te ves patético buscando quien te arroje, como limosna, alguna información acerca de ella.

Pasaron los días que no supe cómo pasaron. Miles de pensamientos cruzaban por lo que quedaba de mi entendimiento. Mi mente iba de un lugar a otro sin ningún orden; alcancé a vislumbrar que enloquecería ante tal alud de divagaciones; si, enloquecería.

Una madrugada, me revolcaba de fiebre y alucinaciones difusas. Fue como un chispazo; volví a recordar el folleto de instrucciones; lo veía en el medio de otros papeles y cómo, yo mismo, lo colocaba con cuidado en la gaveta de algún mueble.

No hice el menor intento por levantarme y buscarlo y me volví a perder en ese estado entre irreal y fantasmagórico; en unos momentos más, me derrumbé preso del cansancio de la mente y de mi cuerpo. Desperté hasta la media mañana siguiente.

Me levanté tambaleándome y entorpecido de los sentidos; el instinto me hizo buscar algo de comer; encontré un pedazo de pan en una bolsa de plástico; me lo engullí sin reserva. Caminaba por la casa sin plan alguno. ¡El folleto!

Débil como me sentía, busqué. De nueva cuenta empecé a caer en ese estado frenético que, a lapsos se había apoderado de mi condición. En la búsqueda, volteé la casa al revés. Nada.

Una vez más temblaba no sé si de debilidad o de fiebre; de coraje o pesadumbre. Busqué con frenesí. A media tarde, la casa parecía el basurero municipal. Cansado y aburrido me dormí en el piso en medio de papeles y basura. Soñé mis escenas favoritas, las que sueño desde niño: abismos que veo abajo y, la tierra donde estoy de pie, comienza a desmoronarse; aviones que se desploman y que al caer a tierra producen grandes bolas de fuego y humo.

Al día siguiente me levanté un poco más lúcido y recordé con claridad el folleto y su lugar: lo miré descansando en el fondo de una gaveta de mi escritorio en la oficina, ordenado y con un distintivo para reconocer que se trataba de papeles personales.

Eran las doce del día, así que me alcanzaría tiempo para ir a la oficina y rescatar el dicho folleto. Estaba fatigado en grado sumo y con los pensamientos hechos una maleza.

Decidí ir hasta la mañana siguiente. De paso pediría más días de permiso en vista de los sucesos que habían terminado por abrumarme.

Llegué a la oficina como a las once de la mañana y me dirigí directamente a mi cubículo; no me di cuenta de la conmoción que causé. Al llegar a mi espacio, se acercó una secretaria a preguntarme que qué me había sucedido; le contesté, sin voltear a mirarla, que había estado enfermo; alcancé a escuchar que otro me decía que si ya había localizado a Berenike. Con esta pregunta fue fácil adivinar que toda la oficina sabia de mi conflicto. No me importó.

A otros les dije que solo iba por unos papeles personales que necesitaba y que me regresaba pronto a la cama, que todavía me sentía mal. Tomé un buen paquete de papeles que consideré eran los que buscaba y, de prisa, regresé mis pasos.

Con torpeza arribé a la casa. Entré pensando en ella, la imaginé en el mismo sillón de la sala hojeando una revista con esa mirada fría que a veces me estremecía; al verme, se levantaba y venía hacia mí con su andar firme y sofisticado. Con sus monosílabos, sus frases cortas y automáticas la oí decirme que se iba, que había encontrado la felicidad en otro ser y, casi sin detenerse, la sentí pasar, indiferente, frente de mí, y desaparecer tras la puerta.

Habían pasado tres semanas, pero a mí me parecían tres siglos; una eternidad de desamparo. Arrojé los papeles a la mesa y se desparramaron encima del basural que ya había, se extendieron como juego de naipes.

Me quedé mirando las hojas desperdigadas en la mesa, no sé cuánto tiempo las miré sin mirarlas. Mis pensamientos se habían enganchado en la figura de ella, su venerada imagen.

Empecé a revisar el papelerío que tenía frente a mí; muchas hojas no me decían nada; otras no recordaba de qué se trataban. Por fin, creí reconocer algunos sobres membretados con los símbolos y frases de la Compañía. Sí, eran las de la misma empresa, estaban en perfecto estado, conservaban la lozanía del papel y letras como recién impresas; saqué las hojas de un par de sobres. Las revisé minuciosamente, aún no tenía claro qué buscaba.

Conservaba el azoro y debilidad de los días pasados, todo parecía envuelto en un halo grisáceo; hasta el clima jugaba con mi situación. Afuera llovía a barricas. A estas alturas ya me sentía como perro apaleado. Tenía ganas de soltar un alarido.

Al fin, entre lágrimas a punto de desprenderse de mis ojos, encontré una frase que me produjo alguna esperanza; en esos momentos todavía ignoraba si iba a ganar algo; si las cosas iban a mejorar.

En una de las indicaciones se podía leer en varios idiomas:

Para cualquier desperfecto del producto, como reprogramar al mismo, cambio de apariencia de uno o más rasgos, comportamiento inusual, extravió, etc. Llamar a la compañía en forma directa por teléfono o dirigirse al código postal que se indican al final de esta nota.

Atentamente: RobotEscort, Co.; División de Servicios al cliente.

Antonio Fuentes, México, Estados Unidos © 2021
antonio_fuentes42@hotmail.com

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