Esa noche, antes de dormirme, siguió molestándome el recuerdo de aquel hombre que tomaba un café gratis mientras le chupaba a otro sus experiencias vitales con las que luego escribía su bestseller. En la lucidez del duermevela ideé una venganza ejemplar. El tiempo que estuve en Madrid seguí yendo por el café en cuestión algunas tardes, pero el individuo no volvió aparecer hasta una semanas después. Evidentemente no se había fijado en mí mucho la primera vez –y por qué había de hacerlo– pues se aproximó a mí con el mismo ceceo, y con las mismas palabras me preguntó si había vivido alguna experiencia traumática o impactante, para una novela que estaba escribiendo. Afirmé con la cabeza y empujé con el pie la silla para que se sentara, lo que hizo inmediatamente. El camarero interrumpió para ver qué quería el recién llegado, que pidió lo mismo que yo estaba tomando. Empecé a contarle un folletín en el que yo había abusado sexualmente de un niño, al que luego había matado y descuartizado.
Ante su atento silencio, le conté cómo mi pasión por ese tipo de experiencias seguía en mí, que no podía dejar de hacerlo. Esa noche tenía arreglado un encuentro con un menor que había conocido por internet y al que había convencido de que se fuera de casa. Terminé mi historia diciendo, “y ahora me disculpa pues a las ocho he quedado con el niño en el estanque del Retiro.” Me levanté de repente y dejé un billete que cubría de sobra la consumición de los dos y me marché sin mirar para él, que se quedó sentado en la mesa, incapaz de moverse por lo que había oído. Probablemente el café se le había cuajado en el estomago.
Luego dejé Madrid y olvidé el asunto. Tres meses mas tarde, cuando estaba en la cafetería del aeropuerto de Barajas haciendo tiempo entre dos conexiones tomándome un café prepagado de máquina, el mismo tipo volvió a aparecer en mi vida. Era él, no cabía duda. Todo parecía una repetición de la escena de unos meses antes en el café. Se acercó a mi mesa, pero al llegar, en vez de mirarme o dirigirme la palabra, se limitó a poner sobre la mesa un papelito y una especie de relojito de pilas en forma de pirámide con muchos colores. Aún sin mirarme, fue por las otras mesas ocupadas repitiendo la misma operación. En el papelito decía algo de que era miembro de una unión oficial de sordos y que esta era una forma autorizada de recaudar dinero, que sólo pedía la voluntad por el relojito si me gustaba. Noté de lejos que llevaba una tarjetita colgada del pecho con foto y todo, de aire muy legal, que lo identificaría como miembro del colectivo de sordos y por tanto autorizado a ejecutar su trabajo en la cafetería del aeropuerto. Arrugué el papel y lo eché dentro de la taza vacía de café, me metí el relojito en el bolso de la chaqueta y me fui de la cafetería antes de que él terminara su ronda por las mesas, por supuesto sin dejar ningún dinero en la mesa.
Marisa Pérez y Pérez, España, México © 2011
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