Y tampoco es que le hubiera ido mal en la vida. Tuvo unos padres que se ocuparon de ella y le dieron el tipo de educación que se estilaba para una señorita. Guapa y sobre todo lucida, se casó bien a sus veinte años. Ahora, treinta y pico años después, le costaba recordar qué le había visto, cuando era una jovencita de falda plisada y cintura de avispa, al que sería su futuro marido, hacía años sumido en un mundo de periódicos, futbol y cafés. Los hijos, que en los primeros años le habían dado la satisfacción y el sentido que siempre buscó en la vida, se habían convertido en unos extraños, en unos adolescentes y adultos con los que no podía conectar ni contarles cosas de su mundo, de sus preocupaciones. El hijo mayor se había ido al extranjero y apenas lo veía, y la nuera rubia y alta era como un ser de otro planeta, un planeta de primeros y segundos matrimonios, hermanos y medio hermanos, coches grandes y roastbeefs poco hechos. Su hija vivía en Madrid y tenía ya dos relaciones fracasadas en su haber. Tenía carrera y un buen puesto, pero no hacía más que despotricar contras sus jefes, sus colegas y sus amigas. Se declaraba quemada por los hombres y apenas había cumplido los treinta. El pequeño aún vivía en casa, pero era un desastre. No estudiaba ni conseguía trabajo, y llevaba una vida anodina de humaredas y música, de chapuza en chapuza.
Ella sentía que le habían estafado la vida. Todo lo que le habían enseñado era una mentira, como unas rosas de papel de colorines que se deslucían y se llenaban de polvo enseguida. Era consciente de que era ya tarde para empezar una nueva vida según lo que pregonaban ahora. No tenía experiencia laboral y sus estudios eran ya tan lejanos e irrelevantes que nadie le ofrecería un trabajo que no fuera de empleada en una tienda o de cocinera, y de servir ya había tenido bastante. Las heroínas de las nuevas películas que se liaban la manta a la cabeza, reinventándose en sus años crepusculares, eran tan falsas, tan de cartón piedra como las novias que vivían felices y comían perdices en las películas en blanco y negro de su juventud.
Si tuviera otra vez 19 años y las cosas hubieran sido como son ahora, sí que hubiera encontrado su lugar en la vida. Hubiera seguido estudiando idiomas, que tan bien se le daban entonces, y hubiera sido traductora y viajado por muchos países. O hubiera estudiado arte dramático, que tampoco se le daba mal, como quedó patente en las funciones en que intervino en la escuela secundaria y que todos alabaron, hasta los profesores más estrictos. Y belleza, la había tenido pero malgastado en bailes, en pretendientes sin mayor interés, y luego en un buen matrimonio muy alabado por sus padres y amistades en su día, pero que como un juguete de cuerda fue perdiendo empuje y brillo con el uso y los años. Una Bella Durmiente a la que hace treinta años el beso de un príncipe azul, ahora tripudo y calvo, había puesto a dormir sin que pudiera ni quisiera despertarse.
A diferencia de ella, Marita se negaba a ver la realidad que ahora las asediaba y se les decía a la cara sin tapujos: habéis desaprovechado la vida. Ahora ella se había quitado las gafas rosas que les habían puesto de niñas Ya no tenía sentido seguir haciendo comiditas para un marido y un hijo que las engullían sin apreciarlas, ni mantener acogedor y elegante un pisito que siempre había sido pequeño y que lo era aun más ahora, aunque solo fueran tres personas las que vivían en él, o dos y medio, pues el hijo pequeño era un inquilino ocasional, que cuando vovlvía se encerraba en su habitación.
No sólo era la casa, antaño su orgullo, que se le caía encima. Cuando andaba por la calle se daba cuenta de que no era nadie, sólo una mujer madura que ya no llamaba la atención de los hombres ni recibía las miradas de envidia de otras mujeres. Una ama de casa, sus labores, sus revistas, sus reuniones con las amigas, la vida de la parroquia, las reuniones familiares con nuevas generaciones, que ya no sabían quién era ni le prestaban el respeto que una vida de dignidad y sacrificio merecían. Hasta las criadas de antaño se vestían como ella y tenían coche. Sólo en algunas tiendas de las de antes, las dueñas le rendían cierta pleitesía, pero las jóvenes dependientas de los grandes almacenes la trataban con desapego, como intuyendo que, a pesar de la cuidada apariencia de elegancia y su abrigo tan lustroso, apenas tenía dinero para mantener los aires de señora bien, por lo que difícil sería venderle algo que les diera una buena comisión.
Entre sus amigas y conocidas, había algunas a las que los nuevos tiempos les habían abierto los ojos. Algunas se habían rebelado, pero de maneras tan absurdas que parecía que querían castigarse a sí mismas por haberse dejado engañar. Una se había hecho evangélica y se pasaba la vida diciendo que Dios es amor y cantando en iglesias-garaje. Otra se había separado, que no divorciado, de su inútil marido, y vivía con su hermana, que le había buscado un trabajo en un supermercado de ocho a cinco. Otra, que había terminado derecho hacia casi treinta años, preparaba oposiciones a judicatura en su mucho tiempo libre, pero sus posibilidades de sacarlas eran nulas, pues tenía que competir con hornadas de recién licenciados que se sabían los temarios de pe a pa. Ella no tenía plan de escape, pero estaba segura de que la vida le encontraría una salida.
Una mañana, al despertarse, abrió los ojos y, en vez del papel pintado de jarrones y flores y el cielo raso de gotelé, se encontró en una habitación de un blanco cegador. Su cuerpo era el fresco y flexible de sus veinte años, la melena larga, las manos sin arrugas. Vio sentada en la cama de al lado, en la habitación, a otra muchacha como ella, que vagamente recordaba de los años del preuniversitario. La muchacha le preguntó si estaba lista para la prueba de teatro que tenían esa tarde, que debían ensayar otra vez la escena. Y sin saber cómo, ella se levantó y así, en una camisola verde por la que asomaban sus hermosas y largas piernas y que marcaban sus onduladas caderas, empezó a recitar con desenvoltura el papel de Casandra que había representado en la escuela, con todo el sentimiento y los gestos. Y su compañera le daba la réplica, y ella esperaba su turno para seguir, y así estuvieron durante diez minutos en aquel improvisado escenario de muros blancos. Al terminar la escena, cansada pero satisfecha, se volvió a tumbar en la cama. Entonces una enfermera entró por la única puerta de la habitación y arregló el entubado de su compañera de habitación y le cambió la bolsa de la orina. Acto seguido, entró por la misma puerta su hermana Marita, con un ramo de flores blancas que puso en su mesita antes de sentarse en una silla junto a la cama. Marita se alegró al ver que tenía los ojos abiertos y empezó un monologo sobre cosas anodinas de la vida diaria, y luego se puso a rezar el rosario mientras miraba distraída hacia la ventana cerrada de cristales blancos translúcidos que tamizaban la luz exterior de ese día de verano.
Marisa Pérez y Pérez, España, México © 2024
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