Habían despegado de España hacía tres horas. Allí habían permanecido el tiempo justo de llenar los cuatro depósitos de combustible y cargar las bombas. Daba gusto verlas en el avión, tan bien ordenadas en sus estantes por tamaños, todas juntas pero sin tocarse. ¡Igualito que aquella bodega andaluza que les habían llevado a visitar cuando había estado destinado en España! Cuando acabe esta guerra y antes de que empiece la siguiente, se decía, dejaremos a los niños con mi cuñada y volveremos a visitar España. En las dos últimas semanas había aterrizado allí seis veces y lo más que había hecho era comprar unos muñequitos muy graciosos de toreros y bailarinas en el economato de la base.
El parpadeo de una luz roja en el panel le sacó de su ensueño. Nada importante, una subida de presión en el circuito de aceite de las compuertas. Señal de que estaban perdiendo altitud al acercarse al objetivo. Llevaba diez años volando con el ejército.Los B-52 no le gustaban mucho. Eran mastodónticamente viejos. Probablemente éste habría hecho la guerra del Vietnam. Luego el resto de la guerra fría con los depósitos siempre llenos y una tripulación de guardia dormitando en su interior durante las frías noches de una base de Alemania por si la temida orden llegaba . Salvo las planchas del fuselaje no le quedaba nada a aquel avión de la piezas originales que con el paso de los años habían sido reemplazadas por piezas de aviones desguazados, como si al sobrevivir cada guerra hubiese ido dejando un poco de sí. De repente sintió una gran ternura por aquel veterano gigante al que no le dejaban envejecer. No podía acabar sus días al borde de una carretera local convertido en cafetería u oxidándose en un desguace de Arizona donde adolescentes sudorosos tras amores furtivos se jurasen amor eterno para el resto del verano.
"Listos para soltar, estamos sobre el objetivo", la voz del comandante en los auriculares le sacó de su ensimismamiento. "Soltar, ¡ya!". Conteniendo la respiración como un arquero sus dedos danzaron sobre los conmutadores pulsando con precisión quirúrgica los adecuados. Sabía lo que venía ahora: ver las bombas salir de la bodega y sentirse aplanado en sus asiento cuando el avión ganaba altura y daba media vuelta hacia casa; luego la explosión de las bombas en el suelo retumbando en el fuselaje. Mecánicamente miró por la trampilla para ver caer las bombas. Le pareció que se retrasaban un segundo. No salían. Dos segundos. Entonces por fin cayó algo. Era....¡una botella de Coca-Cola de tamaño familiar!,y detrás una lluvia de chisporroteantes botellas más pequeñas entre las que desentonaba alguna dulzona de Pepsi .Una sed instintiva le hizo tragar saliva. Pero antes de que le hubiera llegado al estómago se desprendió del avión columpiándose una enorme paellera repleta de un arroz azafranado y suelto; con las cuatro cigalas de rigor semejaba a un sol radiante en el cielo. Tan cerca como para temer que hiciera volcar la paellera hacía su salida al vacío un torero de fino talle y traje de luces. Miraba a un tendido inexistente buscando desconcertado a un público a quien brindar en su precipitado paseillo. Lo siguiente en caer fue una hermosa ristra de salchichas de Frankfurt que en su descenso formaban disciplinadamente en estrella. Algunas giraban díscolas enlazándose en germánicos símbolos de nefasto recuerdo. Mientras ocurría todo esto oía el ruido de los motores más apagado, como el ronroneo de un gato mimoso, y las luces de los paneles destelleaban perezosas.
Lo siguiente que vio salir al vacío fueron varios guerrilleros del Viet-cong, maniatados y con el sumarísimo tiro en la sien, seguidos de cerca por un anciano de barba de chivo, delgado como un pajarito con un aire a Ho-chi-min. Llamaba inútilmente a un pacífico buey de cuernos retorcidos y gran joroba que rumiaba si lanzarse al vacío. Ahora ya casi no oía los motores y los paneles se habían desdibujado en un brillo difuso.
Un poco detrás del buey saltó Marilyn, lunar en la mejilla, las faldas a la cabeza como improvisado paracaídas, sonriendo bobalicona. Cayo luego una hornada de niños al napalm, en su punto, ni muy hechos ni poco. El siguiente en saltar fue Don Juan Tenorio que descendía, espada al cinto, sin descomponer su hueca figura en el vacío. Cerraba la procesión una beata de las de luto riguroso y rosario corredor, que se sujetaba las faldas inútil mente pues dejaba entrever unas enaguas negras de encaje, regalo de marido difunto. En promiscua cercanía se desplomó barriga por delante un mesonero mayor de Castilla, hombre de buen comer y beber. Plato en mano buscaba algo suculento que trinchar.
En ese momento el artillero levantó los ojos y se dio cuenta de que ya no existía el avión. Ya no existían ni conmutadores,ni ruidos, ni motores ni nada. Estaba ridículamente sentado en el vacío y empezaba a caer. No sentía dolor ni frío, ni miedo, solo que caía. Entonces se fue encontrando con lo que había salido del avión. Todo descendía lentamente, bamboleándose. Los guerrilleros del Viet-cong se habían congregado alrededor de la paella que olía como para resucitar a un muerto, aunque uno de ellos se interesaba más por las salchichas. Las Coca-Colas se acercaron insinuantes dispuestas a hacer de aquello un momento inolvidable. Formaban una animada escena campestre; lástima que no hubiera unos pinos de fondo. Alcanzó a Don Juan, a quien el destino había hecho coincidir con Marilyn. Le recitaba rodilla en tierra interminables tercetos encadenados y ella esbozaba la sonrisa de las turistas cuando no entienden los piropos groseros del camarero del chiringuito. En la siguiente estación se arrodillaba la beata pidiendo confesión al viejo de la barba de chivo que lloraba con voz de pajarito por su buey perdido.
Unos pocos metros por abajo el torero sacaba pecho e intentaba que el buey se arrancase. El buey rumiaba con indiferencia oriental soñando con arrozales asiáticos. El mesonero mayor de Castilla en medio de los niños del napalm no sabía como proceder. Al ver al artillero le quiso llamar pero iba tan deprisa que ya había sobrepasado la atrídica escena. Y entonces notó que se volvía aire,y se desintegraba y que todo le daba igual:la guerra,su mujer y sus niños,los pagos del nuevo Chevrolet.....
SOCORRISTA: ¿Doctor ,cree usted que está muerto?
DOCTOR: Creo que sí.Vale más que avisen al forense de Málaga. Yo ya no puedo hacer nada.
SOCORRISTA: Yo hice lo que pude. Bien que me costó arrastrarlo fuera del agua hasta la orilla.Me acaban de decir que se había zampado una paella entera el solo y dos jarras de sangría. Y con este sol y esta piel tan delicada que tienen estos turistas.
DOCTOR: Imprudencias como éstas, si yo le contara. Si es que a esta gente España les cae como una bomba.
Marisa Pérez y Pérez, andaluza apasionada, España, México © 1996
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