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Crimen en amarillo

En esta residencia viene pasando algo muy sospechoso y nadie parece darse cuenta o, si se la dan, lo disimulan. Las dos últimas muertes no son normales, y eso que la muerte aquí es el pan nuestro de cada día. Rara es la semana que no amanece muerto alguno de nosotros, pero eso no tiene nada de sospechoso en un lugar en el que convivimos más de cien personas con una media de ochenta años. Cuando las cuidadoras o las señoras de la limpieza vienen a darnos la medicación por la mañana o notan que alguno de nosotros —debería decir alguna de nosotras, pues la mayoría somos mujeres— no ha bajado a desayunar, y vienen a buscarnos a la habitación, encontrarse con que una se ha muerto mientras dormía es cosa corriente. El médico al que llaman tiene problemas para rellenar el certificado de defunción, pues poner que la persona se murió de vieja no queda bien, así que ponen cosas en lenguaje más complicado sobre el corazón y el riego, que viene a decir lo mismo con rodeos y así justifican tantos años de estudio para decir lo que es evidente. Hace dos meses, creo, o a lo mejor más porque tengo fatal la memoria, un médico joven, que debía estar en prácticas, quería mostrar su celo profesional y no paraba de mirar a la pobre Conchita, y examinar todos los tubos de medicinas y demás pastillas que tenía desparramados por la mesita junto a la cama. Simplemente se había muerto de pena de que ninguno de sus hijos viniera a verla, y ya nos lo tenía anunciado “que un día de estos me matan a disgustos”. Al final el mediquito puso que se murió de un paro cardíaco, como si hubiera muertos a los que les siguiera latiendo el corazón...

Las dos últimas muertes han sido sin embargo extrañas, pues las finadas eran jóvenes –ser joven aquí es relativo. Las dos tenían en común que, como habían sido muy fumadoras, usaban oxígeno para ayudarse a respirar, aunque seguían fumando y apestaban el pasillo con el humo que se escapaba por debajo de la puerta del baño. Con la botella a todas partes colgada del andador y el tubito de plástico hasta la nariz como un cordón umbilical, y a veces el cigarrillo encendido en la otra. Son bombas deambulantes. Sin el aparato se fatigaban enseguida y casi no podían seguir la conversación ni daban pie con bola en las partidas de parchís que jugamos todas las tardes en el patio cubierto. Yo fui la que encontré a una de ellas tiesa como un pajarito hace unos días, y la botella de oxígeno estaba abierta y funcionando, que en la habitación se respiraba de bien que parecía que estaba una en las montañas. La otra, que amaneció muerta hace unos días, tenía también la botella funcionando. Me lo dijo la limpiadora que la descubrió, que es filipina y la pobre tiene un marido de allí que se ha liado con una española divorciada al poco de venir. Además tiene dos hijas pequeñas, una subnormal, que la trae a veces con ella y es simpatiquísima y parece una muñequita de porcelana china. ¿Por dónde iba? Ah, sí, que estas muertes no son normales. Yo ya le conté estas sospechas a mi hija, que dice que, como no tengo nada más que hacer que jugar al parchís y ver la tele, veo novelas en todas partes. Buena consejera está ella hecha, que a sus cincuenta años la engaña el primero que pasa, y prefiero callarme. Se lo he contado también a varias amigas de aquí, de la residencia, con las que comparto mesa en el primer turno de comidas. Prefiero ir al primer turno porque en el segundo la comida está recalentada de tanta bombilla roja que le ponen, y no me quejo que está muy bien la comida y las chicas son simpatiquísimas, sobre todo las sudamericanas, que hay alguna española que se da muchos aires y luego nos enteramos que la han echado por robar o cosas peores. Así pasó con una que era vasca, alta y bien plantada ella, pero eso ya lo contaré otro día, que si no, no acabo con lo que importa. Mis amigas del comedor me dijeron que yo veía demasiadas telenovelas y que eso no pasa en la realidad. Más o menos eso fue lo que me dijo la directora de la residencia, a la que fui a hablar hace poco para contarle mis sospechas. Desde entonces no las tengo todas conmigo. Una mañana me encontré que alguien había puesto mirando a la pared una de las figurinas que tengo en la estantería del pasillo, junto a la puerta de la habitación. Es una muñequita de Lladró preciosa que me regaló mi hijo, el que está en Inglaterra, la última vez que vino a verme. A todo el mundo le hablo de lo que me gusta esa figurina y de lo bien que le va a mi hijo y de la nuera inglesa, y ponerla mirando hacia la pared es una forma de amenazarme y decirme que no me meta en lo que no me importa. No pudo ser la ecuatoriana que limpia el pasillo, pues esta semana no ha limpiado el polvo de ninguna de las otras figurinas. Estoy tan desconfiada que ahora incluso meto el andador en mi habitación en vez de aparcarlo en el pasillo junto a la puerta como hacía antes. Nada más fácil que soltarle una rueda o cortarle el cable de freno del asa para que me caiga y me rompa una cadera, que a mi edad sería una sentencia de muerte. Además he cogido fama de chiflada... desmemoriada sí, que no me acuerdo de lo que comí hoy pero me acuerdo de lo que comí el día de mi primera comunión hace casi ochenta años, pero chiflada no. Alguna "amiga" ha ido diciéndole a la directora que yo dije que a estas dos les había dado morcilla la dirección porque eran de las que menos pagaban, pues aquí pagamos proporcionalmente a nuestros ingresos y las muertas estaban a la cuarta pregunta al llegar. La verdad es que no me acuerdo si yo dije eso, puede ser, pues muchas veces se me olvida lo que digo, lo reconozco, pero no era cuestión de ir contándolo por ahí.

La cosa ha degenerado tanto que ahora ya nadie duerme sin cerrar la puerta por dentro, como hacíamos antes, y miran por la mirilla cuando vas a visitarlas después de cenar para ver si abren o no. Alguna ha habido que no me ha abierto la puerta, y eso que me consta que está en su habitación pues veo la luz por la rendija y hasta oigo la tele, que sé a qué hora están mirando sus reality. Tal es la campaña que se ha montado contra mí que yo misma ya empiezo a dudar de todo. Es verdad que muchas veces me levanto por la noche, cuando se me va la cabeza, y que hago tonterías y vuelvo a estar en el colegio y me enfado toda por cosas que pasaron hace muchísimos años, y que luego por la mañana siguiente no me acuerdo de nada. Lo que más me preocupa es que he encontrado una caja de tabaco y un encendedor en mi mesita de noche, y yo no fumo.

Marisa Pérez y Pérez, España, México © 2013

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