¿El trabajo? Sí, claro, el trabajo; ¿mi relación con Lola, con mi mujer? Por supuesto, eso también me ocupa gran parte del día y me interesa mucho. Pero pienso que, en el fondo, mi inclinación más fuerte me empuja a cuidar de Lola Asunción y a pasar con ella todo el tiempo que me queda libre. Lola Asunción aparece en casi todos mis pensamientos a lo largo de la jornada y, aunque no la tenga enfrente, me acuerdo de la pequeña de forma casi continua. Ella está en casa con mi mujer; yo, en el trabajo; pero, a pesar de la distancia física, pienso en lo que puede estar haciendo sin mí, en si me estará echando de menos o en si mi pequeña me puede necesitar. Todo el mundo reconoce que entre nosotros dos se da un grado de comunicación más elevado de lo corriente, un grado distinto se puede decir. También se puede decir que es algo superior a lo que resulta natural en la relación entre un padre y una hija o entre dos seres humanos en general.
Es cierto que su madre se ocupa de bañarla, de darle de comer y de sus otras necesidades elementales, pues mi mujer está con ella de forma permanente; pero, cuando yo llego a casa, siento que la pequeña se fija en mí con mayor interés y que, como si no hubiera nadie más a su alrededor, me coge de la mano y me saca al patio para que la suba a su árbol favorito. Salimos, nos ponemos junto al manzano, que es un árbol viejo porque ya estaba en el patio cuando compramos la casa, y yo la aúpo hasta la rama más gruesa, la única que es capaz de sostenerla y sobre la que la niña se pone a cabalgar rodeada de flores o de hojas según vaya la estación. Lola nos recrimina el juego del caballito desde la cocina o desde la ventana del dormitorio, pero el tiempo pasa muy lento en esas ocasiones especiales y, después de que me llegue la voz de su madre, transcurren todavía unos largos segundos en los que me cuesta mucho decidirme a cambiar de entretenimiento. Y, además, ya estoy un poco harto de que Lola me reprenda continuamente como si no tuviera otra cosa en que fijarse, o como si yo no tuviera la capacidad de controlar la situación. Lola Asunción cabalga y se balancea sobre la rama grande completamente segura de que, mientras yo esté debajo, no corre peligro. La pequeña sabe que yo soy el que la entretengo y el que descuido mis otros asuntos particulares para concentrar todo mi interés en sus gustos, en sus necesidades menos a la vista, en un terreno en el que no admito recomendaciones. Soy el que le digo “cosa linda” y “amorcito” aunque ella no me pueda responder y puede que tampoco comprender, aunque, en determinados momentos, parezca que no me tiene en cuenta. Y cuando veo que se enfurece por algún motivo que su madre y yo no acertamos a explicar, yo soy el que va a buscarla a su principal escondite y el que la saco de debajo de la cama con el empleo de alguna artimaña cariñosa. Siempre se me ocurre alguna idea para hacerla salir por las buenas pues nunca, ni en los momentos más tensos, se me pasa por la cabeza reñirle o apelar a la fuerza bruta. Mi devoción me lleva a cometer alguna locura inocente y algún exceso de celo; eso es cierto; pero estoy seguro de que siempre me conduzco con la mejor de las intenciones. No soy un padre perfecto; nadie es perfecto; tampoco un padre sin juicio o que se comporte fuera de lo normal.
Esos momentos de juego al aire libre tienen que ser a finales de abril o ya metidos en el mes de mayo, cuando sube la temperatura, porque, de lo contrario, Lola no nos deja salir al patio. Lola Asunción salta, corre, sonríe cuando jugamos, y está presente también de alguna manera en todos los momentos de mi jornada de trabajo. Casi siempre se muestra alegre y, a veces, la noto muy expresiva ya que solamente le falta hablar para que nuestra comunicación sea completa. Aún no ha aprendido a hablar con soltura; se le resisten las actividades intelectuales que, según los expertos, van ligadas al grado de inteligencia. No tiene vida intelectual hecha con palabras, pero yo siento que desprecia la actividad intelectual pues nunca he notado que le llamaran la atención las ocupaciones que son más comunes en el resto de los humanos. Lo suyo es otra cosa y yo estoy seguro de que está preñada de posibilidades originales que más pronto o más tarde van a salir a flote. Parece entristecerse, enfadarse de pronto, coge un berrinche que le dura un par de minutos, pero Lola y yo no creemos que sienta la falta de la conversación, de la lectura o de la escritura, sino que es otra cosa la que la llena de desesperación momentánea: es algo que ni siquiera sus padres podemos entender al ciento por ciento. Parece sentir algo muy fuerte; y es también como si el exceso de júbilo la hiciera estallar y retroceder, y como si tuviera que concentrarse durante algunos minutos en un remoto punto interior para poder recuperar la energía. “No te pongas triste”, le digo yo para apaciguarla, y, aunque se me resista al principio, consigo que resurja de entre sus malos humores, que abandone sus temores oscuros porque sabe que siempre nos va a tener al lado a Lola y a mí. Yo la salvo de la pena con mis caricias y con el ingenio y el arte que pongo en atrapar su atención. Y de todo lo que somos y hacemos en esos momentos de euforia, lo más importante es incitarla, despertar su interés, aunque no discuto que pueda haber en la vida otras cosas también importantes.
No encuentro nada malo por debajo o por encima del árbol cuando salimos al patio: a simple vista parece que la cosa va bien en todos los sentidos. La subo hasta la rama más gruesa y la miro desde abajo como si pudiera entender sus reacciones imprevisibles, y, gracias a mi esfuerzo de concentración, llego a comprenderla mejor que nadie e incluso mejor que Lola o que los especialistas que la tratan. “Es un árbol grande y de corteza dura” le digo, “pero es bueno y amable con todo el mundo: nos cobija y nos da fruta”. Y Lola Asunción se balancea sobre el elevado caballito sin confesar que está de acuerdo conmigo y sin reconocer que el punto de vista que yo mantengo es el más inteligente. Es más, estira los brazos para alcanzar otra rama un poco más alta con un espíritu de superación notable, como si no le bastaran las explicaciones que yo le proporciono desde mi posición a ras de suelo. Y, cuando al otro día voy de camino a la oficina, recuerdo este tramo de nuestra vida en común y no tengo otro pensamiento mejor o más importante. Y en el mismo puesto de trabajo, me distraigo a veces con estas experiencias tan íntimas y particulares que pasamos los dos juntos.
La bajo de la rama del manzano y caminamos por el patio sin decidir una dirección: ella va delante a su antojo y yo la sigo a poca distancia. “No te muevas que voy a rodar como un balón de playa”, y me tiro al suelo de grava y doy una vuelta sobre mí mismo, y, a continuación, doy otra vuelta y consigo calmar la inquietud que le empieza a asomar en el semblante. “¿Qué haces? No llores, por favor, cariño, no llores. Es que no puedes parar de llorar”, le recrimino aunque sin levantarle la voz. “Qué haces, para. Estoy aquí. ¿No me ves?”. Y yo noto que no está conforme con esto o con lo otro; se la ve a punto de dispararse; pero también sucede que, enseguida y como por arte de magia, otra vez nos reconciliamos. La abrazo hasta que, en el siguiente momento, entro en ella, consigo que me quiera a mí más que a nada o a nadie y que me obedezca como si entendiera quién es el que manda en la casa. A mi mujer no le gusta recordar cómo fue el accidente que dejó a nuestra niña en este estado de media conciencia o de media inteligencia; ella no habla nunca de ese día fatal; pero yo estoy seguro de que Lola, la Lola mayor, padece aún la misma amargura y no deja de pensar en cómo pudimos tener tan mala suerte. Después de tantos años todavía sorprendo a mi mujer con la misma expresión de ensimismada o de estar a punto de perder la cabeza. Ni una sola vez ha sacado en la conversación el tema del día del accidente; me parece que Lola nunca ha sacado ese tema a relucir; pero yo le noto el sufrimiento que todavía le acude algunas veces y la sorprendo cuando se le forma en la cara esa terrible expresión.
Me acuerdo, naturalmente que me acuerdo. El día, la hora, las circunstancias del accidente. Nuestros familiares y amigos dijeron que yo sufrí un ligero despiste, que nadie se podía esperar que la cosa acabara así, y también dijeron que una conjunción de casualidades se había cebado conmigo y con mi familia. Es cierto que yo no tuve toda la culpa, puedo poner algunos atenuantes de mi lado, pero, de todos modos, creo que “despiste” es una palabra demasiado amable y bondadosa que yo agradezco mucho pero con la que no me puedo conformar. Se suele decir que un despiste lo tiene cualquiera. Y también que hay que dar gracias porque podía haber sido mucho peor. Y, con esa forma de hablar, los amigos y los parientes quieren desdramatizar el caso o quieren, por lo menos, suavizarlo para que yo me encuentre más cómodo. La realidad es que sus reproches resultarían inútiles pues nadie puede ser más crítico con el “despiste” que yo mismo.
Acabábamos de establecernos en un buen piso céntrico y soleado y nos entendíamos de maravilla; éramos jóvenes y no había ningún conflicto entre nosotros. Yo era un marido joven y muy atento con las necesidades de mi mujer; no tenía por entonces mucho más de veinte años. Se puede decir también que Lola y yo estábamos todavía en periodo de prueba como pareja. Lola se había casado embarazada y Lola Asunción llegó a este mundo de una forma un tanto precipitada y casi sin darnos respiro. Yo debí enchufar la calefacción al salir del cuarto o, por lo menos, cerrar la ventana que daba a la calle, pero no lo creí imprescindible. Fue en un día de invierno muy soleado y que parecía magnífico por la luz espléndida que venía del exterior. Por otra parte, el cuarto del bebé estaba orientado al Este y era el más cálido de todo el edificio. Me sentía muy contento con mi situación de nuevo padre: me movía impulsado por el buen viento que parecía soplar a favor nuestro. Corría más que andaba con la euforia, pero sé que mi despiste no fue total porque dejé también la puerta abierta para oír llorar al bebé si se daba el caso. Lola Asunción no lloró, creo, sino que simplemente se enfrió con muchísima rapidez.
Yo tenía que volver a entrar enseguida en su cuarto pues estaba al cuidado de la niña, pero me entretuve media hora, una hora, no lo recuerdo: creo que sonó el teléfono o fue el aviso de la lavadora el que me distrajo, y recuerdo también que, en ese corto periodo de tiempo, su pequeño cuerpo se quedó helado a pesar de que estaba dentro de la cunita. El viento frío de la calle empezó a soplar y a soplar sin ningún obstáculo por en medio. Y, a pesar de que al final la salvamos y de que pudo haber sido mucho peor, le quedaron algunas secuelas incuestionables. Me parece que estas son las cosas que se deberían estudiar en la universidad: cosas como el tema del destino, el de la casualidad, el del peligro latente que siempre está al acecho. Los otros asuntos, el trabajo, la diversión, el amor, son temas que, en comparación, resultan bastante menores. Mi trabajo va mal, como casi todos los trabajos; salir adelante en la vida es duro; el mundo de los negocios está cada vez peor y es por eso que, muchas veces, me siento desfallecer y como si no pudiera recuperar la iniciativa. Solamente que yo tengo a mi niña para poner un punto y final de lujo a cada jornada laborable.
A veces pienso que no me merezco este intenso goce o que mi mujer tiene razón al desesperarse por mi manera de disfrutar con Lola Asunción; mi mujer dice que no es para tanto, que más bien debería suceder al revés y que lo más natural es que yo me sintiera asustado por la amenaza del porvenir: y, sin venir a cuento, me suelta también que dónde ha ido a parar mi orgullo de padre. Lola piensa que parezco un estudioso del caso, un sicólogo, y que miro a la chiquilla con los ojos de un científico más que con los de un papá. Tengo en cuenta todas esas opiniones autorizadas, pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de reconocer que me encuentro en plena forma cuando jugamos al caballito o al balón y que, en esos instantes tan particulares, pienso que no me puedo quejar de la vida. La miro jugar alegre y lo que veo me llena de curiosidad y soy incapaz de poner interés en otros temas. Basta que alguien o algo me distraiga para que sienta crecer en mí la furia contra unas visitas que siempre me parecen inoportunas. No puedo evitar la idea de que mi hija es mi obra de arte y la idea de que tengo que estar muy contento de lo que he llegado a conseguir en su educación. A Lola le duele todavía, pero, para mí, ya hace tiempo que pasó la época del dolor, de los reproches, de la histeria. Porque no se puede vivir así eternamente.
Reflexiono a menudo sobre el porvenir, a menudo me reprocho lo del accidente, pero la sonrisa de mi cosa linda es como un imán que desmantela todas mis medidas de autoprotección. Su sonrisa me desarma y me recompensa de los posible contratiempos que nos puede deparar el futuro. Es un juego de niños urdir un plan, arrastrarse, camuflarse entre los objetos caseros o los elementos de jardinería para poder escapar con éxito a la constante vigilancia del ama de la casa y para que nadie interfiera en nuestros momentos de gozo. “Corre corre que te pilla el toro”, le digo porque me dejo arrastrar por la temperatura emocional muy alta, que sube muchos grados y que es constante e inagotable cuando nos encontramos en el patio al final de la jornada laboral.
Me acerco por detrás y le doy un susto. Porque a Lola Asunción le gustan los sustos, las emociones fuertes; porque, solamente con las impresiones inesperadas, es capaz de reaccionar. Luego soy yo el que me coloco de espaldas y dejo que sea ella la que me asuste. Claro que me acuerdo del accidente y claro que estoy también arrepentido. Pero, de aquellos tiempos dramáticos, me llama mucho más la atención el día en que nos trasladamos de domicilio con el fin de desterrar el mal fario. Recuerdo que, pocos meses después de mi despiste y de la grave enfermedad de la niña, nos cambiamos de casa en busca de un espacio más grande y que tuviera patio para que la pequeña pudiera crecer al sol. Dimos un salto espacial que no nos sirvió de mucho pues, de esa manera, tampoco conseguimos cambiar la impresión general de duelo que reinaba en nuestras relaciones conyugales. Recuerdo, sobre todo, que llovió durante el día de la mudanza y que tuvimos algún otro contratiempo notable durante el trayecto. Yo vi el árbol en medio del jardín, el mismo manzano en flor, y me enamoré al instante de este sitio. Creo que el camión con todos los trastos se perdió bajo la lluvia o entre la niebla y creo también que no llegamos a casa hasta más allá de la media noche por culpa de los sucesivos contratiempos climatológicos.
Tengo muy viva la impresión de que Lola Asunción iba muy bien envuelta en su ropa de abrigo y que aparecía como empaquetada dentro de la cuna; iba con los bracitos pegados a los costados para que no los pudiera sacar durante el trayecto; parecía como precintada en vida para que no se pudiera mover y menos aún destaparse. Y todas esas precauciones me parecen ahora aparatosas y ridículas, hasta el punto de que me hacen sonreír. La obsesión por protegerla de todo es lo que me llama más atención de aquel día y lo que todavía me parece ridículo. No podía caerse fuera, ni siquiera cabía el lejano peligro de que la cuna volcara y pudiera quedar al aire en el caso de que sufriéramos otro accidente. Todo fue preparado con mucha antelación, las dos mantas que formaban el envoltorio, las correas para dejarla inmovilizada, para que, durante el traslado, no pudiera quedar sin la protección adicional en ningún caso y para que saliera indemne de las peores circunstancias circulatorias. El recuerdo que me ha quedado mejor guardado, aunque parezca una broma en comparación con lo otro, con el accidente, es la idea de que no podíamos fallar otra vez como padres; no faltaba más. Ya habíamos hecho bastante el ridículo según mi mujer.
De vez en cuando le descubro la mueca de espanto porque ella no puede evitar sentir miedo por lo que nos pueda ocurrir a los tres en el futuro. Me descompone, me desorganiza las ideas con esa cara de loca que pone. Yo desvió la mirada y, entonces, Lola consigue sobreponerse y se muestra amable conmigo, como si no hubiera pasado nada o como si todo le diera igual. Mi mujer me ha perdonado que yo no estuviera a la altura de las circunstancias y, aunque siempre parezca a punto, ya no me ha vuelto a criticar delante de la gente. Pienso que, si hubiera sido ella la culpable, yo tampoco me sentiría superior, como un ser superior sentado en un pedestal desde donde empezar a repartir a diestro y siniestro toda clase de recriminaciones. O como si se hubiera abierto entre nosotros un abismo definitivo sobre el que ya no pudiéramos tender un puente.
Gaspar Jover Polo, España © 2012
joverpolo@hotmail.com
Gaspar José Jover Polo es español, residente en España, profesor de lengua y literatura en la Enseñanza Media, autor de cuentos, novelas y también algún ensayo. Le gustan y le entretienen a la vez los autores que no se conforman con vender libros, ni siquiera con vender muchos libros, novelistas como Cortázar, Miguel Ángel Asturias y poetas como Carlos Germán Belli, Oliverio Girondo y muchos otros.
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade: