Yo tuve que estar todo un día al lado de la puerta por fuera, y no fue, precisamente, una cuestión de gusto por mi parte. Mi trabajo me lleva diariamente a estar al tanto de la puerta principal y a abrirla cuando llaman, pero una orden de mis superiores me dejó al otro lado y fuera de la casa casi veinticuatro horas consecutivas. Al principio me supuso una gran contrariedad esta decisión extraña, pero, al fin y al cabo, no resultó una experiencia mala y pude sacar algunas lecciones que me van a ser útiles. Puedo añadir también que hubo algunos momentos, algunos minutos tal vez, en que me dejé llevar por el entusiasmo frente a una situación tan extraña.
Yo soy criado, era el criado principal de la casa y me habían ordenado permanecer fuera por tiempo indefinido. No se me dijo si me podía sentar o si tenía que permanecer de pie como un guardia, así que me senté sobre las escaleras que suben desde el jardín hasta la puerta. Tuve la suerte de que hiciera buen día en lo climatológico, un día soleado y con buena temperatura. Tenía por delante una larga sesión de buen tiempo y de contemplación detenida de los alrededores pues no me cabía otra cosa con la que entretenerme. Era otoño pero recuerdo que estábamos en el principio de la estación otoñal y que el tiempo resultaba todavía cálido y húmedo. No recuerdo exactamente la fecha pero puedo decir que el invierno quedaba lejos aún y que la temperatura resultaba alta. Podría calificar el ambiente como primaveral si no fuera porque las hojas de los árboles vecinos, que podía ver perfectamente desde mi posición en la escalera, empezaban a arrugarse. Pude admirar el paisaje que me quedaba al lado como nunca lo había hecho e incluso me empecé a emocionar con esa sensación de no tener nada que hacer salvo la contemplación de los árboles, de la carretera, del huerto y de la valla que rodea la finca. Estaba, se puede decir sin caer en la exageración, ante una perspectiva distinta del espacio y de los hechos que se iban a suceder en el exterior a lo largo de esa jornada, hasta el punto de que pude descubrir detalles que la observación cotidiana y el ajetreo corriente dentro de la casa me habían ocultado. Podía sentarme o incluso tumbarme en el porche porque no había recibido ninguna instrucción concreta. Lo que no podía hacer era alejarme de la puerta tanto como para perderla de vista; era como un paréntesis en mi actividad profesional de todos los días en el que noté que la inactividad me invadía como una sensación absoluta y agradable.
Pensé que era una oportunidad para disfrutar de los minutos de ocio, de la buena temperatura y del otoño que empezaba a hacerse notar; sin caer en la cuenta de que, muy probablemente, sería interrumpido por alguien, por las visitas o por la salida de alguno de mis señores. Me puse a reflexionar como si dispusiera de un tiempo ilimitado; a imaginar como si no pudiera ser interrumpido, y ésta es la historia de los pensamientos y de los hechos que se me presentaron, una historia agria y dulce, de ritmo ágil pero también con algún remanso de inactividad forzosa: una especie de relato fantástico con apariencia de verosímil o al contrario. Me sentía humillado, desplazado y también acogido por el entorno; en un estado de percepción aguda al que me llevaba una posición distinta a la habitual. Un impulso vital me recorrió el cuerpo y salté la valla blanca con la imaginación; me puse a corretear por el bosque que me quedaba en frente porque, como cualquier casa rica, esta propiedad dispone de un bosquecillo próximo.
Fui sucesivamente un lacayo libre, un hombre con un estatus social revolucionario, un parado que había caído en la ociosidad no por negligencia sino por obligación. No podía entrar, abrir o cerrar la puerta como de costumbre, así que mi situación resultaba al parecer indefinida y más libre a pesar de la severa restricción de no abandonar la puerta. Pensé que, si tuviera a mi alcance papel y lápiz, podría poner todas esas ideas por escrito. Me faltaba lo imprescindible para dar cuenta por escrito de la experiencia insólita y de las ideas que me sugería. Y es por eso que lo que voy a contar queda un poco vago, bastante perdido y un tanto anárquico. Si hubiera dispuesto de las herramientas necesarias en el momento oportuno, todo el caudal de sensaciones y pensamientos que, en contra de mi voluntad, me ocurrieron —todos los descubrimientos forzosos— no llenarían varias páginas sino un libro tal vez. Tengo que dar las gracias, no obstante, por haber experimentado esta situación tan al margen de lo que eran mis obligaciones ordinarias.
Mi descolocación era tal que, cuando llegó el fontanero, no supe cómo recibirlo o qué decirle. Al quedar fuera del edifico y no tener la obligación de abrir la puerta, mis funciones quedaban limitadas a la de mero observador o vigilante: no podía oponerme a que el fontanero pasara porque lo conocía, porque era el fontanero de toda la vida y porque llevaba la caja de herramientas y el mono azul oscuro, pero tampoco podía servir para facilitarle la entrada. Desde dentro yo tenía la obligación de abrir cuando tocaran el timbre, pero, en mi nueva posición de vigilante pasivo, ya no tenía sentido mi antigua función; para eso tendría que estar dentro y dejarle pasar después de asegurarme de que en efecto se necesitaba un fontanero. “Creo que te necesitamos pero no puedo abrir; ya ves que me han colocado al aire libre; lo mejor es que te sirvas tú mismo”. Y el hombre empuñó la manivela y se abrió paso según su propia iniciativa. Allí, al otro lado de la puerta, no había nadie para conducirlo hasta el cuarto de baño, así que tendría que dirigirse según su propio criterio por las dependencias y los pasillos hasta localizar el desperfecto. Yo estaba fuera y no puedo recordar con exactitud si llevó a cabo su tarea con éxito. Sólo recuerdo que me habían ordenado permanecer en el porche hasta nuevo aviso y que, al cumplir a rajatabla con lo ordenado, no debía preocuparme de lo que pasara en el interior. Al cabo de un rato volvió a salir el fontanero y nos despedimos y ya no tuvimos más visitas aquel día. Lo raro fue que tampoco salió nadie de la casa pues los de dentro parecían decididamente atrincherados y como encerrados por propia voluntad. Pude disfrutar de unos largos momentos sin interrupciones: lo que equivale en buena lógica a un solo y largo momento compuesto de varias horas.
No tuve más interrupciones, más salidas o entradas, a pesar de que sí que pasaba algún coche por la carretera estrecha que lleva a nuestra casa y que luego sigue hasta el pueblo. Los automóviles fueron pocos, diez, quince, y más extraño todavía resultaba que descubriera algún peatón, pues los pueblos colindantes están lejos y la caminata necesaria para desplazarse de uno al otro supone un gran esfuerzo. ¿Ninguna interrupción más esa tarde? Sí, hubo otra más larga y de mayor importancia. Yo había caído en un estado de especial receptibilidad y lo que me sucedió a continuación puede resultar una experiencia no demasiado interesante para los que nunca hayan disfrutado de ese estado de ánimo convulso y a la vez contemplativo, de hiperactividad vuelta hacia dentro. Pasó un auto muy despacio por la carreterita y el conductor se me quedó mirando desde el otro lado de la ventanilla. Yo no debía resultar nada llamativo sentado en los escalones que suben hasta la puerta principal, pero el hombre aparcó unos metros más allá y se bajo del coche. No se detuvo al verme sino que se lo pensó durante algunos segundos: el tiempo suficiente para que, al frenar, se fuera unos cincuenta o cien metros más allá. El número de transeúntes por la carretera era mínimo, también el de automovilistas, así que yo buscaba entretenerme más bien con los pensamientos que me producía mi nuevo punto de vista sobre la naturaleza y los objetos a mi alcance. Los automovilistas constituían una presencia fugaz en la que apenas podía detenerme; en cambio, el entorno mucho más estático, aunque no fijo del todo, y las condiciones meteorológicas, me ofrecían una oportunidad mucho más clara. El hombre automovilista aparcó y volvió andando hacia donde yo estaba. Era evidente que me quería preguntar por alguna dirección, que andaba un tanto perdido.
—Buenos días —me dijo con un tono muy educado—. Busco la cabaña de los literatos, si es usted tan amable.
—¿Cómo dice?
—Sí, es un grupo de escritores aficionados que se reúnen de vez en cuando para compartir ideas. Han alquilado una cabaña por aquí y yo llego tarde a la cita. Yo también escribo en mis ratos libres, ¿sabe ?
—A mí me gustaría escribir pero no tengo con qué. Creo que tengo vocación, pero, por el momento, trabajo como criado. No tengo ninguna referencia sobre esa reunión de escritores. Cabañas que se alquilen por aquí no se me ocurre ninguna. Hay una cabaña pero está abandonada y no creo que sirva para hospedar ni siquiera a los que van de paso.
—Entonces perdone —dijo al mismo tiempo que se daba la vuelta—. Pero me han dicho que queda cerca de aquí San Cosme, un pueblo que se llama San Cosme...
—San Cosme de la Laguna está más allá siguiendo por la carretera. Tal vez debería acercarse hasta el pueblo y preguntar por allí. No le quedan más que cinco kilómetros. Allí sabrán si se alquilan cabañas. Yo no le puedo acompañar porque estoy de servicio; no disfruto de mi día libre aunque pueda dar esa impresión al verme sentado en el escalón.
El escritor amateur se despidió y volvió hacia su automóvil. Habíamos tenido que hablar a voces pues se había puesto a preguntarme desde el otro lado de la valla. Me di cuenta enseguida de que era un hombre joven, cortés, muy educado, como si se tratase de un dependiente de supermercado o de tienda de electrodomésticos. Me había hablado con gran respeto, tal vez impresionado por el brillo de mi uniforme. Se fue alejando, pero muy despacio y como si todavía le quedara alguna pregunta que no se hubiera atrevido a lanzar. Mi atención se concentró sobre este desconocido sin poder evitarlo. Lo había notado un tanto confuso más allá de que se hubiera perdido. Y hasta que no se montó en el auto y arrancó, no pude dejar de observar la maniobra del automovilista. Pensé que se trataba de un hombre encantador precisamente por su falta de determinación; claro que, en aquellos momentos de paréntesis laboral, todo me parecía curioso e interesante. Yo padecía una especie de síndrome de efusividad después de que me doliera la desconsideración de mi señor. Aceleró, volvió a la carretera y se detuvo de nuevo. No bajó del auto; simplemente se detuvo sin arrimarse siquiera a una orilla. Pensé que, si volvía a ponerse a tiro otra vez, le diría si me podía prestar un trozo de papel y un lápiz. Yo había sido ignorado, expulsado y, al mismo tiempo o a cambio, acababa de reconocer un punto de vista que se puede llamar filosófico sobre mi propia existencia y la de lo que me rodeaba. Y era una lástima que un hallazgo que tanto me llamaba la atención, que podía resultar tan interesante en general, se perdiera sin dejar rastro.
Estuve atento dos o tres horas más y descubrí un nuevo enfoque sobre las circunstancias más comunes de la vida corriente. Yo era un muchacho ágil, joven, fuerte, disponía de una excelente vista y, sin embargo, se me habían escapado muchos detalles y algunos hechos corrientes de importancia. Algunos descubrimientos básicos sobre el entorno inmediato. No me había fijado siquiera en que la valla que nos rodeaba desde hacia tantos meses fuera de madera y fuese de color blanco. Naturalmente que la había visto, también la había tocado innumerables veces, pero eso no quiere decir que me hubiera dado cuenta de sus características principales: la primera lección que estaba sacando del experimento al que me habían abocado era que una cosa es ver las cosas y otra, darse cuenta de que las estás viendo. Lo cierto es que, cuando se siente con detalle, de manera morosa, la percepción crece mucho en importancia. Y cuando alcanzas por casualidad —como es mi caso— o por libre determinación, esa segunda fase, es ya muy difícil, por no decir imposible, que la experiencia se te olvide. Y por mucho tiempo que transcurra, ya no se pierde del todo lo que fuiste capaz de reflexionar o de sentir. Es como si tu campo de visión se ampliara y no sólo espacialmente. Quiero decir que te sientes capaz de ver con más detalle y de ampliar, al mismo tiempo, el número de experiencias que se te van a quedar grabadas. Una tarde de esas vale por cien pues pasa a engrosar tus recuerdos conscientes e inconscientes de una forma masiva.
La valla era blanca y de madera: no se trataba de un gran obstáculo defensivo sino más bien de un adorno que sólo servía para delimitar el terreno que pertenecía a la propiedad. Y era blanca por encima de todas las demás cualidades que mostraba a flor de piel. La capa de pintura seguía aportando el color blanco de una manera uniforme a pesar del tiempo transcurrido desde que la pintamos. Era también una valla simple, sin adornos, aunque ella misma constituyera un adorno más que una auténtica barrera. Nunca había contado los árboles que se podían ver desde la puerta principal, pero ahora sé con seguridad que eran trece los que se mostraban en la primera fila del bosquecillo, y también que apenas dejaban ver el bosque de más adentro que estaba formado por el conjunto de las unidades verdes y añosas. Yo conservaba la cabeza y hasta la cintura bajo la sombra de la marquesina, pero mis manos, que tenía apoyadas sobre mis rodillas, quedaban a la luz del sol y lucían con viveza e incluso con brillo. Eran manos morenas, delgadas, con las uñas un tanto largas pero limpias; parecían unas manos un tanto silvestres, como de jardinero, aunque mi misión no fuera cuidar el jardín sino que me movía casi siempre por dentro del edificio. Era la hora de la siesta, ya me había comido el almuerzo que me había preparado por la mañana temprano, y me acomodé lo mejor que pude en mi asiento al solecito. Creo que me quedé dormido una décima de segundo y que, al despertar, él estaba otra vez allí, al otro lado de la valla, y que me volvía a hablar fuerte y despacio desde la distancia para que yo lo entendiese.
Hablaba del tiempo, de lo largo que se le había hecho el camino, de las muchas horas que llevaba al volante. Tenía una gran ilusión por encontrarse con sus compañeros escritores y al mismo tiempo se demoraba en unas explicaciones bastante insulsas frente a un completo desconocido. Se me ocurrió que la causa de su interés por mí era precisamente la anormalidad de mi situación: el encanto que yo podía tener estaba también fundado en mi falta de prejuicios, en mi insolvencia recién adquirida. Hablaba pausado y sin detenerse; de tal manera que yo solo tenía que afirmar de vez en cuando con la cabeza para mantener la conversación. Era una persona tan amable que parecía distinta al común denominador de los forasteros. Tenía un discurso fluido aunque también un tanto convencional. Su obsesión era llegar cuanto antes a la cita pero se demoraba hablando y hablando. Me estaba empezando a dejar impresionado con su labia, pero, en ese mismo momento, me sobrecogió el impulso de interrumpirlo para preguntarle un par de cuestiones.
—¿Pero es verdad que llega usted tarde? Y, si es así, ¿cómo es que se demora tanto?
Y entonces el hombre joven paró de repente de hablar y no supo cómo seguir, qué decirme como respuesta. Era alto de estatura y largo de piernas. Llevaba una americana vieja; había elegido una ropa cómoda para conducir. Tenía puesto unos guantes de piloto que demostraban afición por el deporte del automovilismo. Salió del auto y se puso a hacer estiramientos con la pierna del acelerador al mismo tiempo que caminaba porque posiblemente se le habría dormido al llevarla tanto tiempo en la misma postura. Me pareció que, tal vez, yo podía haber pecado de brusco e intenté dulcificar el resto de la conversación.
—Es que se está haciendo de noche y le convendría a usted buscar la cabaña con luz natural.
—No se preocupe. Estoy seguro de que San Cosme... San Cosme del Lago creo que me ha dicho, es el pueblo que busco y la cabaña ya no pude estar muy lejos. Además, me conviene estirarme un poco —cosa que hacía constantemente al menos por lo que se refiere a la pierna derecha—. Llevo seiscientos kilómetros casi sin parar y casi sin comer.
La tarde se iba consumiendo y el joven escritor no tenía prisa. Nadie entraba ni salía de casa. Yo estaba seguro de que no me habían dado ninguna orden sobre si podía o no entrar en conversación. Y, además, al mismo tiempo que hablaba con el forastero, yo seguía cerca de la puerta grande y de madera noble.
—¿No tendrá por casualidad papel y lápiz? Me haría usted un gran favor si me los prestara.
—No, perdone, siempre suelo llevar mi libreta de bolsillo —dijo al mismo tiempo que se palpaba la americana—, pero, hoy, precisamente hoy, no la llevo. Ya sabe el dicho de que en casa del herrero cuchara de palo.
—No importa. No es un caso urgente. No se preocupe.
—Si quiere puede decirme lo que quiere escribir y yo lo guardaré en la memoria, pues de memoria no ando nada mal.
—No, no se moleste. De verdad. No tiene importancia.
Giró otra vez sobre sus talones, se despidió, se dirigió al auto, lo arrancó y lo puso en movimiento. Por un lado le llamaba la imperiosa necesidad de continuar el trayecto y, por el otro lado, la de quedarse otro rato. Yo estaba seguro, sin embargo, de que esa misma noche volvería a aparecer frente a la valla como por casualidad. No sabía por qué, pero estaba seguro. Me daba la impresión de que aparecería a media noche como el ave nocturna.
Había anochecido y, como empezaba a hacer algo de frío, decidí guarecerme en el cobertizo de la leña y de las herramientas del jardín. Desde el cobertizo sin puerta, podía ver la entrada principal del edificio y salir corriendo si detectaba algún movimiento dentro de la casa: podía alegar una indisposición transitoria como excusa para abandonar el puesto de vigilante. Encendí fuego y me entretuve admirando las chispas que soltaba. El brillo chisporroteante y la noche completamente oscura formaban un contraste espectacular. Incluso allí dentro y en unas condiciones tan precarias, encontré alicientes inesperados por culpa de la descolocación que me suponía estar fuera y olvidado de todos. Comprobaba que, por la noche, la situación de criado a la intemperie también podía tener un lado bueno. Cada vez estaba más seguro de que mi nueva situación me traía más beneficios que penalidades o, por lo menos, me gustaba pensar eso mientras me calentaba. Por la puerta sin puerta del cobertizo, vi acercarse unas luces que eran los faros de un automóvil. Había vuelto y se había detenido otra vez junto a la valla. No me vio en los escalones de la puerta principal iluminada por una potente bombilla y, al cabo de unos segundos, siguió adelante, en dirección contraria a la de San Cosme. Era él, el joven dependiente de electrodomésticos con vocación de escritor, aunque desde mi posición no pude distinguir bien de qué auto se trataba. La niebla había llenado el espacio exterior y la humedad de la noche calaba los alrededores del cobertizo. Mi situación social no se puede considerar de primera categoría; desde que tengo memoria, he pertenecido al grupo social de los domésticos —soy hijo y nieto de sirvientes—; pero este joven me había presentado a la luz del día un aspecto tan pusilánime y tan precario, que me había dado lástima desde la primera impresión. No pensé en interrumpir mi velada nocturna por la aparición del dependiente aunque me diera lástima: no se trataba de una visita y no quise salir del cobertizo y de la agradable sensación de abandono. Detuvo el coche un momento pero no se bajó. Era un pobre diablo como hay tantos.
Ninguno de los señores ni de los señoritos había abandonado la casa, ni siquiera se había asomado a la ventana. Así que tenía que tratarse del dependiente. Era un joven atractivo, elegante; de ninguna manera decidido y seguro. No me había equivocado con él en la primera impresión. Estuve toda la noche sin dormir y muy entretenido contemplando el fuego y animándolo cuando lo veía decaer; tenía un montón de leña a mi disposición que me aseguraba el cálido tránsito hasta las primeras luces del alba. La blanda noche pesaba, pero el techo del cobertizo parecía fuerte y allí dentro nada malo me podía suceder. Encontré un viejo sillón de mimbre por allí arrumbado y una posición bastante cómoda frente al fuego. No tenía sueño ni cansancio, así que, cuando empezó a clarear, me envolví en un trapo también arrumbado, en una especie de sábana, y volví a mi posición de vigilancia en el porche. A eso de las nueve, salió el amo y me invitó a pasar. Se disculpó a su manera; me dijo que todo había sido una confusión, un curioso malentendido. La impresión de desconcierto no me abandonó al atravesar la puerta y estuve examinado los muebles y las estancias como si fueran nuevos para mí, con la misma impresión de extrañeza que me había dominado el día anterior. Mi sensibilidad recién adquirida se colaba conmigo hacia el interior del gran edificio. No podía cambiar de oficio en cuestión de segundos, de vigilante a criado otra vez. Realicé maquinalmente mis funciones de portero y de mayordomo —limpiar el polvo, atender al teléfono—, pero creo que estuve pensando en otra cosa: creo recordar que no necesité concentrarme para realizar las tareas de costumbre y que, para no despertar la alarma, tuve que sostener con esfuerzo la misma flema falsa que me caracteriza dentro del edificio. Lo más curioso es que me había acomodado a la función de vigilante a la intemperie enseguida y que, en cambio, ya no pude adaptarme del todo a mis labores de criado.
Yo era como el sapo que se resigna a permanecer inmóvil en un hueco del fondo del corral; que huye de las voces, de las pisadas y de todos los peligros que ve y de los que puede imaginarse. El sapito que, después de salir de la humedad protectora en el montón de tierra, se siente culpable y medio muerto en medio de la hostilidad del mundo urbano para él desconocido, que recula y recula con tal de pasar desapercibido hasta ajustarse con precisión a las dimensiones del minúsculo agujero e incluso a la forma del hueco que encuentra por casualidad, que, ya casi muerto o, al menos, apenas latente en su escondrijo, se considera casi fuera del mundo. Así fui yo, un animalito asustado; pero acababa de tocar el fondo del abismo acuático, había salido indemne y, con un fuerte pisotón, me había impulsado hasta más arriba de la línea de superficie.
Gaspar Jover Polo, España © 2014
joverpolo@hotmail.com
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