El alquiler del piso incluía el uso y disfrute de la terraza colectiva que quedaba en lo alto del bloque. Un amigo de un amigo le había conseguido esta oportunidad de vivienda bastante barata en un barrio céntrico y tranquilo. Gay Cesc podía subir en ascensor hasta el octavo y, a continuación, coger un corto tramo de escalera que lo llevaba andando hasta la puerta de la terraza en la que podía usar y disfrutar el espacio amplio al aire libre. Cuando salía el día bueno, cuando amanecía uno de esos días con el cielo despejado y terso, el sol brillaba de una manera especial en lo alto y por encima de todos los techos. La terraza común ofrecía también la posibilidad de instalar un tendedero particular para la ropa y, si se prefería la intimidad de la sombra, había un hueco justo detrás de la puerta de acceso que no se utilizaba para tender. La caja de la escalera era el único elemento arquitectónico que rompía la superficie lisa de losetas mates y que se elevaba incluso por encima del murete que bordeaba por completo la terraza. Era un espacio abierto en su conjunto, y estaba casi siempre desierto, más aún el rincón que quedaba por detrás de la caja de la escalera. Cesc podía subir y tomar el sol o podía permanecer oculto y a la sombra en el rincón, podía subir y reflexionar en solitario o también llevarse un libro para sentarse en el suelo a leer los volúmenes de narrativa a los que era muy aficionado. Cuando disponía de un periodo de vacaciones, pasaba las mañanas en casa y compartía la entrada, las escaleras y el ascensor con los inquilinos que no trabajaban fuera, con las mujeres amas de casa. En este edifico céntrico y tranquilo, eran las mujeres las que se ocupaban de las tareas del hogar y las únicas que subían de vez en cuando a tender la ropa, y las que, mucho más a menudo, bajaban por la mañana hasta la puerta de la calle con el carrito de la compra. Podía coincidir con alguna vecina en el ascensor cuando subía hasta el último piso, pero un poco más arriba, en el último tramo de la escalera, muy pocas veces se encontraba con alguien, y menos aún en la terraza, que era un ámbito de uso colectivo según las normas de la comunidad, pero que a Gay le producía la impresión de un espacio tan particular y propio como su dormitorio. Le encantaban los espacio amplios, dilatados, en los que poder disfrutar del aire libre y del buen tiempo, y de la verdadera tranquilidad. Cesc contemplaba el variado surtido de una cuerda en la que colgaba ropa femenina, y unas braguitas a rayas rojas y verdes que le llamaban de manera especial la atención porque no entendía cómo una prenda tan diminuta podía dar tanto de sí. Otras veces prefería sentarse en el rincón que quedaba más o menos a la sombra y, presa de una gran excitación, se masturbaba al aire libre. Hay que decir también que era un joven muy sano físicamente y con una imaginación ilimitada que lo arrastraba sin freno en ocasiones. Se atrincheraba tras la caja de la escalera, se hacía fuerte en las alturas y ofrecía una resistencia feroz a cualquier tipo de interrupción.
Se había acostumbrado a dominar a sus anchas la deshabitada terraza pues le resultaba un espacio casi más íntimo que su propio segundo piso. Nadie a la vista durante horas: sólo el espacio vacío y soleado. No sabía a quién pertenecía la colección de lencería que colgaba de la cuerda, pero se imaginaba con gusto que era propiedad de la vecina del tercero A, un ama de casa todavía joven que no le parecía ni fea ni guapa, pero a la que le encontraba un gran atractivo porque era una mujer pizpireta y con movimientos rápidos y enérgicos; era delgada y también parecía una mujer muy lista e intensa en todas sus expresiones, que destacaba además por llevar el pelo muy corto. Cesc se abrazaba a su sueño y veía en particular a la vecina del tercero A tender los pantalones vaqueros y las blusas y el resto de las prendas todavía húmedas. Y aunque no hubiera coincidido con ella en ese espacio común de la terraza, y aunque no hubiera hablado con ella tampoco en las otras dependencias comunes del edificio, le gustaba pensar que tenía que ser una mujer de buen gusto en general y no sólo en la elección de su ropa íntima. Le llamaba la atención la leve arruga que coronaba su labio superior, algo así como si mantuviese el bigotito fruncido en todo momento; y también le producía una gran impresión la mirada con chispa que destacaba todavía más por la ausencia de flequillo. Esa vecina del tercero se caracterizaba por tener unos movimientos rápidos y decididos y no parecía carecer de carácter: era de baja estatura, pero, en compensación, mostraba un trasero empinado. Otras veces, Cesc se dedicaba con interés a devorar los libros de entretenimiento, hasta tal punto que no prestaba atención al conjunto de la ropa tendida y ni siquiera se daba cuenta de que había ropa tendida en la terraza. Podía también aspirar el aire fresco a grandes bocanadas y devolverlo en su totalidad tras culminar una tabla de ejercicios.
—¿Qué haces ahí a la sombra? En un día de sol tan estupendo. Yo te conozco. Tú eres el que sube todas las mañanas con los libros a estudiar, tú eres el nuevo, el del segundo C. ¿No es así?
Y el joven Cesc se sintió por un momento como desarbolado y a punto de hundirse, como si una certera andanada a bocajarro le hubiera pillado por sorpresa sobre la olas y estuviera naufragando a muchas millas de la costa. No era una mujer alta pero, como Cesc se encontraba sentado sobre el piso de la terraza, estaba obligado a levantar la cabeza y contemplarla de abajo arriba. Era como una mujer gigante vestida con una camisa que le venía muy larga o con una bata casera que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
—Yo soy Celia, del tercero A, la vecina del tercero —pero Cesc no podía reconocerla porque no iba cargada con el cesto de la ropa húmeda ni tiraba del carrito de la compra—. ¡Ya iba siendo hora de que entabláramos conversación!
Gay Cesc se repuso de la sorpresa y acertó a articular un par de frases: “Sí. Yo me llamo Gay Cesc, soy el vecino del segundo. Seguro que me has visto subir con el libro a cuestas muchas veces”. Y luego le vino a la mente la imagen de la placa añadida a la puerta del tercero A y en la que estaba escrito el nombre completo de la vecina, Celia Hernández Muñoz —por debajo del nombre también completo de su marido— con letra minúscula pero muy adornada, con una letra como de tipo gótico. ¡Qué hermoso busto palpitante, qué poderosas caderas incrustadas en el azul infinito, qué poderoso atractivo con la bata que la ceñía con precisión contra el espacio vacío y soleado! Iba cómoda, como para andar por casa, pero no desaliñada. Y Cesc casi no se podía creer que estuviera intimando con la protagonista de sus sueños eróticos.
—Todavía no tenemos una relación formal de vecinos próximos, como somos en realidad, solo de hola y adiós como mucho. Sin embargo... tal vez nos haría falta una mayor relación, que fuéramos una verdadera comunidad. Algo menos frío y mucho más humano. Solamente nos saludamos cuando nos cruzamos por el pasillo. Y algunas veces, ni eso.
Celia hablaba o dejaba de hablar al mismo tiempo que su figura crecía y se agigantaba aunque fuera una mujer de estatura más bien baja, de figura afilada más que rotunda contra el cielo sin nubes, como en una de esas películas que tienen una buenísima fotografía. Luego la vecina se agachó para atrapar uno de los libros que Cesc había desparramado por el piso de la terraza. Lo manipuló un segundo como si tuviera la intención de leerlo o por lo menos de echarle un vistazo.
Pero Cesc no estaba para reflexiones literarias ni para conversaciones hondas —había sido abordado en plena intimidad—, y de una manera tal vez intuitiva o solamente intuitiva se daba perfecta cuenta de que esa mujer era un intruso. La vecina Celia había llegado a interrumpir su estado de ánimo en un momento alto, y lo más seguro es que ya no lo volvería a recuperar y menos aún esperaba que siguiera creciendo: un elemento extraño y perturbador se había interpuesto entre su imaginación y su deseo. Ese rincón oculto de la terraza era su espacio de actuación más recóndito y paradisíaco, hasta ese momento jamás hollado por otra presencia humana.
—A mí, la literatura no me interesa. La considero solo un entretenimiento —se puso a decir Celia con total impunidad—. Es como ponerse a hacer otra cosa o a vivir otra vida, y yo prefiero vivir mi propia vida cada instante y sin descansos. Yo nunca me canso de experimentar cosas nuevas.
Y redondeó su declaración de principios con el repliegue automático de la arrugita que lucía en la parte de arriba del labio. No tenía arrugas en la frente ni en ningún otro sitio visible del cuerpo, pues su piel lucía todavía tersa. Un detalle relevante que no se le escapó a Cesc, un muchacho que, además de tener una gran imaginación, se preciaba de ser un observador atento y concienzudo. Se le acababa de caer el mito erótico porque se estaba dando cuenta de que el personaje real no le interesaba. Algo fundamental acababa de fallar en sus planes. Se puso a pensar en que la decepción estaba llegándole porque no había puesto la necesaria dedicación, porque no había acudido con valentía a la llamada de la sangre o del instinto. Lo primero que tenía que haber decidido es declarársele dentro del ascensor o al coincidir con ella a la entrada del edificio, durante uno de los fulgurantes cruces de miradas que sostenían cuando se encontraban por los espacios comunes. Cesc reconocía su falta de determinación y su sobra de delicadeza, pero ya no le resultaba posible rectificar. Pensó también de sí mismo que era un cobarde o que tenía demasiados escrúpulos, que esos escrúpulos le impedían luchar por alcanzar los objetivos que más le llamaban la atención.
—La lectura es un entretenimiento poco práctico pero ayuda un poco a librarse de los problemas y a evadirse.
—Sí, un poco sí. Pero luego hay que volver a la realidad que es la vida humana. A aprovecharse de los placeres que nos ofrece la vida. Yo soy de la opinión de que perdemos demasiado tiempo en cosas que carecen de verdadero interés, o que, por lo menos, nos despistan de lo importante. Tal vez nos haría falta —añadió después de una pausa ligera— acondicionar una sala de reuniones con biblioteca y juegos de mesa en alguna parte del edificio.
—Y así aumentar las relaciones entre los propietarios.
—Y tú serías el bibliotecario. Y tú tendrías la llave en exclusiva. Aunque también seguirías disponiendo de la terraza como hasta ahora. Se te vería tan mono organizando los libros detrás de la mesa escritorio. Con las gafas puestas y una chaqueta cómoda. Con ese aire de intelectual fuerte y sano.
Entonces el sol, a esa hora del día todavía ascendente, se asomó con crudeza por encima de los hombros del ama de casa. Hizo un brillo único, espectacular, que impactó directamente contra los ojos de Gay y que desvaneció con su puntual violencia la visión de la figura de Celia. Cesc se puso a recoger sus libros y a levantarse, arreglarse la ropa y a ponerse a su altura. Y cuando volvió la vista hacia la aparición, descubrió que la vecina del tercero A ya no estaba, que no tenía a nadie enfrente, que Celia se había desvanecido de una forma tan repentina como se había materializado hacía un rato. Se puso a buscarla por toda la terraza, haciendo visera con la mano para evitar la luz extrema, pero allí no había nadie, tampoco se podía ocultar en ningún sitio por aquel espacio vacío y fuertemente iluminado. La puerta que daba acceso a la terraza común estaba abierta pero no podía ser que le hubiera dado tiempo a atravesarla, a no ser que hubiera salido corriendo. Cesc se sentó otra vez en el suelo y esperó a que en cualquier otro momento, o en cualquier otro día, volviera a presentársele la oportunidad. Claro que tal esperanza resultaba bastante improbable porque sabía también que ese tipo de oportunidades no suelen presentarse dos veces. Gay Cesc dejó escapar un suspiro mientras se hacía la siguiente consideración: “Cesc, muchacho, tanta imaginación y tanto sexo te están desquiciando”.
Y a partir de este reconocimiento autocrítico, ya no subió a la terraza general sino que se conformó con el balcón particular de su segundo C. Parece ser que maduró de golpe y que se dio cuenta de que no valía la pena desplazarse todos los días porque, dentro de su piso, también estaba solo y podía disfrutar de la soledad a su gusto. No tenía por qué hacer el esfuerzo diario de subir y de estar pendiente de si alguien acudía y lo sorprendía. Desde el balcón no podría alcanzar, en los días claros, azules, la línea del horizonte a simple vista. Pero, en contrapartida, no correría otra vez el riesgo de verse interrumpido de manera abrupta.
Gaspar Jover Polo, España © 2015
joverpolo@hotmail.com
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